Mozart, 35 años. Bellini, 33. Usandizaga, 28. Pergolesi, 26. Pero Marie-Juliette Olga (Lili) Boulanger (21 de agosto de 1893 - 15 de marzo de 1918), con sus 24 años de vida, es la más efímera flor de la historia de la música. Su vida fue como un largo sueño lleno de armonía, de amor y de deslumbramiento de niña ante el mundo. Una breve perplejidad de ser… entre dos abismos insondables.
Lili era la hermana menor de Nadia Boulanger (1887-1979), longeva y mítica profesora y compositora parisina, que tuvo entre sus alumnos a Gershwin, Bernstein, Copland, Carter, Menotti, Thomson, Philip Glass, Lipati… Nadia era la gran dama de la música en Europa y los Estados Unidos.
La Pedagoga (así, con mayúscula), la maestra y tutora de instrumentistas y compositores. Una figura tan temida como venerada. Capaz de leer a primera vista la partitura orquestal de la tremenda doble fuga del Credo de la Missa Solemnis, de Beethoven, tocando las partes de todos los instrumentos, del coro, de los solistas, trasponiendo sobre la marcha lo que fuese preciso transponer… y ofreciendo de la música una versión sublime por su hondura interpretativa (lo sé por Paul Cooper, testigo de la proeza). Así que ese monstruo era Nadia Boulanger.
Lili no tenía la proteica fuerza creativa de su hermana, pero fue tocada por la gracia de una manera que Nadia no conoció.
Ambas fueron hijas de un padre –Ernest Boulanger– de más de 70 años. Tanto él como la madre encomendaron a Nadia el cuidado de Lili, afecta a los 2 años de una neumonía bronquial de la que nunca se recuperó. De hecho, Lili, seis años más joven que Nadia, estudió con ella fuga y contrapunto.
Ya con su primera obra –Fausto y Helena– superó a su hermana, convirtiéndose en la primera mujer en ganar el codiciadísimo Prix de Rome, que habían obtenido Berlioz, Bizet y Debussy, entre otros notables. Ravel participó cinco veces y nunca lo ganó.
Con la mirada en la clepsidra
Frágil de salud, titánica por la fuerza de su espíritu, Lili ilustra el famoso apotegma de Poe: “No hay nada en el mundo tan fuerte como un débil”.
Estudia con, ni más ni menos, que Gabriel Fauré, y comienza a producir a ritmo presuroso, como si intuyese su muerte prematura.
Le puso música a tres salmos: el 24, el 129 y el 130. Hay que oír esta música para entender lo que significa crear desde la angustia, con un ojo fijo en la clepsidra, viendo el vaso superior vaciarse gota tras gota. Su tercer salmo, titulado Desde el fondo del abismo, fue compuesto apenas a los 22 años… Lo único honesto –y útil– que puedo hacer, es dejar mi testimonio: esta música balbucida desde el fondo del alma cambió mi vida, hizo de mí un mejor ser humano. Todo lo demás son tecnicismos en los que no quiero perderme.
Pese a su acendrada fe católica, Lili compuso una hermosa Plegaria budista para coro, tenor y orquesta. Es música devocional, llena de unción, de fervor. Cierto: hay en ella alguito de Debussy, Ravel o Fauré, pero el estilo es marcadamente suyo, y anuncia una ruta evolutiva totalmente divergente de la de estos grandes maestros.
Amén de compositora prodigiosa, Lili era pianista, chelista, arpista, y organista (había estudiado este instrumento desde los 5 años, con el legendario Louis Vierne, organista de Notre Dame). Lili no era una instrumentista: era el alma de la música que pasó por el mundo.
Como las estrellas del firmamento
Así decía trabajar Goethe: “Sin prisa y sin pausa, como las estrellas del firmamento”. Pero él, con sus 82 años de vida terrenal, podía darse el lujo de la pausa. Lili no.
La neumonía bronquial debilitó su sistema inmunológico, y le acarreó la enfermedad de Crohn. Para sus últimas composiciones (los poemas sinfónicos De una tarde triste y De una mañana de primavera), su hermana Nadia tenía que sostenerle el lapicero y las partituras, mientras ella buscaba en el teclado, con su último aliento, las armonías que soñaba.
De hecho, Nadia tuvo que ocuparse piadosa y fraternalmente de añadir algunas indicaciones de tempo y dinámica que Lili no pudo anotar, y de perfeccionar alguna cosa que quizás necesitaba pulimento al morir la autora.
La impronta de Lili sobre sus colegas varones es inmensa: influenció ostensiblemente a Ravel, Honegger, Poulenc, Milhaud, al propio Stravinsky. Basta escuchar sus Sirenas (1911), para soprano, coro femenino y piano, para advertir de donde viene toda la música que posteriormente evocaría a estas míticas criaturas.
Considero mi deber advertirles lo siguiente: las Sirenas de Lili son tan deliciosamente seductoras, tan perturbadoramente misteriosas, que Nausícaa hubiese renunciado a seguir hipnotizando marineros de haberla oído, y Odiseo hubiese considerado fútil la medida consistente en amarrarse a su mástil… No lo hubiera resistido, como no lo resisto yo, ni hombre alguno que escuche este canto.
Es música hecha para soñar, no para oír. ¡Estas sí son sirenas! ¡Las de Debussy y Ravel no son más que señoras cantando bajo la ducha!
Tan solo una plegaria
El Pie Jesu (1918) es el testamento musical de Lili. Fue dedicado a su hermana Nadia. Es harto posible que Lili estuviese planeando escribir una misa de Réquiem completa… pero de ella solo logró terminar el Pie Jesu.
Es, junto con el del Réquiem de Fauré, el más hermoso de la historia de la música. Convoca una soprano –o voz blanca de niño–, un cuarteto de cuerdas, arpa y órgano: una instrumentación verdaderamente celestial. La muerte la segó cuando trabajaba en su ópera La princesa Malena. Nadia, entretanto, trabajaba denodada y épicamente para ayudar a los soldados franceses reclutados en la Primera Guerra Mundial.
Como a Debussy, a la pobre Lili le tocó morir bajo el fragor de las baterías alemanas, en pleno Armagedón. De hecho, Debussy murió apenas diez días después de Lili, el 25 de marzo de 1918. Así pues, su última pieza fue una oración: “Piadoso Jesús, que quitas los pecados del mundo, dales el descanso”. Y el descanso le llegó a Lili después de una rápida agonía. Fue enterrada en el cementerio de Montmartre.
En 1979, su hermana Nadia reposaría a su lado. Jamás una relación de hermanas habría sido tan pura de toda mácula, tan limpia de envidias y mezquindades. La comunidad científica bautizó el asteroide 1181 con el nombre “Lilith” para honrar a nuestra compositora. Hizo bien: las estrellas han de morar entre las estrellas.