Llegó a Costa Rica para quedarse. Vino desde Lima, donde hizo estudios en historia, ejerció el periodismo y se entregó para siempre al vicio de leer. Entonces se volvió un mañoso, un amante del lenguaje, un apasionado del juego infinito que brindan las palabras, sus combinaciones, las emociones que esconden y sus múltiples sentidos.
Uruk Editores ha publicado la presunta “edición definitiva” de Otras disquisiciones, reunión de ensayos tremendamente bien escritos, en los cuales Víctor Hurtado Oviedo nos enseña a pensar en el lenguaje, a suspender las palabras en el aire, a examinarlas y a reírnos con ellas de las demás personas, de los personajes de las novelas, de los poetas secretos, de los cursis y de nosotros mismos, porque, como bien dice este señor de las letras, cuando uno se ríe de sí mismo, se encuentra en buena compañía.
A pesar de que su biblioteca se presume amplia, él es hombre de un solo libro, el cual a veces reduce o a veces aumenta para ofrecernos ahora una aparente edición final, dividida en capítulos que se llaman Todos los mundos, A ciencia incierta, Oficio de la palabra, Estante quieto, La esquina del poema, El profesor Solecismo es respondón, ¡Música, maestro! y Comentarios sobre “Pago de letras” y “Otras disquisiciones”.
Juntos suman más de seiscientas páginas, para leer con calma, ya sea por las mañanas, ya sea por las noches o, tal vez, en tardes con niebla, que a don Víctor le parece que son dos tardes juntas.
Estos ensayos se publicaron antes en revistas y diarios, como La Nación. No es lo mismo un ensayo que un artículo; no es lo mismo, pero es igual, sobre todo cuando la pluma que los escribe tiene ángel, lo cual los vuelve literarios, inteligentes y amenos.
Laberintos del lenguaje
Al leer algunos de aquellos ensayos se tiene la sensación de estar en una mesa de café al mediodía, en la ciudad, a pocas cuadras de una sala de redacción, conversando con un periodista que uno ve con admiración, alguien que conoce el oficio de escribir, una persona que lo mismo habla de Góngora que de Quevedo, o de Paco Umbral; oyendo a un enamorado del barroco, del “lenguaje que llama la atención sobre sí mismo”, la frase que Hurtado encontró para referirse a la literatura, esa literatura indispensable que se comparte con los amigos para hacerlos felices y para mejorarles los días.
En ese sentido, Otras disquisiciones es el libro de un hombre generoso, porque su autor nos revela parte de su sabiduría secreta en textos que al mismo tiempo nos entretienen; y, como si esto fuera poco, además nos despiertan las ganas de salir en carrera a buscar a todos esos escritores con los que él conversa y se divierte:
“El genio toma la masa del lenguaje, le descoyunta la sintaxis, le prende fuego al diccionario y, sobre las brasas, forja palabras calientes. Genio es quien convierte el Pequeño Larousse en Pedro Páramo, o el que, con los huesos de la gramática nebrijana, arma las Soledades de Luis de Góngora (fue Góngora). Antes que la mano del poeta lo termine, todo poema es un diccionario en estado líquido”.
Se puede imaginar entonces al autor de Otras disquisiciones como a un nefelibata, abstraído del mundo por el que camina mientras su mente indaga en los laberintos del lenguaje, en la vida propia que tienen las palabras, esas mismas que lo fascinan cuando las encuentra en los más grandes, en Vallejo, en Borges, en Rulfo, en Cervantes, en el Siglo de Oro español.
Constancia de este mundo
Víctor Hurtado dice que los prólogos son los charcos de los libros; que los lectores se los brincan, pero el que antecede a estos ensayos sin duda merece ser leído. Se hace lo que se puede, le pone por título; en él, Hurtado confiesa que no le gusta escribir, que lo ha hecho siempre para ganarse la vida como periodista:
“En el reparto de las cualidades, los astros, los dioses o los genes no me asignaron los naipes del escritor ni la pasión por escribir, y las pasiones no se inventan. A mis muchos años, sé que no obtendré una matrícula en el Colegio de las Musas. Al fin, la modestia nos conoce. De tal modo, antes de volver a ciertos mundos silenciosos, quiero dejar constancia de que pasé por este otro. No pedí venir, así que estoy conforme con irme. Es muy bonito escribir para la posteridad, mas comprobar, con setenta años, que se carece de posteridad, ¡lo hace a uno tan impune!”.
Puede ser que eso sea verdad y que él haya asumido la idea de Borges de que la lectura es una actividad mucho más civil que la escritura. Puede ser también que esa declaración de Hurtado sea un recurso retórico, pero lo cierto es que despierta una enorme curiosidad y nos lleva a preguntarnos entonces cómo alguien que conoce tanto de libros y de autores, que escribe tan bien y que nos hace reír con las palabras, no goce los placeres de este oficio. Él lo sabrá mejor que nosotros, pero de lo que no cabe duda es de que los ensayos que ha escrito se disfrutan y se agradecen mucho.
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Voluntad del estilo
Cayo Suetonio Tranquilo y la vida de los césares, los griegos, Roma, el bolero, Rubén Darío, Fernando Díez Losada, escritores costarricenses, Lima bajo la niebla, el Madrid tertuliano y bohemio, y algunos problemas filosóficos convergen en esta conversación culta de la cual Hurtado nos hace partícipes: esta conversación erudita y simpática, rica en ingenio, en juegos del lenguaje, en expresiones de doble sentido que nos roban carcajadas solitarias y sinceras.
Cuentan los entendidos que las salas de redacción de los periódicos son espacios literarios en sí mismos, zonas de alta tensión antes de la hora del cierre, lugares donde se deben tomar decisiones en instantes dramáticos, por lo que conviene siempre tener al alcance de la mano a esa persona que sabe corregir, que sabe editar, que conoce los secretos de las palabras y que de vez en cuando sorprende con artículos de opinión que estimulan el debate y la curiosidad.
Así se puede imaginar a Víctor Hurtado, editando textos, dando consejos, haciendo bromas, escribiendo los ensayos que aparecen en Otras disquisiciones, o, también, flaco, esquivo, caminando por la calle con sombrero, entrando una tarde cualquiera en el Café Gijón, “piso de un solo piso”, para incorporarse de inmediato en una tertulia novelesca con sus amigos de Lima, con Francisco Umbral (a quien tanto admira): en una tertulia de letraheridos como él, en la cual importa más cómo se dicen las cosas que las cosas mismas, y en la que todo el mundo coincide en que aquello que convierte a un escritor en artista es la voluntad del estilo, el secreto amor de las palabras.