¡Un siglo de Camus! Nacido el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, Argelia, es como si hubiésemos convivido con él mil años. ¡Tan próximo a nuestro corazón, el nombre mismo de la honradez intelectual, la integridad y, sí: la libertad! Démosle un abrazo fraterno: era un hombre cálido, simple, enamorado del Sol y el mar, jugaba futbol, escribía sesudos ensayos sobre san Agustín y Plotino, fue actor, meteorólogo, periodista, pescador' y en 1957 obtuvo el Premio Nobel de Literatura: el homenaje que menos halago le produjo en su vida. Mil veces hubiera preferido que le estrecháramos la mano, amplia y franca la sonrisa, como lo haremos hoy.
Solitario pero solidario. Madre iletrada, padre muerto en la Primera Guerra Mundial. Solo conservó de él una fotito, y la narración –reproducida por su madre– del horror de una decapitación: siempre militó con vehemencia contra la pena capital. Su tesis: si no podemos declarar absolutamente culpable a un hombre, ¿cómo podemos condenarlo absolutamente ?
Nadie es absolutamente culpable o inocente: si hemos de creer al Gran Inquisidor de Dostoyevski, todos somos responsables de todo cuanto sucede en el mundo, pero nadie lo es de manera exclusiva y absoluta. Hablar de culpabilidad o inocencia absolutas es como hablar de unicornios.
Camus amaba el futbol; fue portero del Racing Universitario Argel –la posición más solitaria en el terreno de juego–. Del deporte derivó su ética: “Soy solitario, pero solidario”. Ejercía la solidaridad desde la soledad, y para ello creó el neologismo “Solitariedad”.
“Encontré en el futbol mucha más honestidad y camaradería que en los medios intelectuales”. Otra de sus frases inmortales: “La bola nunca le llega a uno por donde la espera”. Así lo sorprendió la muerte, entre sístole y diástole, en un brutal accidente automovilístico, la noche del 4 de enero de 1959: tenía 46 años. ¿Muerte absurda para el filósofo del absurdo? Pero ¿qué muerte no es, a su manera, absurda?
El teatro, siempre el teatro. Hubiera sido el primero en rechazar el marbete de filósofo: se consideraba “pensador”, noción diferente de la que sugiere, stricto sensu , el concepto de filósofo. La tuberculosis lo obligó a abandonar el futbol justo cuando su equipo ganaba el Campeonato de África del Norte.
Novelista, ensayista, dramaturgo, actor, director, adaptador para el teatro de Los hermanos Karamázov y Los posesos (Dostoievski) y memorable voz de la radio, Camus dijo: “Hay tres lugares en los que me siento feliz: la playa, la cancha de futbol y sobre las tablas”.
El mar, el futbol, el teatro: pasiones irrenunciables. Escenificó Prometeo encadenado , de Esquilo, y mucho teatro clásico español: Calderón y Lope de Vega. Su madre era española como su amante, la bellísima actriz María Casares, hija de un ministro republicano español.
En 1952 pronunció un discurso a favor de los sindicalistas condenados a muerte por Francisco Franco: “La España de Franco se filtró en el templo de la UNESCO, mientras la de Cervantes y Unamuno fue tirada a la calle. En el momento mismo en que Franco entró a la UNESCO, la UNESCO salió del concierto de la cultura universal”. Fue ovacionado.
Ningún valor está sobre la vida. Amaba a las mujeres: Simone, Christiane, Francine, María' En ellas intentó encontrar una respuesta al gran tema de su vida: el absurdo. ¿Hemos de lincharlo por esto? Como diría Baudelaire: “¡Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano!”. ¿A qué hombre sensible, saludable, enamorado de la vida, buscador de sentido para la existencia, no habrían de gustarle las mujeres? No era un desaforado: amó y fue amado profundamente, y es más de lo que la mayoría de las personas puede decir.
Es imposible colgarle una etiqueta. Camus era refractario a los gafetes. ¿Existencialista? Detestaba el término, y, si compartió trincheras con Sartre, pronto desistió de esta militancia. ¿Marxista? Sí, pero su adhesión al Partido Comunista Argelino lo malquistó con el Partido Comunista Francés.
Por otra parte, denunció los horrores del estalinismo, la sangrienta supresión de la insurgencia húngara en 1956 y la represión de los trabajadores de Alemania Oriental en 1952. No consideró que estas atrocidades fuesen exageradas por la “propaganda occidental”, como lo sostuvo Sartre.
Igual fue feroz en su condena del fascismo franquista. A través de su revista Combate se erigió en uno de los grandes formadores de opinión durante la ocupación nazi de Francia, arriesgando muchas veces la vida. “La Verdad no es tal por encontrarse a la derecha o a la izquierda. Si está en la derecha, es ahí donde iré a buscarla; si está en la izquierda, es ahí que la proclamaré”. He aquí la negación de la sacralización de la ideología política, expresada por el hombre que no permite que lo exima del deber de buscar la Verdad desde sí mismo.
Hombre escindido. De 1954 a 1962, la Guerra de Independencia de Argelia, colonia francesa desde 1830. Tortura, genocidio... El Frente de Liberación Nacional perpetra atentados terroristas contra muchos del millón de franceses residentes en Argelia: los llamados Harkis (“traidores”).
Camus está entre dos fuegos. Es descendiente de europeos, pero ama a Argelia y quiere su libertad; empero, más aun ama la vida.
Durante una conferencia, un estudiante enardecido le impugna su ambiguedad política en el conflicto argelino-francés. Él responde: “Antes que defender la justicia, correría a defender a mi madre”. La réplica solivianta a muchos cabezas calientes.
Albert sueña con una federación en la que las culturas musulmana y francesa convivan en armonía. Propone una “tregua civil” a fin de poner alto a las degollinas, a los ríos de sangre que convierten las baldosas de Argel en islotes.
Lo llaman “traidor” y “antinacionalista”. Es que, por encima de la nación, creía en la patria (nociones radicalmente diferentes); por encima de ambas, creía en la vida.
Nada humano le fue ajeno. Camus, ¿“filósofo del absurdo”? Esto sí es absurdo. ¿Cómo habría de apostar al absurdo un hombre capaz de rebelarse ante el rostro de Gorgona de la injusticia social, de la opresión?
Ningún filósofo “comprometido” puede suscribir al absurdo. A Sísifo, alzando una y otra vez su piedra ladera arriba, debemos imaginarlo feliz pues es a sí mismo a quien se carga.
Criticó la moralina burguesa, sistema de vedas que muchos toman por sacrosanto, pero esto no significaba que no creyese en la Ética que nos ofrece un modelo de convivencia posible.
Camus no era existencialista, marxista, nihilista ni anarquista: era un ser humano lleno de defectos y virtudes: ello nos hace quererlo aun más. Rebelde ante el juego social y las convenciones de su época: Meursault, “el extranjero”, no es condenado, en el fondo, por haber asesinado a un árabe, sino por declararse “ajeno” a las reglas de un juego que él no creó y al cual se niega a adaptarse.
Antes de llevarlo a la guillotina, el sacristán pregunta a Meursault si no ha pensado en la vida “en el más allá”, y él le responde: “Sí: quisiera que fuese lo más parecida a esta”. ¡Claro, la sonrisa, los senos de María, el dulce arrullo del vivir! ¿Qué hombre honrado no contestaría de igual manera?
Camus es el mar, el sol, la libertad que confiere la pobreza, el milagroso resultado de la hibridez cultural, la prueba de que el multiculturalismo debe ser estimulado, de que buscar la “pureza cultural” es soñar con algo que jamás ha existido en rincón alguno de la tierra.