Una sombra tan solo serás Como un fantasma oscuro gasta sus días en la prisión un hombre que torció la justicia, pero que en el atardecer de su vida fue llamado a cuentas.
Sobre el campo de futbol americano fue una pantera; astuto, ágil, veloz; sorteaba gigantes, devoraba yardas de césped hasta llegar a la meta con el balón ovoide cosido a sus manos.
Orenthal James Simpson era una montaña humana de casi 1,90 m y más de 200 libras de puro músculo, que una noche –según su versión– fue atacado con un cuchillo por su exesposa Nicole Brown, de tan solo 125 libras y 1,65 m de altura, y él se defendió propinándole 18 puñaladas, una de las que le partió el cuello. Según un artículo del Daily Mail y el National Enquirer, Simpson habría hecho esa confidencia a un productor del programa OWN, de Oprah Winfrey, previo a una entrevista –que nunca se emitió– con la diva de la televisión.
Nicole y su novio, Ron Goldman, fueron asesinados en el departamento que compartían en Los Ángeles, a la medianoche del 13 de junio de 1994. El criminal los machacó con algo parecido a un bate de béisbol y después los apuñaló en la cara, la cabeza, las manos y el pecho.
O.J. Simpson fue incriminado; huyó pero lo atraparon y su juicio fue un circo mediático visto por la mitad de la población de Estados Unidos el día del veredicto, una marca tan asombrosa como las que rompió cuando jugó con los Buffalo Bills y los San Francisco 49ers, entre 1969 y 1979.
Pese a las evidencias en su contra, el fenomenal equipo de abogados que lo defendió –por pingues $8 millones– desmanteló los argumentos de la fiscalía y, contra todos los pronósticos, logró que fuera absuelto del asesinato y lo declararon “no culpable”, más inocente que un querubín, ironizaría la revista Anales de Derecho, de la Universidad de Murcia.
Pero a todo “chancho gordo le llega su Navidad”. En el 2007, O.J. y cinco compinches entraron a punta de pistola al hotel Palace Station, en Las Vegas, donde secuestraron y atracaron a dos coleccionistas de objetos deportivos.
De nuevo recaló en los tribunales y esta vez la justicia sí fue ciega. Simpson, de 61 años, fue condenado a 15 años de prisión y todavía está tras las rejas del Lovelock Correctional Center en Nevada.
Otros deportistas anduvieron el trillo del crimen igual que O.J. Simpson. Chris Benoit, luchador canadiense, mató a su mujer e hijo; Carlos Monzón, boxeador, desnucó a su esposa; Bruno Fernández, arquero del Flamengo, mandó secuestrar y descuartizar a su amante; Andrew Hall apuñaló 60 veces a su novia. El más reciente ha sido el caso de Oscar Pistorius, velocista olímpico, quien mató a su novia al confundirla con un ladrón.
Según los registros de organismos especializados en violencia doméstica, esta es la primera causa de muerte en mujeres de 16 a 44 años; las mata más que el cáncer, los accidentes de tránsito o la guerra. En Estados Unidos cada cuatro minutos una mujer es víctima de este tipo de agresiones.
El novio de América
O.J. Simpson siempre quebró los límites. De no ser por el deporte, y un poco el cine, habría sido el Enemigo Público Nº1 afirmó Joe Bell, un amigo del colegio.
La miseria y los problemas fueron su cuna desde que nació, el 9 de julio de 1947 en California. Sus padres, Eunice y Jimmy Lee Simpson se divorciaron cuando el niño tenía cinco años. Ya desde los dos, el raquitismo consumía al pequeño Orenthal; nombre que le encajó su tía, embelesada por un actor francés.
El ingenio materno superó la falta de aparatos ortopédicos y medicinas; Eunice obligó a su hijo a caminar durante tres años con unos zapatones unidos por una barra de metal, como si fuera un preso.
La familia vivió en el barrio negro de Potrero Hill y ahí –a los 13 años– Simpson integró su primera banda de rapaces dedicada al latrocinio. “Nunca infringí la ley. Solo daba una paliza a ciertos tipos que se lo merecían. Por lo menos una pelea un viernes o sábado por la noche” confesó O.J. a la revista Playboy en 1976.
A los 15 años una de esas trifulcas callejeras lo mandó una semana al Centro de Orientación Juvenil; todo parecía apuntar que el adolescente terminaría sus días en la cárcel o en la silla eléctrica. Ni una ni otra. Aunque era un as para el futbol americano, sus deplorables notas le cerraron el paso a la secundaria y ninguna le ofreció becas para estudiar, solo el City College de San Francisco lo matriculó y el equipo juvenil pulverizó todas las marcas existentes. Fue así que ganó una beca en la Southern University y de ahí saltó, en 1969, como corredor estrella de los Buffalo Bills.
Su destreza alcanzó el cénit; acumuló campeonatos, premios como jugador más valioso y llegó, en 1985, a integrar el Salón de la Fama del Futbol Americano.
En 1979 colgó el casco y las hombreras para empezar una gris carrera en el cine, con comedias tan pobres como su talento. Hizo de bobalicón con Leslie Nielsen en toda la saga de ¿Y dónde está el policía? , pero cimentó su fama en anuncios de televisión y vocero de Hertz.
Tenía un don natural para la comunicación; fue el primer deportista negro en promocionarse a gran escala y el único capaz de interactuar con hombres y mujeres blancas, alejado de sus “hermanos” marginados y metidos en protestas raciales, drogas, delincuencia y cárceles. Su pasado adolescente quedó en una anécdota, una mancha en el sol.
Destruyó el mito del negro fracasado; era millonario, guapo, emprendedor y con una familia de catálogo. En 1967 se casó con Marguerite Whitley y tuvieron tres hijos: Arnell, Jason y Aaren, quien a los dos años se ahogó en la piscina de la casa.
La tragedia hundió el matrimonio y O.J se divorció, para casarse en 1985 con Nicole Brown, con quien procreó dos niños: Sydney y Justin. Simpson tiene una hija extramatrimonial, Susie Parket Jr., pero se ignora quien es la madre.
Los rasgos violentos de O.J. salieron a flote en 1989, cuando fue acusado de golpear a Nicole, patearla y gritarle “Te voy a matar” según el reporte de la policía. Se le aplicaron dos años de libertad condicional, recibir tratamiento psiquiátrico y realizar labores comunitarias.
A sangre fría
Solo O.J. Simpson logró que la NBC suspendiera la retransmisión de la final de la NBA, en 1994, para unirse a la jauría periodística que –por tierra y aire– persiguió el Ford Bronco blanco del astro, en su intento por escapar de la policía.
Cinco días después del crimen de su exesposa, un millar de periodistas esperaba que Simpson se entregara; al contrario, cargó un revólver Smith & Wesson, el pasaporte, ocho mil dólares, varias fotos familiares y se disfrazó con bigote y barba postiza para huir.
La cadena KCBS tuvo la exclusiva por escasos minutos, pero pronto los otros canales alquilaron todos los helicópteros disponibles en Los Ángeles y cientos de vecinos abarrotaron la carretera para observar la persecución y gritarle a Simpson que no se rindiera.
El “juicio del siglo” duró 133 días, fue transmitido en directo por la televisión, abarrotó las portadas de los periódicos, los comediantes parodiaron el proceso y 150 testigos tuvieron sus “15 minutos” de fama.
Simpson formó un “dream team” encabezado por Robert Shapiro, quien se encargó de presentar a su cliente como una víctima del racismo y sembró la duda sobre la autenticidad de las pruebas. Hábilmente, Shapiro aprovechó que la policía estaba desacreditada por la paliza que le dieron al negro Rodney King, y que ocasionó los disturbios raciales angelinos en 1992.
La defensa argumentó que Simpson era un agresor y celoso como un gitano; que nunca dejó a Nicole rehacer su vida y una noche no aguantó más y la asesinó, dejando el lugar del crimen lleno de huellas, una gorra y un guante empapado con la sangre de las víctimas.
El jurado deliberó tres horas y el 3 de octubre de 1995, ante 150 millones de telespectadores, declaró “no culpable” a O.J.Simpson. Aunque ganó el juicio, perdió su reputación y los contratos cinematográficos y publicitarios.
Años después escribió el libro Si lo hubiera cometido, así es como sucedió , donde cínicamente describía su versión de cómo habría matado a Nicole y Ron, de haberlo hecho. El repudio popular y una orden legal obligó a la editorial a impedir la distribución de la obra.
O.J. siguió retando al destino, hasta que se enfrascó en el incidente de Las Vegas que lo confinó a vivir en prisión los últimos lustros de su vida.
Ahí, cambió el número 32 que lucía en su camiseta de jugador, por el 4013970; pasa sus días con las rodillas devoradas por la artritis y asegura, como Raskolnikof, que nunca cometió un crimen.1