La Asociación Nacional de Criadores de Gallos impulsa un proyecto de ley para legalizar las peleas. A cambio, ofrece destinar una parte de las ganancias a diversas instituciones de beneficencia. En apoyo de su iniciativa, publicó una detallada defensa de la actividad, encontrándole orígenes bíblicos y amplio respaldo en la tradición. Van en serio, pero es difícil creer en la viabilidad política de su propuesta.
El país prohibió las peleas de gallos en 1922 por tratarse de un espectáculo cruel y sangriento, donde el dolor de los animales se mercantiliza para hacerlo objeto de diversión y apuestas. Si por esas razones los gobernantes de entonces decidieron abandonar una tradición de siglos, más motivos existen para mantener la prohibición en estos tiempos, en un país donde el rechazo a la violencia ya reclama un sitio entre las mejores tradiciones.
Una marcada sensibilidad ecológica, de compromiso con la naturaleza, echa raíces en las nuevas generaciones. Para ellas, las peleas de gallos no son parte de la identidad cultural. Pocos costarricenses nacieron antes de 1922 y para conservar algún recuerdo infantil de la época previa a la prohibición, una persona debería rondar los cien años de edad.
Las peleas de gallos fueron tradición, pero dejaron de serlo. Hoy son una práctica minoritaria y clandestina. La pregunta es si vale la pena revitalizarla y extenderla, es decir, si conviene imponerla por encima de la sensibilidad prevaleciente, a cuyo desarrollo el sistema educativo dedica grandes esfuerzos.
En España, donde la lidia de toros es una tradición enraizada, se alzan voces cada vez más insistentes a favor de abolir las corridas, una vez pujantes en toda América y hoy erradicadas en la mayor parte de su territorio. El 28 de julio del 2010, el Parlamento de Cataluña abolió las corridas, una tradición originada en la Edad Media, más no por eso menos cruel y repudiada por las mayorías de la actualidad. No es arriesgado pensar que con el paso del tiempo, la prohibición se extenderá a otras regiones de la Península Ibérica.
Las tradiciones no son buenas en sí mismas. La segregación racial y los matrimonios arreglados también fueron prácticas tradicionales. Cuando la tradición es nociva, es preciso cambiarla. Así lo entendieron los estadistas costarricenses de 1922 y los catalanes del 2010. En la Costa Rica de nuestros días, la decisión es mucho más fácil, porque no se trata de una tradición verdaderamente enraizada, solo se practica en la clandestinidad --en un círculo muy reducido-- y la opinión pública es abrumadoramente contraria.
Si las razones históricas esgrimidas por los galleros no son de recibo, menos asidero tienen los argumentos basados en la naturaleza del gallo. Están hechos para combatir, dicen los jugadores. Al parecer, ellos se limitan a satisfacer la predisposición natural del gallo. Esas aves están dotadas de armas de defensa y ataque, pero los espolones añadidos por los galleros no provienen del código genético.
También hay en los gallos la agresividad necesaria para el desarrollo de la especie, pero natura no los encierra en una valla, sin más opción que doce minutos de combate. La naturaleza no hizo al gallo para diversión sangrienta del homo sapiens ni para ser objeto de sus apuestas.
Pero lo importante para dirimir la discusión no es la naturaleza del gallo, sino la del ser humano. Estamos dotados de inteligencia y una dimensión moral reacia al disfrute del dolor ajeno, la sangre y la violencia.
Cuando logramos que esas facultades prevalezcan, somos, en verdad, un animal espléndido.