Tiene toda la razón Laurencia Sáenz cuando, en su comentario del 10/10/11 (“ Gato concordato por liebre laica ”), argumenta que no existe ninguna razón lógica por la cual la suscripción de un concordato entre Costa Rica y el Estado de la Ciudad del Vaticano deba considerarse un paso necesario –o siquiera deseable– para que nuestro país avance hacia un Estado laico.
En la cobertura de prensa sobre este tema (véase, por ejemplo, “ País y Santa Sede inician camino hacia Estado laico” en La Nación del 9 de este mismo mes), se ha dicho que el propósito de dicho acuerdo es el de “modernizar” –sea lo que sea que eso quiera decir– las relaciones entre nuestro país y el Vaticano. Pero eso nos lleva a una pregunta obvia: ¿Qué necesidad existe de modernizar esas relaciones? En Estados Unidos tienen un dicho popular, “Si no se ha descompuesto, no lo arregle”. ¿Por qué invertir tiempo, esfuerzo y dinero primero por parte de nuestra Cancillería y después de la Asamblea Legislativa en examinar y afinar relaciones que actualmente fluyen con toda normalidad?
Concordato de 1852. Pareciera olvidarse que Costa Rica ya fue parte de un concordato, suscrito en 1852. Ese instrumento no fue jamás una herramienta de progreso para el país ni contribuyó en nada al establecimiento de un Estado laico, del que hasta hoy seguimos careciendo. En 1884, nuestros próceres liberales –encabezados por el presidente y benemérito de la patria Próspero Fernández Oreamuno– finalmente supieron apreciar todo esto y decidieron derogarlo, por estar en oposición con la Ley Fundamental, es decir, por permitir la intromisión de la Iglesia en funciones que corresponden al Estado y por condicionar el respeto al ordenamiento jurídico por parte de los eclesiásticos y de la propia Iglesia. ¿Por qué habría de ser ahora diferente?
El derecho público internacional (y el sentido común) nos indican que los países conciertan tratados y convenios con el propósito de obtener beneficios mutuos, de adonde resulta legítimo preguntarnos qué posibles ventajas o aspectos de interés podría tener para Costa Rica un nuevo concordato como el que se anuncia.
El Vaticano ni siquiera es un Estado democrático. Por el contrario, es una teocracia gobernada por un cuasimonarca absoluto y vitalicio, quien es elegido en secreto por un cónclave integrado por la jerarquía superior de la Iglesia católica –el Colegio Cardenalicio– cuyos miembros fueron designados a su vez por alguno de los gobernantes previos. Jurídicamente, el Vaticano es el producto de los acuerdos suscritos en 1929 con el Gobierno fascista de Benito Mussolini, quien, a cambio de apoyo y – se dice– $105 millones, cedió las 44 hectáreas que forman su territorio actual (los ignominiosos “Pactos de Letrán”, vigentes hasta hoy). Del Vaticano, pues, nada tenemos que aprender en términos de democracia o vida republicana.
Pero, además, la jerarquía eclesiástica está integrada exclusivamente por varones. En el Vaticano, una mujer no tiene derecho a ser presidenta, como en Costa Rica. No existe tal cosa como las cuotas de participación electoral femenina. De hecho, la ideología dominante en ese Estado –que no es una verdadera filosofía política moderna, sino un conjunto de creencias religiosas, a veces contradictorias entre sí– reprime expresamente el papel de la mujer, relegándola a una posición de subordinación con respecto al hombre (lea 1 Corintios 11, por si se necesita un recordatorio). Del Vaticano, entonces, nada tenemos que aprender en términos de igualdad y dignidad de la mujer (y ni qué decir de los gais y otras personas sexualmente diversas).
El Estado del Vaticano ha sido acusado, más reciente y crudamente por Amnistía Internacional y por el Gobierno de la República de Irlanda (un aliado tradicional), de ser una organización que calculadamente encubrió y dio asilo a abusadores de menores, recurriendo para ello incluso a la inmunidad diplomática. Los casos son dolorosamente conocidos. Del Vaticano, pues, nada tenemos que aprender en términos de tutela del interés superior de las niñas y niños.
Hablando de derechos, de los más de 100 convenios internacionales de derechos humanos actualmente en vigencia, se comenta que el Vaticano ha firmado solo diez; menos que Cuba, China, Irán o Ruanda. Ni siquiera ha suscrito la Declaración Universal de Derechos Humanos. Nuestro país, que auspició la promulgación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (“Pacto de San José de Costa Rica”) y que es sede de la Corte Interamericana de esta materia, tampoco tiene nada que ganar en materia de derechos fundamentales de un concordato con el Vaticano. De hecho, algunas de las obligaciones que se ha adelantado que existe interés que nuestro país asuma bajo el concordato podrían resultar frontalmente opuestas a los compromisos previamente adquiridos bajo esos instrumentos internacionales, así como a la jurisprudencia de la Sala Constitucional, por ejemplo, en materia de docencia sobre religión en los centros educativos públicos.
Beneficios para el Vaticano. La historia demuestra que, al suscribir convenios de esta naturaleza con otros países, la tajada principal la recibe siempre esa Iglesia disfrazada de Estado, en términos de beneficios y privilegios. Recomiendo visitar el sitio “ Concordat Watch ” para darse una idea de cómo, al suscribir concordatos con otros países, el Vaticano normalmente pide y recibe mucho, mientras que da poco o nada provechoso a cambio.
El propósito de firmar y luego presentar a la Asamblea Legislativa un nuevo concordato con el Estado de la Ciudad del Vaticano, da pie a cuestionamientos serios y fundados que vale la pena ponderar. Quizás lo mejor sería repasar las lecciones de nuestro pasado y revisar los motivos por los que esos grandes próceres del siglo XIX decidieron que Costa Rica no debía someterse más a las indignas condiciones impuestas por el único concordato que registra nuestra historia patria.
Y, en definitiva, lo que conviene insistir es en que avanzar hacia un Estado laico en Costa Rica depende exclusivamente de nosotros mismos, no del permiso papal.