Un valle tendido entre montañas y volcanes, una tierra de paso entre las pequeñas poblaciones coloniales de Aserrí y de Barva, un camino para ganado entre lo que hoy son Cartago y Heredia, tierra de sesteo, de comercio: tierra verde de árboles, de vientos frescos y saludables, recorrida por arroyos. La boca y el monte. Mucho, mucho ha pasado desde entonces, desde los tiempos en que no había nada.
En 1737, entre los ríos Torres y María Aguilar, se ordenó la construcción de la primera ermita católica sobre una planicie de restos volcánicos que desde el siglo XVI recibió focos de asentamiento español: la misma planicie que hoy se pierde sepultada por el asfalto y las malas decisiones políticas. De aquella San José ya no queda ni el rastro. En 1823, la ciudad fue declarada oficialmente capital del Estado de Costa Rica.
Miles de automóviles pasan diariamente frente a la Catedral Metropolitana y no dejan pensar en el pasado de esta ciudad, insignificante para muchos viajeros, pero escenario privilegiado de las novelas costarricenses contemporáneas.
En nuestras novelas surgen momentos de la historia de la ciudad: la construcción de una urbe de pretensiones europeas que formó parte del proyecto liberal de finales del siglo XIX y de las primeras décadas del XX; los procesos de modernización de los años 50 del siglo XX, que tendieron al ensanchamiento de la avenida Segunda y a la aparición de edificios como mayor rasgo diferencial; el crecimiento caótico y la falta de planificación de la actualidad, la pérdida de su función residencial, la contaminación de los ríos y la urbanización de los antiguos potreros y cafetales. Al igual que la historiografía, la novela es una vía para acceder al pasado.
Geografía literaria. Un mundo absolutamente diferente del actual es el San José de las novelas de García Monge y de Carlos Gagini; el que puede intuirse en La ruta de su evasión , de Yolanda Oreamuno, y en algunas obras de la primera mitad del siglo XX. No podía ser de otro modo pues toda obra literaria es primero una obra de su tiempo.
La literatura costarricense urbana surge con fuerza en los años 60 y 70 con autores como Alfonso Chase, Gerardo César Hurtado y Carmen Naranjo. La ciudad está en el centro de algunas de sus obras, que dan cuenta de los cambios de la época. La vida urbana, sus lenguajes, sus parques, la construcción de edificios, la multitud que la transita, sus velocidades: todo ello ocupa la atención de estos novelistas, quienes rompen con la narrativa de temas rurales.
En los años 70 aparecen los testimonios de Alfredo Oreamuno Quirós, “Sinatra” ( Un harapo en el camino , 1970; Noches sin nombre , 1971), que pueden pensarse como antecedentes de la literatura urbana costarricense de la actualidad. Los textos de Oreamuno no pertenecen al canon literario nacional, pero marcan una forma de acercarse a la ciudad.
Alfredo Oreamuno construye un personaje que es un viajero urbano: un observador que muestra la decadencia, la violencia de todo tipo y la descomposición social de los bajos fondos de la capital en los años que siguieron a la guerra civil de 1948. “Sinatra” muestra así la ciudad de los años 50, que se moderniza y que también abre nuevas “zonas rojas”.
Sin saberlo Oreamuno, sus testimonios crean una imagen de la ciudad y una tendencia por contar lo urbano que predomina desde entonces. En los años 90 lo confirman Los Peor (1995), de Fernando Contreras; Cruz de olvido (1999), de Carlos Cortés, y Los Dorados (1999), de Sergio Muñoz.
Nostalgia y ruinas. En Los Peor , San José aparece desdoblado: por un lado, la ciudad idealizada del pasado liberal de los años 30; por otro lado, el San José contemporáneo, caótico, insensible, violento e inseguro, que sin embargo también permite el desarrollo de relaciones solidarias y tolerantes.
La nostalgia por la ciudad europea en miniatura que permanece en la imaginación costarricense, es un sentimiento que surge con fuerza en Los Peor , novela que reclama el aniquilamiento del pasado en la ciudad, aniquilamiento que se evidencia tanto en el aspecto arquitectónico y material como en el simbólico y discursivo.
A su vez, en Cruz de olvido , la ciudad está en ruinas, se presenta abandonada a la decadencia y a la perversidad. La ciudad es un todo que desea ser contado hasta en sus mínimos detalles, y aparece en distintos niveles y en varios tiempos.
El tiempo predominante es el hoy decadente de los años 90; sin embargo, en la obra se dan algunos saltos temporales con los que se pretende mostrar el pasado de esta ciudad que –a los ojos del narrador y de algunos de sus personajes– siempre se presenta cargada de consideraciones negativas y despectivas.
La ciudad aparece tanto en su superficie, recorrida por una multitud de personas y de vehículos, como en su mundo subterráneo, en sus túneles históricos que pueden leerse como metáforas de un inconsciente social y de un pasado cargado de crímenes, conflictos, aguas sucias, estrategias políticas y de archivos policiales.
La ciudad subterránea da cuenta de la decadencia y el desencanto que predominan en la imagen de San José en Cruz de olvido .
En fuga. En Los Dorados , de Sergio Muñoz, la ciudad es el lugar de trabajo de un grupo de personajes marginales que la perciben desde un punto de vista pragmático, sencillo y plano, sin mayores elaboraciones intelectuales ni históricas.
La ciudad es el lugar al que se va día a día a conseguir recursos dentro de una economía informal creciente. También es el destino para la huida y para la aventura de niños y jóvenes víctimas de violencia intrafamiliar; y es el lugar para los encuentros amorosos, el consumo de drogas y los asaltos.
En Los Dorados , San José también es el más allá del barrio marginal y el horizonte percibido desde esas barriadas populares que crecen en las laderas de las montañas del sur de la capital: suelen pensarse como los muros de un gran encierro social.
En el siglo XXI continúa la tendencia por narrar lo urbano en sus distintos tiempos históricos. Lo demuestran El año del laberinto (2000), de Tatiana Lobo; Grafitería (2007), de Ricardo Ignacio Vargas, y La fugitiva (2011), del nicaraguense Sergio Ramírez.
Una tentación. Algunos lugares se repiten en las novelas y ya forman parte de la geografía literaria josefina, como la loma del Parque Nacional, desde la que podía verse toda la ciudad hacia el oeste; el paseo de las Damas, como una de las viejas entradas a la capital; las dos estaciones del ferrocarril, que permitían la salida hacia ambos mares; el barrio Amón; las avenida Central y Segunda como grandes arterias capitalinas; el Teatro Nacional, los parques, la Catedral Metropolitana, y las cantinas de Chelles y La Perla.
Hoy, cronistas, novelistas, cuentistas y poetas publican textos donde la ciudad aparece por todos lados. Por muchas razones, esta es la tendencia predominante en nuestra literatura. Sin parecer importarle, cuando se cierran los libros, cuando se termina de leer la última palabra, la ciudad sigue allí, creciendo, a veces más rápido, a veces más despacio, como desde hace casi trescientos años.
Algo debe de tener San José para que, a pesar de ser despreciada en las principales guías de turismo, encienda frecuentemente la imaginación de los escritores.
El autor es máster en Literatura Latinoamericana por la UCR.