La aparición del budismo en Costa Rica comenzó sutilmente con la inmigración china desde la segunda mitad del siglo XIX, relacionada en parte con la construcción de los ferrocarriles tanto al Atlántico como al Pacífico en calidad de mano de obra o de pequeño comerciante. Sin embargo, este budismo no trascendió socialmente, sino que se quedó y murió con esos individuos pues la permanencia en sus viejos credos no se observó en el ámbito colectivo. Recordemos que no todos los chinos son budistas pues los hay también confucianos, taoístas y escépticos.
Lo que sí permaneció fue la conversión de los inmigante chinos al catolicismo, como lo señala el testimonio de una de sus representantes, Hilda Chen Apuy. En su libro autobiográfico De la vida, del amor y la amistad (2008) doña Hilda señala tal rasgo de la vieja inmigración china que tan bien se integró al país, con centro en Puntarenas.
Los inmigrantes de entonces procedieron de Cantón y Macao, a diferencia de la inmigración más reciente, ya no rural, sino urbana, que habla en mandarín (y no en cantonés), que cultiva más sistemáticamente los vínculos con China sin descuidar los nuevos, para poder adaptarse sólo en parte.
Tómese por ejemplo la negativa del padre de doña Hilda a enseñarle la lengua china, a fin de forzar su integración, algo inconcebible para los últimos chinos, para quienes la lengua de los ancestros es esencial, fundadora de identidad.
El Buda de Esparta. Un testimonio, no de conversión, sino de mantenimiento de las antiguas creencias, lo encontramos en una crónica de Jorge Cardona, incluida en su libro Hombres y máquinas , donde se narran sus experiencias con el ferrocarril al Pacífico en las dos primeras décadas del siglo XX.
Jorge Cardona pertenece a un linaje literario notable: su padre fue Jenaro, uno de los primeros novelistas de Costa Rica; su hermano Rafael, gran poeta modernista tardío y emigrado a México, al que se lo comparó favorablemente con Rubén Darío; su hijo Alfredo, buen poeta y cultivador de literatura fantástica y de ciencia-ficción, también binacional.
El capítulo VI de Hombres y máquinas se titula “El altar de Buda” y menciona a un comerciante chino de Esparta, en la ruta a Puntarenas: José Acón, “que heredó, mejor que ninguno, no sólo la expresión del tipo asiático, sino la parsimonia de su estirpe silenciosa”.
Jorge Cardona recuerda su ancho rostro, “su frente espaciosa como de humanista”, no puede olvidar la larga trenza de pelo natural que casi le llega al suelo, ni el kimono descolorido en el que se aprecia un alado dragonzuelo en la espalda. No obstante su budismo, este comerciante tenía el vicio de jugar. Lo interesante es que la devoción y el juego compartían un mismo espacio físico, aunque separados por una cortina a la hora de apostar:
“El aposento o sala de juego tenía al fondo un altar en honor a Buda, pequeña joya, quizá la única en toda Esparta. Relucía como un retablo estofado en oro y tan hermoso como los mexicanos de estilo barroco. Día y noche lo mantenía iluminado con farolitos en forma de torrecillas rojas, envuelto en una tímida niebla de incienso que ponía olor a sacristía y convidaba a la meditación”.
Era “un oratorio que tenía bajo su custodia, cuidado de sus compañeros de nacionalidad que con él vivían, guardándole todos las más cumplidas muestras de respeto y cariño”. Este es un budismo vivo en Esparta, pero sin mayores consecuencias para el resto del país.
El Buda teosófico. A finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, el budismo llegaba al país, no sólo por la inmigración de asiáticos, sino también por las élites artísticas e intelectuales locales que se alimentaban del orientalismo y la teosofía por entonces imperantes, y que llegarían también a las clases medias. No se trata de un budismo ortodoxo y asiático, sino de uno leído desde la Europa decimonónica y construido en vínculo con el ocultismo de la época, que experimentaba un gran florecimiento, como no se veía desde el Renacimiento.
Hubo también un budismo académico en Europa, de eruditos que traducían del sánscrito y del pali, y otro de aficionados y lectores curiosos, de viajeros y artistas, muchos alimentados por ese budismo pasado por el filtro de la teosofía.
Buenos ejemplos literarios en Costa Rica son dos poetas de inspiración teosófica, Roberto Brenes Mesén y José Basileo Acuña, que escribieron poemas con Buda como tema. Brenes es autor del titulado “La prueba del fuego” (de su libro Voces del Angelus , de 1916), que dice así:
“Se incendió el pinar entero / de mi juventud pasada; / fue como un castillo de hada / sobre el oro de un brasero./ Entre llamas, sin sendero, / mi pobre alma desolada / se lanzó a correr, llevada / por algún poder austero. / Ante el resplandor del fuego / elevó hasta Dios un ruego / y cayó de hinojos, muda. / Y de pronto, entre dragones, / sobre llamas y carbones, / vino hacia ella el manso Buddha”.
Por su parte, José Basileo Acuña escribió “El Buda” en 1951, nada menos que en la ciudad india de Sarnath, donde Gautama dio su primer discurso y puso así a “girar la rueda del Dharma”, su discurso de liberación de la vida sufriente. El poema es este:
“¡Oh refugio de paz, dulcísimo / como miel exquisita de colmena; / vaso de compasión, ternísimo / como roce del mar sobre la arena! / ¡Loto de soledad, mansísimo / como la noche de silencio plena; / pan de renunciación, castísimo / como del cielo la quietud serena! / ¡Oro de beatitud, purísimo / como terso marfil de luna llena; / viento de eternidad, suavísimo / como soplo de Dios en las azucenas!”.
Ambos poetas, junto con su teosofía, perciben al Buda (al “Despierto”) desde la visión cristiana pues, aparte del vocabulario, introducen el concepto de Dios en sus versiones, ajeno al budismo.
Por la misma época, algo parecido hace en pintura un teósofo hispano-tico, Tomás Povedano, cuando pinta a Buda pues su acuarela debe más a la iconografía cristiana que a la budista, y parece ilustrar más bien al Cristo del Evangelio.
El Buda de cualquiera. Este budismo de impronta teosófica caló parcialmente entre cierta clase media y alta. Sin ser propiamente budistas de religión, los teósofos son sus mejores amigos, tanto que sus fundadores, Blavatsky y Olcott, tomaron los votos budistas de laicos en Ceilán.
En Costa Rica, desde hace años, los teósofos celebran una fiesta típicamente budista en la Luna llena de mayo, el Wesak, fecha de la iluminación de Buda. A mediados de los 70 del siglo pasado, justo frente a la casa de la Sociedad Teosófica, en Cuesta de Núñez (San José), se instaló el primer grupo propiamente budista del país, de tipo Zen, y que todavía existe con buena salud, aunque en otro lugar.
Se abrió así la oportunidad de practicar (no sólo leer) un budismo tradicional, japonés en este caso, ya no mediado por ideologías de Europa. Con el fin de siglo XX llegó el turno al budismo tibetano, con sus varias escuelas, desde la más poderosa (la guelugpa del Dalai Lama) hasta la más “herética”, la escuela bonpo, todas con representaciones en el país.
Son significativas al respecto las visitas hechas por el Dalai Lama al país en 1989 y 2004, más una tercera que se vio frustrada por el entonces presidente Óscar Arias, quien, para agradar a sus nuevos socios chinos, desinvitó al lama –a su propio compañero de Premio Nobel de la Paz– y, de paso, cambió al Tíbet y a Taiwán por un plato de lentejas y un estadio de futbol.
Es notable la presencia de Buda en Costa Rica en este nuevo siglo, como un factor de diversificación de su paisaje religioso, que pasó de la recámara íntima de un inmigrante chino o del gabinete esteticista de un escritor teósofo a principios del siglo XX, al practicante serio sentado en su cojín de meditación, a solas o en grupo, en el San José de inicios del XXI.
-----
Este artículo está dedicado a José María Montero.
-----
El autor es escritor costarricense. Su última novela es Faustófeles. Con una Universidad Nacional Autónoma de México tiene en prensa La leyenda de Buda en la literatura hispanoamericana (1890-1920). Breve antología.