En 1969, pocos meses antes de que se publicara su tercera novela, El mal de Portnoy , Philip Roth invitó a sus padres a almorzar para prepararlos para lo que él consideraba que sería un escándalo nacional. Su madre, en el taxi de regreso a casa, le comentó al padre de Philip con lágrimas en los ojos: “Pobrecito: tiene delirios de grandeza”. Lo cierto es que Roth tenía razón: su tercera novela no solo causaría un gran escándalo nacional en los Estados Unidos, sino que además terminaría incorporándose a todas las listas de libros más vendidos de ese año.
El escándalo se debía tanto al tratamiento gráfico que el narrador formulaba de la masturbación, como a la crítica acérrima que hacía de su padre y madre judíos y de la transferencia de sus aspiraciones a su hijo. El sexo explícito pretendía ser una transgresión contra la idea del “buen muchacho judío”, estereotipo que Roth consideraba una sofocante fuente de represión.
Para Roth, el primer roce con la fama literaria había ocurrido a sus 29 años cuando recibió el National Book Award (Premio Nacional del Libro) de 1960 por su novela corta y colección de cuentos Adiós, Colón . Este, así como sus dos siguientes novelas, eran libros convencionales, escritos al estilo de Henry James, su más importante influencia inicial. Las obras exploraban el dilema de la identidad judía de los hijos norteamericanos nacidos de padres inmigrantes.
Sin embargo, en El mal de Portnoy es donde aparecen por fin todas las características y los temas que definirán la posterior obra de Roth: Newark, su ciudad natal, el problema de la identidad judía para los inmigrantes y sus hijos, el sexo como técnica de reafirmación personal, las relaciones disfuncionales con las mujeres, la transgresión como técnica literaria y la obsesión con el “yo” del escritor.
Otro yo. A la sombra del éxito descomunal de Portnoy , las siguientes tres novelas de Roth derivaron inevitablemente hacia la sátira. Entre ellas está El pecho (1972) –una aparente parodia del dilema de Gregor Samsa en La metamorfosis de Kafka–, en la que el protagonista despierta convertido en un seno humano gigante.
En Mi vida como un hombre (1974) aparecerá por primera vez quien será el alter ego de Roth en muchas de sus novelas posteriores: Nathan Zuckerman. Este servirá a Roth como excusa para narrar sus ficciones autobiográficas desde fuera, o para tener a un escritor como protagonista de sus historias y así poder comentar sobre su propia vida.
En Zuckerman liberado (1979), por ejemplo, Zuckerman lidia con las consecuencias inesperadas del éxito de su obscena novela ficticia Carnovsky –trasunto evidente del affaire Portnoy –.
Según Philip Roth, solo en 1986, con la publicación de La contravida –que le valió su segundo National Book Award–, su alter ego se vuelve una inteligencia independiente de la suya, a través de la cual logra comprender sus propias ficciones.
Roth también afirma que en esa novela, ya pasados los cincuenta años, tiene perspectiva suficiente para preocuparse menos de su “yo” y más de las ideas de “Sitio” e “Historia” en sus novelas.
Tanto en La contravida como en Operación Shylock (1993), Roth logra combinar su preocupación metaficcional sobre su vida y su obra como novelista, con las causas y consecuencias ideológicas, políticas e históricas de estas novelas; en particular, en lo referente a Israel, al sionismo y a lo que ambos representan para los judíos de la diáspora. A pesar de la importancia que Shylock tenía para Roth y del tiempo que tardó escribiéndola, la recepción no fue del todo buena.
No solo el ‘yo’. La ira y la decepción que le causó la incomprensión ante la que él consideraba su obra maestra, es la fuente de una de sus más transgresoras, iracundas y obscenas novelas, El teatro de Sabbath (1995), en la que los impulsos sexuales depravados y las tendencias suicidas del titiritero fracasado Mickey Sabbath son los temas centrales. La crítica considera esta obra tremebunda como una de sus más importantes. Con ella obtuvo su tercer National Book Award.
En reacción a la orgía de negatividad que es El teatro de Sabbath , Roth decidió que su siguiente novela sería sobre un hombre bueno, “el sueco” Levov.
En Pastoral americana (1997, premio Pulitzer de 1998), Levov es el típico héroe estadounidense, un exitoso atleta de ojos azules y cabellos dorados cuya vida encarna perfectamente el “sueño americano” –de ahí la referencia al género pastoral–, pero quien desciende súbitamente al caos que yace bajo las plácidas apariencias cuando su hija se convierte en una terrorista en su propio país.
En Pastoral americana y en La mancha humana (2000) –ambas narradas por Zuckerman–, Roth, con mayor madurez y perspectiva histórica, logra finalmente una amalgama entre su exploración perpetua del individualismo egocéntrico que caracteriza a sus personajes, y la problemática racial, religiosa y de clase de las comunidades a las que pertenecen.
Después del cambio de siglo, un Roth septuagenario se embarca en la producción de una serie de novelas sobre la senectud, la pérdida de la vitalidad y del impulso sexual, la degradación del cuerpo, la enfermedad y la inevitable proximidad de la muerte.
Cerca del adiós. El grupo de novelas de su vejez se conoce como las Némesis, en referencia a la última de ellas, Némesis (2010), e incluye El animal moribundo (2001), Elegía (2006), Indignación (2008) y La humillación (2009).
En cuanto al título de la última novela, J. M. Coetzee hacía notar que némesis es el concepto griego del destino arbitrario, y que la diosa Némesis pone en su lugar a aquellos que incurren en la arrogancia extrema, o a quienes se vuelven indebidamente notorios.
Tal concepto resulta útil para comprender la última serie de novelas: si la virilidad ha sido para Roth una forma de autoafirmación arrogante y una herramienta definitoria de su identidad y de su éxito literario, la vejez necesariamente debe parecerle una pena o un castigo divino.
David Foster Wallace acuñó el concepto de los “grandes narcisistas masculinos” para referirse a los novelistas Philip Roth, Norman Mailer y John Updike, pertenecientes a lo que Tom Wolfe denominó la “generación del yo”.
Foster Wallace afirmaba que a los descendientes de esa generación les había tocado vivir en carne propia el deterioro del valiente individualismo y la liberación sexual de sus padres, que terminaría convirtiéndose en la autoindulgencia temeraria y el desenfreno sin gozo que desembocan finalmente en infidelidades, divorcios y traumas familiares.
La culpa que sentían los personajes de Roth por esa lujuria delincuente en sus primeras novelas –como El mal de Portnoy –, se transforma en las últimas en el remordimiento que produce la contemplación de una vida solitaria y sin sentido, o en la depresión causada por la perdida de la potencia sexual, que en la obra de Roth equivale a la perdida de la identidad.
Philip Roth ha pasado a vivir una existencia monacal, encerrado en una pequeña cabaña en las montañas de Connecticut, en la que ha escrito muchas de sus treinta novelas. Afirma sentirse solo, pero dice que es algo pasajero, que se le quita con escribir, y que espera poder embarcarse en la escritura de una novela que lo tenga ocupado y le impida pensar en su muerte hasta que llegue su hora.
Una de las afirmaciones más escandalosas e irónicas que ha hecho últimamente es que en los próximos veinticinco años dejarán de escribirse y leerse novelas, una postura que, según Foster Wallace, no es una coincidencia: “Después de todo, cuando muere un solipsista, todo desaparece con él”.