Solo tenemos lo que podemos llevarnos en un naufragio. La noche triste del Titanic reveló que los cobardes mueren mil veces y el valiente solo una.
El dueño del barco, J. Bruce Ismay, sobrevivió al hundimiento –aquella madrugada del 15 de abril de 1912– pero no vivió ni vanidoso ni feliz.
Hasta el día de su muerte, en 1937, escuchó el coro sollozante de los que se ahogaban, entre ellos 53 de los 76 niños que viajaban en tercera clase, aunque fueron salvados tres perros de una de las suites de lujo.
Canallas, cobardes y héroes tuvieron su cita con la muerte, pero de todos solo él cargó con la ignominia de haber huido del Titanic, dejando a los niños y a las mujeres'para después.
Sobre la cubierta inclinada del trasatlántico, antes de saltar al bote salvavidas, quizá recordó su infancia en Liverpool, donde nació en 1862 en el hogar de una familia de empresarios de la navegación. Su padre, Thomas, compró en 1868 la White Star Line –fundada en 1845– y comenzó la construcción de buques mixtos de vela y vapor que ganaron varias veces la Banda Azul, un gallardete honorífico concedido a los buques más veloces en cruzar el Atlántico.
Lo que en principio era una sana competencia entre caballeros, degeneró en una feroz lucha entre las navieras más poderosas del momento: Collins, Hapag, White Star Line y Cunard Line. Esta última le puso el pie a todas con sus dos grandes y lujosos buques, el Lusitania y el Mauretania, que de 1907 a 1928 ganaron la apetecida Banda Azul.
El viejo Thomas tiró la toalla y, a partir de 1899, apostó por otro tipo de navíos menos rápidos que sus rivales pero más confortables, ostentosos y económicos.
Cuando Bruce ascendió al puesto de vicepresidente de la White Star lo celebró con una cena, junto a su amigo Lord James Pirrie director de los astilleros Harland & Wolf, en Belfast.
Esa noche del verano de 1907 ambos planearon la construcción de tres grandes barcos que pulverizarían las marcas de la Cunard: el Olympic, el Britannic y el Titanic. Más tarde Ismay recapacitó y prefirió hacer del último un palacio flotante e insumergible, lo que ni el mismo Odiseo había podido construir para enfrentar al dios Poseidón.
Dos años después, el 31 de marzo de 1909, con el apoyo financiero del magnate norteamericano J. P. Morgan comenzó la construcción del Titanic en Belfast. Las obras concluyeron 747 días después y la nave fue lanzada al mar para cumplir su cita con el destino, en su primera y última travesía.
Leyenda negra
El viaje inaugural del Titanic reunió a lo más selecto de la aristocracia europea y norteamericana, aderezada con algunos advenedizos de segunda clase y varios cientos de emigrantes apiñados en el fondo del navío.
Más que un periplo era un paseo y todos viajaban con un séquito de criados, decenas de baúles, mascotas y una tropa de aduladores.
Ismay dejó en tierra firme a su mujer y cuatro hijos, llevó consigo un secretario y un valet, y se hospedó en una de las suites de primera clase cerca de la cabina de mando.
Frances Wilson, en ¿Cómo sobrevivir al Titanic? El hundimiento de J. Bruce Ismay, reveló que él ordenó reducir el número de salvavidas, de 48 a 16, cantidad que si bien era legal jamás permitiría evacuar a todos los pasajeros.
Los constructores del barco nunca pensaron que este chocaría contra un iceberg; aún si eso fuera posible, nunca se hundiría porque tenía 15 compartimentos herméticos en el casco que contendrían una inundación.
Otras fuentes achacaron a Ismay haber presionado al capitán Edward J. Smith para que mantuviera la velocidad de 41 km/h y navegara por una ruta infestada de témpanos, con el afán de llegar a Nueva York en menos de siete días.
En un artículo sobre la Historia de la White Star Line, Paul Louden-Brown señaló que ninguno de los oficiales sobrevivientes recordó presiones de Ismay sobre el capitán Smith en relación con el gobierno de la nave; incluso William Marshall, comodoro de la naviera, lo llamaba “El gran jefe blanco” por su respeto a las decisiones de los marineros.
Aún más, el historiador Tim Maltin explicó que “es totalmente seguro navegar a toda velocidad en zona de icebergs si la visibilidad es perfecta, como parecía serlo aquella noche”; en cuanto a los botes de rescate agregó: “eran insuficientes, pero es que se consideraba entonces que lo que salvaba vidas en realidad no era el número de botes, sino construir barcos seguros”.
El impacto contra el iceberg tiró a Ismay de la cama; rápidamente se colocó un abrigo para no salir en fachas y subió al puente de mando, donde encontró al flemático capitán Smith y le preguntó: “¿Cree usted que el asunto es serio?”
La duda era inoportuna. Una rajadura de 100 metros en el casco abrió paso a 25 mil toneladas de agua e inundó cinco compartimentos, así que en cuestión de dos horas y veinte minutos el Titanic estaría en el fondo del Atlántico Norte.
La vida primero
Ismay aseguró a la prensa, y a una comisión investigadora del desastre, que él estuvo casi dos horas pasando pasajeros a los botes, pero llegó un momento en que no vio a nadie más y por eso subió al último para ayudar a los marinos a remar.
El oceanógrafo Eduard Ballard, quien descubrió los restos del Titanic en 1985, se refirió así a la actitud del empresario: “ Cuando vio que no había mujeres ni niños que pudieran embarcar en el bote que arriaban, se subió. No hacerlo no hubiera supuesto otra diferencia que añadir un nombre más a la lista de víctimas. Ismay ayudó todo lo que pudo y luego se marchó. Tuvo suerte de estar en el lado bueno”.
Nadie le creyó el cuento a Ismay, sobre todo porque apenas llegó a Nueva York se hospedó en la mejor habitación del Hotel Ritz, mientras el Carpathia pescaba su carga mortal.
Para variar, fue William Randolph Hearst el encargado de lanzar todo el barro posible sobre la imagen de Ismay, a raíz de un diferendo entre ambos surgido 20 años atrás cuando el inglés no quiso atender a sus periodistas.
La prensa amarillista publicó caricaturas de Ismay agazapado en un bote salvavidas mientras observaba al Titanic desaparecer en el mar. Pero fue un virulento editorial, publicado en el Denver Post, el 19 de abril de 1912, el que terminó por hundirlo y presentarlo ante la opinión pública como “J. Bruto Ismay”.
El tabloide británico ¨Daily Mirror” lo marcó como “el hombre más criticado del mundo” y la prensa norteamericana lo señaló como “alguien preocupado solo de él mismo.”
Según Frances Wilson, después de la tragedia el presidente de la naviera recibió cartas con amenazas y muchos de sus amigos lo despreciaron, por la escasa caballerosidad demostrada en el naufragio y aprovecharse de su cargo para salvarse.
En una carta, citada por la biógrafa Wilson, Ismay reveló a una amiga que vivía atormentado por las pesadillas del hundimiento, que su vida profesional estaba arruinada y no quería volver a ver un barco en toda su vida: “Quizá estaba demasiado orgulloso de mis embarcaciones y este ha sido mi castigo.”
La historia se cebó con Ismay, pero esa noche hubo más cobardes . Sir Cosmo Duff-Gordon y su esposa la modista Rosalind Ayres, fueron acusados de sobornar a los tripulantes del bote número uno para impedir el rescate de otros náufragos, pero la Cámara de Comercio Británica los absolvió. El cabo de mar Robert Hichens, además de girar el barco hacia el lado equivocado en lugar de impactar de frente al iceberg, se negó a recoger más sobrevivientes.
Casi un año después de la fatídica noche, Ismay renunció a la presidencia de la naviera a favor de su amigo Harold Sanderson. Muchos escritores alegan que se retiró a Irlanda, donde vivió como un recluso.
Los datos relativos a sus últimos días son confusos. Es cierto que huyó de la vida pública y murió de una trombosis en 1937. Nadie escapa a su suerte y tal vez Ismay debió quedar sepultado en el fondo del mar “más cerca de Dios”, la pieza final que interpretó la orquesta del Titanic.