La gran mayoría de las revoluciones no han servido porque parten de una mentira congénita: sus ideales no son realizables. Por eso terminan haciendo daño. Al rebelarse contra la ortodoxia y la opresión, la Revolución francesa y la rusa crearon nuevas ortodoxias y opresiones mucho peores que las que habían repudiado. Construyeron “la libertad” sobre montañas de cadáveres e impusieron la estabilidad con la intimidación y la fraternidad con el terror sistemático. Napoleón fue el precursor de ese Estado totalitario del siglo XX, un ejemplo para Hitler y Stalin. Los socialistas totalitarios alegaban que la naturaleza humana podía ser moldeada hacia una apreciación generosa del bien común. Le atribuían una importancia demasiado irreal a la bondad del ser humano y se toparon con la realidad de su egoísmo. Todas esas revoluciones fueron impuestas a costa de una salvaje represión de sus pueblos.
La Revolución estadounidense fue inspirada por un grupo de gigantes entre los hombres. El sistema capitalista que surgió, funcionó porque estaba fundamentado en la verdad sobre el egoísmo de la gente y no en un cuento de hadas sobre “la hermandad de los pueblos”. Si el capitalismo es un sistema de competencia, ¿qué es la vida sino eso? Por eso es que el capitalismo es un sistema que está en consonancia con la vida. Y porque refleja esa realidad es que la Revolución estadounidense funcionó.
Alexander Hamilton diseñó los modernos sistemas financieros y económicos que son todavía la base del poder que Estados Unidos ejerce en el mundo. Se enfrentó con el enorme desafío de sacar adelante un país económicamente débil y una nación dividida. Nacionalizó la deuda, unió a los estados y creó los mercados de capital líquidos, que son hoy día el motor del capitalismo mundial. Buscó terminar con los feudos aristocráticos de los terratenientes del sur y los sustituyó con un mercado diversificado, que les abriría oportunidades a los inmigrantes y a la gente humilde. El vigor de estas gentes, creía Hamilton, llevaría su país a la grandeza. Al revés de las revoluciones populistas que fundaron el Estado grande y totalitario a espaldas del trabajo y sacrificio de sus pueblos, Hamilton fue el campeón de la libertad y de las virtudes urbanas y empresariales: vigor, empuje, competencia.
El trabajador estadounidense siempre se ha sentido como miembro de la clase media y no existió razón para el desarrollo de la “conciencia de clase” que existió en Europa. El movimiento laboral de Estados Unidos ha sido altamente escéptico de involucrar al Estado en la protección de sus conquistas sociales. Los fundadores les infundieron un saludable antiestatismo a sus izquierdistas.
De las deliberaciones de la Convención Constitucional surgió, en mayo de 1787, la Constitución de la revolución que sirvió. Esa revolución no devoró a sus hijos. No hubo un reino del terror, ni un Robespierre ejecutando al rey o fanáticos asesinando al zar Nicolás I y su familia. La Revolución estadounidense, en cambio, produjo y nutrió a Washington, Hamilton, Franklin, Jefferson. A través del siglo XX, en dos ocasiones, el continente guerrerista ha obligado al pueblo estadounidense a rescatar a Europa y al mundo de las atrocidades de los herederos de revoluciones fallidas.
En este aniversario de su independencia, EE. UU., una vez más, se convierte en el baluarte de la libertad y la democracia para su pueblo y para el resto del mundo. Un mundo anárquico, amenazado por Estados fracasados, por la amenaza de Estados fundamentalistas islámicos y por células terroristas. Es la fuerza que garantiza la paz, la estabilidad y la supervivencia de la civilización judeo-cristiana. Sus fundadores crearon un Gobierno que garantizaría el sueño de los pilgrims: el anhelo de la libertad.
Cuando Cornwallis se rindió en la batalla decisiva de la guerra de Independencia en Yorktown, Lafayette definió el momento: “La humanidad ha ganado su batalla; la Libertad tiene ahora un país.”