Hace unas semanas, una editorial católica, tras publicarle un libro a un autor evangélico, lo eliminó de su catálogo, retiró del comercio los ejemplares y prohibió su promoción. Ello a solicitud de autoridades vaticanas (según el diario español El País) porque el texto habla de “familias diversas”, no necesariamente compuestas por papá, mamá e hijos. Eso me recuerda que, en Costa Rica, los que se oponen a la legalización de las uniones homosexuales dicen hacerlo en defensa de la familia y los valores cristianos.
Es una afirmación cómica. Apelar a Jesús como estandarte de la familia tradicional, es como hacer de Gandhi un ícono del casimir inglés: un disparate. Demuestra lo poco que los discursos cristianos actuales tienen que ver con Jesús de Nazaret y el movimiento por él iniciado. Refiero dos autores expertos en Nuevo Testamento para explicarme. Desde la sociología funcionalista, Theissen, señala (El movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de los valores):
Talante contracultural. “La suerte corrida por Jesús se puede entender únicamente cuando se tiene en cuenta un conflicto fundamental de funciones: Jesús se sustrajo a su hogar y a su aldea, y chocó así contra las elementales expectativas de funciones que se depositaban en un sencillo carpintero”. Al haber abandonado “su puesto en la familia y en la aldea... había perdido prestigio social en esos círculos... se había convertido en un apátrida... hogar no significa aquí únicamente una casa... sino también un lugar que confiera identidad... se había ganado el desprecio de las personas que se atenían a la moral social”.
Así, empezó a labrarse la cruz con su provocador talante contracultural: “La familia de Jesús consideró a su hijo como enfermo y chiflado. Quiso echarle mano para hacer que regresara por la fuerza a su mundo”. Pero genialmente Jesús convertía los insultos en signos positivos de identidad de su grupo: cuando le dicen que ellos no cumplen “la función propia del sexo masculino... reacciona con otra positiva inversión de valores... eunucos por causa del reino de Dios”.
Desde la antropología cultural, Malina, en El mundo social de Jesús y los evangelios, explica las características de la cultura mediterránea antigua, sus sólidas normas de parentesco y la personalidad diádica de sus gentes. Autosuficiencia e individualidad no eran, como ahora, valores. La identidad del sujeto era colectiva, la de su clan familiar, con el que estaba atado en verguenza y honor, en el trabajo, las enemistades y la vida religiosa. Cuando Jesús dice que el que quiera seguirlo, debe negarse a sí mismo, está demandando de sus discípulos que den la espalda a sus familias y aldeas (no que renuncien al yo-egocéntrico, como usualmente se lee). ¡Los moralistas cristianos le harían la cruz a alguien como Jesús!
Él rompió con la sacralidad de la relación parental en su época y la sustituyó con la mesa abierta de su Reino: “La ruptura con el hogar y con la familia queda compensada con la nueva familia constituida por el círculo de sus adeptos: el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. En contraste con el lugar real perdido, se halla la asignación de un lugar nuevo en un espacio imaginario... Jesús encontró en la familia dei, fundada por él, el sustitutivo del ambiente social con el que había roto”. Una casa nueva, donde el pequeño es el mayor, el que sirve a los demás es el preeminente y las mujeres no están solo para poner la mesa sino también para recibir instrucción como los varones.
Ruptura con la familia. Los sinópticos, ventanas a la fe de la primera generación de creyentes, muestran la misma actitud en la base galilea del movimiento: “La renuncia a la familia caracteriza el ethos de los carismáticos itinerantes del cristianismo primitivo... habían abandonado no solo su casa y sus tierras, sino también a su familia. La ruptura con la familia incluía la ausencia de la piedad familiar: al padre no hay que enterrarlo. Otros hacían que el padre, que aún vivía, se siguiera encargando del trabajo... se entiende por qué el profeta del cristianismo primitivo no era muy bien visto en su población de origen... donde habitaban sus familiares abandonados”.
En el tránsito entre el movimiento de Jesús y el cristianismo urbano grecorromano, Pablo tampoco fue muy partidario que digamos de la vida familiar. En un momento en el que la venida de Cristo parecía inminente, el matrimonio (aunque lo compare con la unión Cristo-Iglesia), a lo sumo, era un mal necesario.
No es sino hasta que los cristianos empezaron a tomar conciencia de que la parusía no ocurriría tan pronto como creyó la primera generación, que el carácter contestatario de sus valores familiares se atenuó y, en los códigos domésticos de las cartas pastorales (pseudoepigráficas), adaptaron el modelo del pater familias, para perfilar el “patriarcalismo del amor” del hogar cristiano. Un ejemplo de esa asombrosa capacidad de adaptación sin la que, por cierto, el cristianismo no hubiera podido sortear las edades y de la que muy bien harían en tomar nota los cristianos que quieran serlo en el siglo XXI.