No creo en el destino, pero detrás de los grandes momentos de mi vida siempre hubo un balón de futbol. Si les gustan las historias de dificultades, esfuerzos y contratiempos, la mía los entretendrá.
Nací hace 21 años, en Puntarenas, un 24 de enero de 1975 a las 2 a.m. Doña Francisca Gómez, mi mamá, completó conmigo "el equipo" familiar. Me antecedieron: José, Víctor, Miguel, Orlando, Wálter, Pedro, Dennis, Maritza, Xinia, Lorena y Sandra.
A pesar de ser chuchequero, me considero guanacasteco. ¡Cómo olvidar a Pilas de Canjel, el pueblito donde di mis primeros pasos.
De mi infancia rescato mi primer día de escuela, cuando tenía 6 años. ¡Cómo olvidarlo! Esa mañana, mamá me puso un pantaloncito corto azul y una camisa blanca. ¿Los zapatos? Los conocí hasta que cumplí 12 años.
"Cuidadito rompe la camisa y el pantalón. Vea que le tienen que durar todo el año", me advirtió.
Mamá me llevó a la escuela Billo Zeledón, en Pilas de Canjel. Yo era bajito y flaco. Me apodaban Pinino.
Mi maestra, doña Melita Marchena Marchena, se empeñó en hacer de aquellos 14 güilas que completábamos el grupo unos estudiantes ejemplares. No sé si lo consiguió con los otros, porque a mí lo que me apasionaba de la escuela eran los recreos.
Recreos y mejengas
En la plaza de enfrente, recreo a recreo, ¡se armaba cada mejengón! Mamá me "aporriaba" al llegar a casa. Tenía razón.
"Rónald, ya no sé que hacer con vos. Un día vas a ir chingo a la escuela, porque con tanta muliadera ese pantalón y esa camisa no llegarán a fin de año", me repetía a diario.
Mi pasión por el futbol me costó muchas chililladas. Pero nunca lo dejé. Al contrario, cada día se me metía más en la sangre. Recuerdo que igual jugaba con chiquillos de mi edad o con los grandulones de quinto y sexto.
El que ha jugado futbol descalzo sabe a lo que se expone. Perdí las uñas de los dedos gordos varias veces, al pifiar un balón o darle a una piedra o a la raíz de un árbol; me estaqué con clavos y vidrios. Pero nunca aflojé...
La recompensa vino rápido. Cuando estaba en segundo grado me seleccionaron para participar en las eliminatorias de un campeonato interescolar.
A esa edad, mi pegada con la izquierda empezó a granjearse el respeto de los niños que atajaban en Pilas de Canjel. Y eso que le daba "a pata pelada", con bolas de cuero cocidas, que cuando se mojaban son duras como una piedra.
Lejos de alegrarse con mi bautizo en el futbol competitivo, mamá se puso más brava. Y es que a doña Francisca no le gustó que la pantaloneta del equipo fuera el mismo pantalón azul de la escuela. ¡Y esas chililladas!
Recuerdo que jugamos las eliminatorias en Nandayure, Guanacaste. Campeonizamos y en el pueblo nos recibieron como héroes. Yo me di cuenta que Dios me había bendecido la pierna izquierda pues, en un tiro libre, rematé con todo y la pelota se estrelló en el poste... levanté el marco, que era de esos pequeños, de tubo, que se pueden movilizar a cualquier parte.
Primero el futbol
Otra anécdota que ancló en mi memoria es la de la Primera Comunión. Tenía ocho años y me fui solo para la ceremonia. En esa época no se acostumbraba, por lo menos en mi pueblo, que los padres lo acompañaran a uno.
Camino a la iglesia, junto a varios amigos, nos detuvimos a ver una mejenga. El partido estaba malísimo y un compa gritó: "Reto, reto...". Nos tomaron la palabra y nos enfrascamos en un partido que terminó entrada la noche.
¿Cuál Primera Comunión? Sí, por supuesto, otra soberana chilillada. Hice la Primera dos años después... del brazo de mi mamá.
Cuando salí de la escuela le propuse a mamá que me dejara ir a Puntarenas, esperanzado en jugar con un equipo de allí. Yo estaba en la tercera del pueblo y aún jugaba descalzo. Hice el viaje, me acomodé en casa de tío Licho Gómez. Recuerdo que llegué con mis cosas en una bolsita de plástico.
La vida era dura. Vendía empanadas en los buses; cubría la ruta a Barranca centro y después me colaba en los buses hasta El Roble.
Alterné la venta de empanadas con el futbol; milité en un equipo de tercera cuyo nombre no recuerdo. Estuve un año en eso; después regresé a Pilas de Canjel y me fui a cortar arroz con mamá.
Trabajábamos de 7 de la mañana a las 2:30 de la tarde. Comíamos arroz, frijoles y algo más... Luego me fui como peón a un piñal en Buenos Aires de Puntarenas. Duré poco en ese trabajo porque mi hermano Orlando compró una pulpería y me pidió que se la administrara, siempre y cuando entrara al colegio.
No duré como pulpero. Descuidé el colegio, pues siempre me la pasaba jugando futbol. Ya para entonces andaba calzado. Recuerdo que gasté cuatro pares de zapatos, pues todos se destaparon en las mejengas.
Frijol a la espalda
Mi cuarto trabajo me deparó el físico que tengo. De regreso a Pilas de Canjel trabajé sembrando frijol en Cerro Azul. Había que espaldear sacos por una pendiente. Eran días muy duros, la cosa no era jugando pero empecé a darme cuenta de los cambios que se producían en mi cuerpo.
Dejé Pilas de Canjel de nuevo y recalé en San Antonio del Tejar, en Alajuela, en casa de una de mis hermanas. Tenía 14 años y para no ser carga en la familia me alisté como cogedor de café en la finca Brasilia.
Era flojito. Apenas cogía tres cajuelas por día. El trabajo no me sentaba y poco después me conseguí otra chambita, ahora como zapatero.
Un día me enteré de que estaban haciendo pruebas en el Estadio Nacional para integrar la Selección Infantil. Me llené de valor y fui a las prácticas, dirigidas por Juan Blanco.
Temblaba como un conejo, porque en la práctica había montones de carajillos con uniformes de equipos que yo siempre había escuchado, pero hasta entonces no había visto: Saprissa, Alajuelense, Cartaginés, Herediano...
Yo, humildemente, vestía una pantaloneta blanca y una camisa de rayas amarillas, prestada, por supuesto. Mis uniformes, y si no me creen pregúntenle a doña Francisca, siempre fueron los mismos de la escuela.
Ese día conocí a Alejandro Sequeira, Tray Bennett, Luis Antonio Marín, Reynaldo Parks y Hárold Wallace. Quedé preseleccionado y me hablaron de sacarme un pasaporte. Decía sí a todo y por eso casi me muero del susto cuando me hablaron de que el pasaporte era para viajar a Venezuela.
¡Se imaginan! Yo montado en un avión. ¡Si ni siquiera había visto uno en mi vida! Tuvieron que subirme a la fuerza.
De la Infantil pasé a la Juvenil, dirigida por Juan Luis Hernández. Allí me conoció Héctor Pichón Nuñez, el técnico de la Mayor, que fracasó en su intento de clasificar a Estados Unidos 94.
Don Héctor me llevó a entrenar con el grupo, pero no jugué. Tenía 16 años. Esa convocatoria me sirvió para integrar las reservas de la Liga, donde recibí mi primer sueldo de ¢3.000 al mes.
Como era tan poquito, los jerarcas manudos me prometieron aumentarlo a ¢10.000, siempre y cuando me encargara de la limpieza de las oficinas del estadio Alejandro Morera Soto.
¡Ganaba más vendiendo empanadas, pero ni modo!
A punta de goles me fui abriendo paso y la Liga me prestó a Carmelita. Anoté 12 goles y ello bastó para ganarme un cupo en Alajuelense.
Vi coronado el doble sueño de campeón y goleador en la campaña 1995-1996. El resto de la historia, que desembocó con mi paso al Sporting de Gijón, ustedes ya la conocen.