En 1949, el entonces presidente José Figueres Ferrer presentó un plan para asfaltar el derecho de vía del Ferrocarril Eléctrico al Pacífico y construir la carretera Interamericana. El mandatario argumentaba que el tren generaba pérdidas, por lo que no tenía sentido invertir en ese transporte, que de todas formas se iba a ver afectado por la competencia de la nueva autopista.
La propuesta no se ejecutó; sin embargo, en el último medio siglo el país se inclinó por el asfalto y abandonó los rieles.
Por cada ¢100 invertidos en carreteras se han destinado ¢1,86 al tren, en promedio.
Así, de los más de 1.000 kilómetros de línea férrea que operaban en los años setenta, hoy solamente se mantienen habilitados 283. Por el contrario, la extensión de las carreteras creció de 16.000 kilómetros en los años sesenta a más de 43.000, actualmente.
Como resultado, en ese lapso la cantidad de vehículos por kilómetro de calle pasó de 2,5 a 31, con una flotilla que hoy supera los 1,3 millones de unidades.
En desventaja. La inclinación del gobierno por el medio carretero se vio influenciada por el apoyo financiero internacional. Por ejemplo, entre 1961 y 1990, se aprobaron siete empréstitos con el Banco Mundial por $218,5 millones, para obras viales. Según consta en los archivos de ese organismo, algunos de esos créditos exigían la reducción de los servicios ferroviarios y personal para bajar los gastos.
Esta preferencia por el asfalto, molestaba a las autoridades ferroviarias que atribuían al gobierno el promover la competencia desleal. Mientras los transportistas por carretera no tienen que invertir en infraestructura para dar su servicio, ya que el Estado se encarga de construir y mantener las vías, al tren se le exigía financiarse con los servicios que prestaba.
“Se solicitó al Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) incluir en el presupuesto el mantenimiento de vías férreas, de manera que se coloque a los ferrocarriles en igualdad de condiciones desde un punto de vista competitivo con la carretera”, se lee en un acta del Ferrocarril de Costa Rica, de 1982.
Sin embargo las peticiones no fueron escuchadas: el Estado siempre vio al ferrocarril como una empresa y no como una institución encargada de brindar un servicio público. Por este motivo, se esperaba que su operación generara los ingresos suficientes para cubrir sus gastos sin depender de las transferencias del Ejecutivo.
Óscar Brenes, ingeniero ferroviario, explicó que los sistemas de trenes requieren ayuda estatal porque no son superavitarios, en especial los de pasajeros. Ese apoyo puede ser con subsidios, aportes directos, inversiones o tarifas compuestas.
“Puede ser deficitario, pero hay menos contaminación y menos congestión vial. Son elementos intangibles que se le suman al tren. Por eso el Estado debe mantenerlo y facilitar el transporte de pasajeros”, dijo Guillermo Ruiz, expresidente del Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer).
En la actualidad, el Incofer depende de las transferencias del Estado y de los recursos propios que genera. Sin embargo, en el 2016 los aportes del gobierno representaron solo el 0,5% de lo que recibió el MOPT.