Recife, Brasil. Basta. Por favor, basta. Un cuerpo no puede aguantar tantas emociones.
Estas líneas todavía se escriben con demasiado nerviosismo. El corazón aún sigue en la mano. La respiración apenas está regresando. Y se necesitará más de una noche para apaciguar tales sensaciones. Muchas seguramente; todas las que dure esta vida, quizás.
Es que con solo recordar a Michael Umaña corriendo hacia la esquina con las lágrimas incontrolables, los abrazos desmedidos y las carcajadas histéricas de todo un país sobre sus espaldas, el pulso se vuelve a acelerar.
Por Dios, ¡estamos entre la élite del fútbol mundial! ¡Estamos entre los ocho mejores equipos del planeta! Aquí no está Italia, no está España, no está Portugal. ¿Cuántas de sus figuras darían sus millones por estar en la posición de este humilde país al que alguna vez seguramente confundieron con Puerto Rico?
No obstante, la garra no se compra. El sacrificio ni el trabajo tampoco. Costa Rica será un país pequeño en el globo terráqueo, pero enorme en todo lo demás.
Lo de ayer en la Arena Pernambuco es histórico, es inspirador. Un puñado de hombres le enseñaron a todos que no hay que bajar los brazos sin importar la adversidad.
Nunca lo hizo Celso Borges, nunca lo hizo Giancarlo González y principalmente nunca lo hizo Keylor Navas, quien los alzó una última vez para tapar el penal de Theifanis Gekas. Monstruos todos. Héroes. Ellos y los otros 20 que conforman este espléndido plantel que tiene a todos delirando.
Descanso. Róger Flores, Hernán Medford, Mauricio Montero, Juan Cayasso..., pueden descansar. La leyenda cambió de mano. El país no los olvidará, pero llegó el momento de abrirle campo a una nueva generación que asegura no tener techo y por ahora, no se puede hacer otra cosa más que creerles.
Se sabía que el partido contra Grecia sería complicado, pero lo de ayer fue increíble, inhumano. Por eso tiene tanto valor que sean los ticos los que terminaran de pie. Que sean los que vayan a medirse el sábado ante Holanda por un boleto a la semifinal del Mundial. ¿Lo entienden bien? Porque desde Brasil todavía cuesta digerirlo.
Los helénicos nos expusieron a un cúmulo de instantes histriónicos: uno extremadamente feliz con el gol de Bryan Ruiz, uno demasiado frustrante con la expulsión de Óscar Duarte y uno ultradoloroso con la anotación en el último suspiro de Sokratis Papastathopoulos. Qué daga. Vaya que llegó hasta lo más profundo del alma.
Y luego, la angustia... 30 minutos de sufrimiento, de ver el reloj, de rezar. Pero por todo, gracias Selección, porque el éxtasis posterior a los penales es incomparable.