En la casa Granados Maroto la jornada empieza con un rosario. Acto seguido, antes del café, se prende la radio. Así transcurrirá el día, entre programas deportivos, periódicos, telenoticiarios... Religión, familia y fútbol, siempre en ese orden.
Para cuando Esteban llame a casa la mamá le preguntará por el entrenamiento del día y le relatará un sesudo resumen de lo que se comenta de él y de sus compañeros.
Si no fuera porque el centro de ese hogar es Dios y la familia, lo sería el propio fútbol, tan presente en las paredes y esquinas como las estampas del Niño Jesús. Así ha sido por generaciones y así seguirá.
Para Esteban las cenas familiares son charlas técnicas. No falta consejo en el seno de una familia conformada por un papá entrenador, una mamá exfutbolista y un hermano mayor que también tuvo su paso por el balompié criollo.
“El papá es de ir al estadio y desde el camino le viene comentando que hizo bien o mal. Yo veo el partido en la casa y cuando llega le comentó lo que dijeron en la tele y si hizo algo mal se lo hago saber. También Michael, cuando lo ve, le comenta... En Costa Rica todos son técnicos, pero con nosotros es especial”, cuenta Martiza Maroto, una orgullosa y amable madre cartaginesa a quien el fútbol le apasionaba desde mucho antes de que su hijo despuntara en el Cartaginés.
A don Elí Granados la edad y una enfermedad lo alejaron de los dolores de cabeza que significa entrenar a un equipo de fútbol. Casi toda su vida la dedicó a enseñar en las canchas, especialmente con ese Torentino que todos conocen y quieren en Quircot y Taras.
En ese equipito, cuenta Robert Serrano, vecino y amigo de siempre, se formó la disciplina y carácter de Esteban. El entrenador era duro con todos, pero en particular lo era con su hijo, de quien se valía para que fuera líder en la cancha.
Mucho antes, porque la historia de futbolista de Óscar Esteban inició desde antes de ser concebido, Elí había llevado a un equipo de muchachas a salir subcampeón nacional. La defensa central era Martiza, quien se entendía de maravilla con las cuatro hermanas que saturaban de Marotos la alineación.
El buen y el mal ejemplo. Hijo de futbolistas nace para patear un balón; pero a Michael, el hermano mayor, el bicho del fútbol lo picó hasta que era ya un adolescente.
En cambio, a Esteban le encantó recibir un balón y unos tacos en su primera navidad; casi todo en su vida fue correr tras la pelota.
Michael ama a su hermano y disfruta su carera. Esteban representa el profesionalismo que su hermano y papá no tuvieron cuando el fútbol les tocó la puerta.
“Todo mundo decía que a mi me hubiera ido muy bien pero tomé el camino que no tenía que haber tomado. Me dejé llevar por el trago y no aproveché. Por dicha Esteban aprendió de los problemas que yo tuve con mis papás y yo a él nunca lo he visto agarrar un trago ni fumar. Es muy tranquilo”, narra con tranquilidad Michael.
El hermano mayor también estuvo en Cartaginés, pero los vicios no lo dejaron debutar en el primer equipo. En Pérez Zeledón no pasó de la banca y tuvo que ir a Osa, en la Segunda División, para ascender y finalmente llegar a jugar como futbolista profesional. Una carrera que no duró.
Así se formó el carácter y los valores del incansable volante que hoy corre con la camisa del Herediano puesta. Con dos padres estrictos, uno en la cancha y otra en la vida, el esbelto muchacho se armó de valores y reconoció desde joven que en esta vida todo lo valioso se adquiere con entrega y diciplina.
Su esfuerzo no se limita al fútbol. Óscar Esteban es uno de esos extraños casos de futbolistas que nunca falló en la escuela ni en el colegio y que halló la fórmula para balancear pasión con responsabilidad. Ahora espera que el trabajo y la obligación le den un respiro para sacar las pocas materias que le faltan para graduarse de Criminología.
Al Mundial va con una sonrisa enorme y un pequeño pesar: mientras esté allá, viviendo el sueño que por generaciones su familia futbolera anheló conquistar, le tocará extrañar a Dariella, esa bebe que concibió junto a Fiorella Alvarado y quien, desde hace ocho meses, se convirtió en la luz de su vida.
Es la carga del deportista: perderse ratitos de vida por entregarse a una profesión que exige concentraciones y giras.
Ya la vivió, pues mientras Darilla nacía, en setiembre, él estaba concentrado con la Sele y apenas contó con dos horas para conocerla entre lágrimas de felicidad.