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El televisor del fondo del bar iba cuatro segundos adelante. Cada aprieto y cada ‘ole’ lo gritaban antes, los muy aguafiestas.
Eran solo cuatro segundos. Debería de ser insignificante una diferencia de cuatro segundos en un juego que podría acabar con una racha ácida de casi 73 años.
Pero cuatro segundos eran demasiado al final del partido, a la hora de los fusilamientos, con el vértigo de los penales atravesado en cada cuello cartago. Por ejemplo, unos verían el festejo herediano en el mismo instante en que otros aún creían en el milagro.
Todo ocurría en el mismo bar donde desde las 8 de la noche unos cartagineses celebraban felices un trofeo que creían seguro, convirtiendo el lema de “vive, vive” en una suerte de “bebe, bebe”. No querían recibir a secas un campeonato que seis meses atrás nadie habría imaginado siquiera posible.
Ahora estaban aquí listos para celebrar lo imposible, en un bar a 25 metros de las boleterías del estadio Fello Meza, donde casi 9.000 personas morían también por un partido que se jugaba lejos. Esta es la afición cartaga, capaz de llenar un estadio donde su equipo no está.
Es la misma afición que el sábado llenó el bar La Cartaginesa hasta hacer al dueño poner un tele más y 150 cajas de cerveza. Ese era el tele adelantado, el que anunció primero cada cielo y cada infierno que el equipo cartaginés tocó durante las dos horas del partido. O tres horas, hasta llegar a los malditos penales.
Ese fue el tele que primero pinchó el globo anímico de los cartagos al anunciar un penal con expulsión y con gol. Todo en una misma jugada que coronó Víctor Núñez, el Mambo mal querido (se oye un insulto racista desde la barra). Fue todo un cambio de ritmo para quienes casi sentían los movimientos del Irazú moviendo sus faldas para bailar el ballet azul.
Todo se complicó en un solo minuto en Heredia, lejos de esta ciudad cartaga tan cartaga, tan llena de globos rojiazules en las casas, tan lista para una fiesta histórica que iba más allá del futbol. Era la posibilidad de acabar con un siglo de casi 73 años y de atomizar la palabra “maldición”, tan áspera para los oídos de los cartagos devotos y tan charlatana para los que se explican el futbol con solo futbol.
Este era el principio de lo que temía Julián cuando entró al orinal a solo minutos de comenzar el partido. Se sostenía en la pared del frente mientras drenaba su festejo de toda la tarde. “Hoy se nos hace, primero Dios. Si no, esto es una catástrofe”, dijo a este desconocido.
Afuera: el estadio repleto donde la mascota del equipo, un manigordo devastado, bailaba el Gangnam Style con pasos de momia; daba la idea de que en verdad alguien había desenterrado al muñeco mítico.
Niños vestidos de superhéroes, abuelas con bufanda orgullosas de los valores cartagos y tres carros improvisados como funerarias con un ataúd rojiamarillo, sin muerto seguro. Las aceras desenrolladas sin pudor a las 8 de la noche.
Había un hospital en alerta, planetas alineados en el cielo y mil señales paranormales de que esta era la noche en que Cartago no iba a sufrir (tanto). Una noche excepcional esperaban quienes no sabían que el presidente del Cartaginés ya había cometido el pecado de tocar el trofeo antes de ganarlo.
Dentro del bar había una muchedumbre de jóvenes dispuestos a sufrir lo necesario. Un saprissista y dos manudos. Camisetas azules, oficiales y del Barça; de Italia (¡forza Cartago!) o de Argentina.
Un hombre llevaba una con La Negrita estampada en el pecho y un muchacho exhibía el uniforme de “Borden” con el que Cartaginés celebró un campeonato por última vez (en Segunda División, 1983). Había sudor y ansias; licor y fiesta.
Había también un hombre solo con sus audífonos. Las manos en las bolsas. Su cara era el museo del estrés. Estaba enchaquetado, sudoroso e inmóvil; parpadeaba con fuerza cada vez que Heredia amenazaba el marco de Luis Torres.
“Toooorres, Toooorres”, cantaban todos mientras él solo veía el televisor sin escuchar los gritos precoces venidos del fondo del bar.
Solo se inmutó cuando llegó Maradona . Así le dicen a un hombre idéntico al astro argentino que entró a vender pulseritas fosforescentes y a tomarse un whisky como quien se dispara en la sien. Maradona no es cartago; es un josefino que pasó 19 años en la cárcel por homicidio y que en febrero del 2011 se declaraba ratero de profesión. Pero hoy iba con Cartaguito como tantos otros fuera de la provincia.
El primer tiempo acabó como manda el manual: sufriendo. El hombre de los audífonos se fue derrotado sin beber ni una gota.
Café con queque. Afuera, en la esquina del estadio, un Tercel abría su joroba para que los dueños vendieran café con queque en el descanso del partido. Esto es Cartago. Café con queque a las 9 de la noche, el menú de los trasnochadores.
Desde aquí las montañas del Irazú de veían abrumadas. Nada estaba tan claro en el cielo ni en el ánimo cartago. Las porras eran casi clamores, al estilo de las tribus para llamar la lluvia.
Pero llegó el segundo gol florense y con él, el silencio. Solo se oyó la voz ausente de Pilo Obando, un cartago insigne, cantando un gol ajeno como quien canta un bingo. “Tenía que ser Pilo el que nos contara esta mierda”, dijo un joven medio ebrio en la entrada del bar.
Los cartagos estaban hundidos, enmudecidos temiendo que cayera el tercero y hubiera que poner fin a las fiestas que montaron desde hace una semana.
Óscar, un joven pelón y robusto, estaba abatido recibiendo abrazos fúnebres y cervezas paliativas, tantas como para acabar de emborracharse y volver entonces a gritar desde el entusiasmo irracional.
Una mujer lo abrazaba por la espalda, subida en una caja de cerveza para ver el televisor que confirmaba lo que se escuchaba en el otro. A su lado, un flaco alto al que llaman Pluma rompió el silencio para explicarlo todo: “Suframos, que si no sufrimos no somos cartagos”.
Óscar recuperó aire y comenzó a gritar a quien fuera. (“Ciégalos, Tencha, ciégalos” y “agarrales las patas, Fello”).
Así acabaron los 90 minutos y llegó el tiempo extra. Y el tercer gol herediano. Lo cantaron los del fondo y el resto tuvo cuatro segundos para quitar la cara y no ver la “catástrofe”, como dijo Julián.
Después siguieron viendo el tele con cara piadosa, con las cejas caídas de un feligrés pidiendo misericordia a Dios.
Óscar vociferaba contra la “maldición culpa del padre Mínor” y contra “el gato negro de los Villanueva”. Alguien tenía que ser culpable de este desplome. El TLC, el gringo Patey y el Team ...
Y de repente, un meteorito de felicidad. En el fondo se desgalillaron con un gol que cuatro segundos depués se vio clarito. Era el éxtasis de desconocidos abrazándose y de bailarines de barra improvisados.
“Papi, por fin campeones”, le dijo un adolescente descamisado y lloroso a su papá, que se tapaba la boca para evitar que se le saliera el corazón. Era el el 1-3 para empatar la serie. Era el pase a la ruleta rusa de los penales, al juego ese en que se dispara sin saber quién morirá. A la mano de Dios.
Era sufrir demasiado, ¡pero cuánto es demasiado para una afición que ha convertido el sufrimiento en su pan diario!
Nada era demasiado. Nada iba a ser catástrofe para una feligresía que, la verdad, igual llevaba una semana de fiesta.
Por eso nadie murió cuando el tele del fondo avisó que en cuatro segundos veríamos a Heredia celebrar algo que sí era cierto.
Sufrieron, pero no demasiado porque han sufrido por años. Y celebraron, aunque no tanto porque ya llevaban una semana celebrando lo posible.
Media hora después, el ritmo fiestero de Jugo’e piña retumbaba en el centro de la ciudad sobre las paredes de Las Ruinas. Era medianoche en Cartago.