Aquel país tenía una plaga: un dictador que llevaba 37 años devorando el manjar del poder.
Su apetito político no tenía límite: engullía cuanto queso de mando, aceituna de poderío, bollo de dominio, turrón de omnipotencia y vino de arbitrariedad encontrara en la alacena del control y la represión.
Para ello contaba con la complicidad de varios sectores que rendían culto a su persona y que algo pellizcaban de tales manjares: conservadurismo, nacionalismo y catolicismo.
Como si fuera poco creó la policía secreta conocida como Brigada de Investigación Social (BSI).
Era un pueblo en donde las sospechas, intrigas, suspicacias, desconfianzas, presunciones, conspiraciones, tramas, secretismos y acusaciones estaban a la orden del día.
También la mentira, el engaño, la calumnia, el embuste y la patraña. Y eso que el dictador se llamaba Franco.
Afortunadamente para este país un día llegó un “músico” holandés, no uno que hechizaba con una flauta sino uno que encantaba e ilusionaba con el ritmo y la armonía con que conducía un balón de cuero.
Se llamaba Johan Cruyff, máximo exponente del fútbol total que sorprendió y deslumbró al planeta en el Campeonato Mundial de Fútbol de Alemania 1974. No en vano ganó en tres ocasiones el Balón de Oro.
El “tulipán de oro” o el “holandés volador”, como se le llamaba, llegó en 1973 a España, procedente del Ajax de Holanda y fichó con el FC Barcelona por $12.000 mensuales.
Cruyff hizo posible —en la temporada 1973-1974— que los blaugranas celebraran de nuevo un título que no ganaban desde hacía 14 años.
Goleada inolvidable. Es memorable el partido en que el músico del balompié derrochó sus acordes y cadencia sobre el césped para que el Barca goleara 5-0 a su archirival, el Real Madrid, el 17 de febrero de 1974 en el estadio Santiago Bernabeu.
Los merengues no solo eran el enemigo número uno del FC Barcelona, sino también el equipo que contaba con la simpatía de Francisco Franco Bahamonde, cuyo régimen llegó hasta el día de su muerte: 20 de noviembre de 1975.
El futbolista de Hamelin —quien murió de cáncer de pulmón— no exterminó la plaga, pero sí llevó alegría a un país sediento de gozo.