Humilde. Afable. Carismático. Silencioso. Sensible. Humano. Todo simpatía. Un héroe tímido, de espíritu acogedor, de altivez ausente.
Las notas periodísticas que dan cuenta de la quinta y última visita al país de Edson Arantes do Nascimento, Pelé, en 1997, son generosas en adjetivos.
Tras la necesidad informativa late una voluntad de aterrizar al mito, al Rey del Fútbol, el más grande de todos los tiempos –dicen algunos–, el tres veces campeón mundial (1958, 1962 y 1970).
“Yo encuentro que no soy una leyenda ni un dios. Soy alguien completamente normal”, dijo a los medios costarricenses en 1997.
¿Puede ser como nosotros? ¿Puede despistar el aura de grandeza que lo persigue desde siempre y tomar un desvío para mezclarse con quienes lo admiran?
Aquel mediodía del 14 de febrero, Pelé bajó del avión y enseguida activó una demencial maquinaria que le siguió los pasos durante las 53 horas que permaneció en suelo tico.
Veinte años después de su retiro oficial, en aquella ocasión llegó enfundado en traje entero y calzado formal, la indumentaria de rigor para su puesto de ministro extraordinario de Deportes de Brasil.
Invitado por el expresidente José María Figueres, la visita de Pelé transcurrió al compás de compromisos oficiales, atención a los medios y algunas incursiones en actividades masivas, como la ceremonia de clausura de los XIX Juegos Deportivos Nacionales, en Desamparados.
Su misión política era clara y se cumplió: firmó un acuerdo de cooperación deportiva entre Brasil y Costa Rica, impulsó la candidatura de Río de Janeiro como sede de los Juegos Olímpicos del 2004 –a la postre realizados en Atenas, Grecia– y promovió las bondades del programa Juventud Solidaria, que, según sus palabras, redujo del 80% al 4% la delincuencia en algunas favelas.
Las multitudes nunca lo abrumaron. Cada vez que pudo, rompió el protocolo para saludar a sus seguidores y firmar autógrafos.
Durante las actividades de la primera jornada, conoció en Casa Presidencial al adolescente José Emilio Lacayo, quien desde 1990, con nueve años, alimentó una obsesión por Pelé que lo llevó a enviarle cartas periódicamente; incluso, recibió respuesta a tres de ellas. Aunque remitidas por representantes, adjuntas llevaban tarjetas con la firma del Rey.
Es imposible hallar en la cobertura de su último paso por el país una muestra de mezquindad, ni un arrebato de narcisismo. Ante el público, o Rei hipnotizó con sus habilidades retóricas.
“No estoy aquí como representante del gobierno de Brasil o ministro extraordinario de Deportes. Soy un ser humano, igual a los que están aquí, que ama el deporte y a todo el mundo”, aseguró.
Trotamundos
Las primeras visitas de Pelé al país datan de 1959 –un año después de coronarse campeón en el Mundial de Suecia–, 1961 y, en dos ocasiones, en 1972.
En aquellos años era la figura indiscutible del Santos, cuyos jugadores eran una especie de globetrotters antes de la era globalizada.
En la plenitud de su carrera, más activo y voraz que nunca, enfrentó al Saprissa y a la Selección Nacional, en 1959; de nuevo a los morados y al Herediano, en 1961, y en 1972 cerró su historial contra los tibaseños, en dos juegos separados 16 días entre sí.
Los santistas no conocieron la derrota en ninguno de los seis encuentros disputados en Costa Rica. A lo sumo, el Saprissa logró arañar un “glorioso empate” 1-1 en el primer juego de 1972, ante 20.873 aficionados que se congregaron en el antiguo Estadio Nacional.
La versión más recordada de Pelé se remonta, precisamente, a los comienzos de la década del 70. Con 16 años, la periodista costarricense Isabel Ovares presenció la final de la Copa del Mundo de México 1970, entre Italia y Brasil, desde una butaca del emblemático Estadio Azteca.
De la actuación de Pelé en aquel juego, Ovares hoy recuerda “cómo se suspendía en el aire y sobrepasaba a sus rivales; así anotó de cabeza, desde lo alto, el primer gol de la final”.
Las imágenes de aquella anotación parecen vibrar, con el hormiguero de la afición como telón de fondo: Rivelino cuelga un centro teledirigido al borde del área chica y Pelé escala el aire, llega a la cima y martilla al poste izquierdo del portero.
Ovares destaca “el trabajo en equipo, sin egoísmos” del 10. “Ese último gol que todos disfrutamos de pie: la bola la tocaron los 11 de Brasil. Llegó a las piernas de Pelé y, sin mirar, se la dio a Carlos Alberto, que venía incontenible hacia el marco”.
En ese gol está cifrada la verdadera generosidad del Rey, una virtud más allá de la palabra escrita de los periodistas, más allá de los reflectores, quizá solo entendible dentro del terreno de juego: la elocuencia de un pie derecho dispuesto a servirle la gloria a alguien más.