Hace cuatro años, algunos observamos con una mezcla de incredulidad y horror cómo discusiones de élite sobre política económica se descarrilaron completamente. Durante el transcurso de apenas unos pocos meses, personas influyentes de todo el mundo occidental se convencieron ellas mismas y se convencieron entre sí de que los déficits presupuestarios eran una amenaza existencial, que superaba cualesquiera y todas las preocupaciones respecto al desempleo masivo. El resultado fue un giro hacia la austeridad fiscal que profundizó y prolongó la crisis económica, que infligió inmenso sufrimiento.
Y eso está sucediendo de nuevo en este momento. De manera inesperada, parece que todas las personas serias se están diciendo unas a otras que, pese al alto desempleo, difícilmente hay “distensión” en los mercados laborales –como se evidencia por un supuesto aumento rápido en los salarios— y que será necesario que la Reserva Federal empiece muy pronto a elevar las tasas de interés para cortar el paso al peligro de inflación.
Para ser justos, quienes defienden el presupuesto ajustado son más considerados y menos abiertamente políticos que los defensores a ultranza de la austeridad, los impulsores del último giro equivocado en políticas. Pero el consejo que están dando puede resultar igual de destructivo. Está bien, pero, ¿de dónde viene esto?
El punto de arranque para este giro en la opinión de la élite es la afirmación de que los salarios, después de un estancamiento de años, han comenzado a aumentar rápidamente. Y es cierto que una medida popular de los salarios en verdad se ha empezado a recuperar, con un brinco particularmente alto el mes pasado.
Pero ese salto probablemente consiste en una ilusión estadística relacionada con la nieve. Como economistas de Goldman Sachs han hecho notar, los salarios promedio por lo general aumentan cuando el clima es malo, no porque en verdad aumenten los salarios de algunas personas, sino porque los trabajadores inactivos, debido a la nieve y las tormentas, tienden a tener salarios más bajos que aquellos que no son afectados.
Aparte de eso, tenemos múltiples medidas de los salarios y solamente una de ellas está mostrando un repunte notable. Dista mucho de estar claro si la supuesta aceleración en los salarios siquiera está ocurriendo.
Salarios y precios
Bueno, ¿y qué hay de malo en que los salarios aumenten? En el pasado, los aumentos en los sueldos de alrededor de un 4% por año –más del doble de la tasa actual— han sido consistentes con inflación baja. Y hay un muy buen argumento para subir la meta de inflación de la Reserva Federal, lo que significaría buscar un aumento más rápido de los salarios, a digamos 5% o 6% al año. ¿Por qué? Debido a que incluso el Fondo Monetario Internacional advierte ahora contra los peligros de una inflación demasiado baja, que pone a una economía en riesgo de caer en lo que sucedió a la japonesa: atrapada en estancamiento económico y con una deuda insoluble.
Por encima de todo, entonces, si bien es posible argumentar que se está acabando la distensión laboral, también es posible argumentar lo opuesto, y de cualquier forma lo prudente seguramente sería esperar: esperar a que haya evidencia sólida de sueldos crecientes, después esperar más hasta que el crecimiento salarial llegue al menos a los niveles anteriores a la crisis y, preferiblemente, más altos.
Sin embargo, por algún motivo, hay creciente porfía de peticiones para que no esperemos, para que nos dispongamos a aumentar las tasas de interés de inmediato o al menos muy pronto. ¿De qué se trata? Parte de la respuesta, sugeriría, es que para algunas personas siempre estamos en 1979. Es decir, están en vigilancia eterna contra el peligro de una desbocada espiral de salarios y precios, y de alguna forma no han notado que nada por el estilo ha sucedido durante décadas. Tal vez se trata de un asunto generacional. Tal vez se debe a que una crisis al estilo de las de la década de 1970 calza con sus prejuicios ideológicos, pero la amenaza fantasma de estanflación todavía tiene influencia desproporcionada sobre el debate económico.
Después viene el “sadomonetarismo”: la idea, demasiado común en los círculos bancarios, de que causar dolor es ipso facto bueno. Hay algunas personas e instituciones –por ejemplo el Banco de Pagos Internacionales con sede en Basilea, Suiza– que siempre quieren ver las tasas de interés en ascenso. La lógica que aplican siempre cambia –se trata del precio de las materias primas; ahora es la estabilidad financiera; no, tiene que ver con los salarios— pero la política recomendada es siempre la misma.
Finalmente, aunque el debate monetario actual no es tan abiertamente político como el debate fiscal anterior, es difícil escapar a la sospecha de que los intereses clasistas tienen un papel estelar. Un buen número de comentaristas parece extrañamente molesto con la idea de que los trabajadores reciban aumentos, en particular mientras los réditos de los tenedores de bonos se mantienen bajos. Es casi como si se identificaran con la clase inversionista y se sintieran incómodos con cualquier cosa que nos acerque al empleo completo y que, por lo tanto, dé a los trabajadores más poder de negociación.
Cualesquiera que sean los motivos subyacentes, socar los tornillos monetarios prematuramente sería una idea muy, pero muy mala. Estamos saliendo lenta y dolorosamente del peor desplome desde la Gran Depresión. No se necesitaría mucho para abortar la recuperación y, si eso sucediera, sería casi seguro que nos “japonizáramos”, que nos quedáramos metidos en un atascadero que podría durar décadas.
¿Está en verdad despegando el aumento en los salarios? Eso dista mucho de estar claro. Pero si lo está, tenemos que ver los sueldos al alza como un acontecimiento que debemos alentar y promover, no como una amenaza que se debe aplastar con restricciones monetarias. Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía del 2008.