San Salvador. El Salvador lleva heridas de guerra, algunas entreabiertas y otras muy frescas.
El país más pequeño de Centroamérica está a 970 km de Costa Rica –50 minutos en avión– y es uno de los más violentos del mundo . Solo en el 2015 fueron asesinadas 6.657 personas; en promedio, 18 homicidios diarios.
Aquí los departamentos están segregados en pequeños campos de batalla, donde puede que mande la Mara Salvatrucha o domine el Barrio 18 (o una de sus dos facciones: Sureños y Revolucionarios), las principales pandillas convertidas en un fenómeno social y que forman parte de la cotidianidad salvadoreña desde inicios de los 90.
Las pandillas se organizan en “clicas”, agrupaciones de barrio que controlan la actividad criminal en un territorio específico y usan principalmente las extorsiones para generar ingresos económicos. En El Salvador, se estima que el 60% de los homicidios se relaciona, de forma directa, con las maras.
Los jóvenes son los que llevan la peor parte. Según el informe La juventud y la violencia en El Salvador del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), entre el 2010 y el 2013, el grueso de los homicidios se concentró en personas con edades entre los 15 y 29 años.
Sin embargo, hay muchachos que, aunque no eligen este camino, su día a día lo marca la inseguridad y su mundo es la violencia encarnada. Sus vidas dependen del azar en medio del campo de batalla en el que se libran dos guerras: las pandillas contra las pandillas y estas contra la Policía .
Son calificados como jóvenes “en entornos de riesgo” que viven en comunidades con presencia de maras, estudian en centros educativos donde esas bandas también están y se mueven entre sus zonas de dominio.
Jorge es uno de ellos. Tiene 17 años y estos son sus últimos meses en el Instituto San Luis, ubicado en el municipio de Soyapango, en San Salvador. El próximo año irá a la universidad y aún no sabe si estudiar Comunicaciones o Idiomas. Vive con su mamá y su hermano menor; su papá hace un tiempo se fue de la casa.
Ha hecho del estudio una especie de refugio que lo ha llevado a mantener lejos su interés por pertenecer a una pandilla. De lunes a viernes, después de ir al colegio, cumple con la beca que le otorgó un programa para aprender Inglés y Computación. Él dice que le gusta pasar más tiempo en las aulas que en su casa “porque el ambiente es más tranquilo, es menos tenso”.
Jorge reside en una colonia (barrio) dominada por la Mara Salvatrucha y a diario asume el riesgo que implica tomar un bus que se desplaza entre las colonias que controla el Barrio 18.
Su temor es que un día cualquiera un pandillero aborde el autobús y le pregunte: “¿letra (MS) o número (18)?” para saber de cuál barrio proviene. La respuesta puede costarle desde una amenaza, que lo hagan bajar del bus o, incluso, la vida.
Además de este peligro, Jorge sabe que no puede salvarse de las ayudas que piden los pandilleros. Sabe que a esas peticiones es mejor no negarse, o bien, que es posible sortearlas con una buena excusa. Uno de los favores más comunes que piden estos grupos es avisar si la Policía anda merodeando por el sector.
“Una vez me preguntaron cómo estaba la situación en mi barrio. Me pidieron que les diera mi número para que les informara. Me asusté porque nunca me había pasado algo así. No me hicieron amenazas; solo les dije que no podía darles mi número porque era de mi mamá”, cuenta.
La vida de Jorge poco y mucho tiene que ver con pandillas.
Hasta mayo de este año se habían reportado 2.705 homicidios en El Salvador, según datos recabados por el diario El Faro a partir de registros de la Policía Nacional Civil y del Instituto de Medicina Legal. Enero fue el mes con mayor cantidad de muertes por esta causa, con 738, y mayo cerró con 351 decesos, la cifra más baja desde febrero del 2015.
Para el gobierno de Salvador Sánchez Cerén, el descenso obedece a las medidas de mano dura que ha impulsado para combatir las maras desde que asumió su cargo, en el 2014. Las iniciativas incluyen el aislamiento de los líderes de las pandillas que están en las cárceles y el envío a las calles de la Fuerza Especializada de Reacción (FES) y de la Fuerza de Intervención y Recuperación Territorial (FIRT), integradas por militares y policías.
Aunque para las bandas la disminución en la cifra de homicidios es el resultado del acuerdo sobre el cese indefinido de violencia anunciado el 26 de marzo.
El arrastre de lo violento. El Salvador conserva, además, heridas abiertas a causa de la guerra civil que duró 12 años, la cual empezó en 1980 y cobró la vida de al menos 75.000 personas.
También padece el desgaste de más de dos décadas de una situación de inseguridad sin una solución efectiva. Por ello, la violencia forma parte del pasado y presente del país y su normalización se ha hecho inevitable.
“Los jóvenes de varias generaciones han forjado su identidad individual y colectiva en medio de la violencia. La primera gran consecuencia de crecer en la violencia es que esta llega a considerarse como algo natural”, señala el PNUD en su informe.
Ana (nombre ficticio por razones de seguridad) dice que ser joven en El Salvador es “casi un delito”.
Ella tiene 16 años y vive en otro municipio capitalino donde las que mandan son las maras. De hecho, un primo de Ana es pandillero.
“Él me cuenta que comenzó a ser pandillero porque su mamá no le daba apoyo, ya que todo el día trabajaba. Siento que el amor que no encontró en la casa lo encontró en la calle”, afirma.Ana, al igual que Jorge (nombre ficticio), forma parte del programa de responsabilidad social que se enfoca en la enseñanza de Inglés y Computación, y que también refuerza aspectos en los que los muchachos pueden ser vulnerables, como autoestima, violencia de género, afectividad y sexualidad.
La iniciativa está dirigida a los jóvenes con calificaciones superiores a 8 y se imparte durante tres años, a partir de noveno. Se lleva a cabo en en Soyapango, la tercera ciudad más poblada del país y con un perfil industrial.
“El lema es transformar vidas por medio de la educación, pero reconocemos que es ir contracorriente. Sabemos que muchos de ellos tienen familiares que son pandilleros o que le hacen favores a las pandillas y que se arriesgan para venir”, comenta la directora del programa, quien solicitó proteger su identidad por temor a represalias.
Ella relata anécdotas que desgarran. Cuenta que el año pasado una estudiante resultó embarazada e intentó suicidarse. El papá del bebé no se hizo responsable; a la mamá de la joven le daba lo mismo.
“A mí me decían ‘¿y usted de qué se asusta que esté embarazada la niña? Lo raro es que no esté embarazada, ¿cuál es el escándalo?’”, recuerda.
Otro día, hubo una balacera cerca del lugar donde se lleva a cabo el programa, que limita con un territorio disputado por la MS-13 y la 18.
“El teacher dice que se tocó las piernas, preguntó si todos estaban completos y siguió la clase”.
María, de 16 años, quien también es estudiante de esta iniciativa, cree que los jóvenes se asocian a las pandillas porque necesitan llenar vacíos y carecen de apoyo.
Su historia también fue trastornada por la violencia cuando varios pandilleros mataron a uno de sus mejores amigos.
“Él había ido a dejar a la novia a la parada de buses. Su casa estaba en territorio de una banda y la parada estaba en una zona de otra banda, y ya venía de regreso cuando lo mataron”, rememora.
Esta joven define la vida como una aventura donde el reto de cada día es sobrevivir. “No sé si hoy voy a regresar a mi casa”.
Escala de grises. El fenómeno de las pandillas no basta verlo en blanco y negro, pues va mucho más allá de los aspectos negativos que generan en la sociedad. Hay jóvenes que ven en las pandillas una opción viable de vida, ya que les otorga garantías de las que suelen carecer, como las afectivas y las económicas.
Estos grupos representan poder. Son una estructura social con códigos propios y jerarquizada. Las pandillas dan sentido de pertenencia y, de algún modo, se convierten en una familia para sus integrantes.
“El fenómeno se ha convertido –en la mente de la gente– en un imperio y, como tal, impone reglas y leyes en las comunidades, tributos en forma de extorsión, se adueña del territorio progresivamente, regula las entradas actuando entre calle y calle como autoridad fronteriza, establece toques de queda, y decide quién vive y quién muere”, resalta el documento de Naciones Unidas.
En El Salvador, se cree que hay cerca de 60.000 pandilleros.
Raúl estudia para ser maestro de Inglés en la Universidad Pedagógica en San Salvador.
Forma parte de la Fundación Forever , que otorga becas a estudiantes para que puedan asistir a la enseñanza superior.
Cuatro de sus amigos pandilleros ya murieron. “Es un camino que cada uno escoge. Un amigo que tenía todo lo material decidió hacerse pandillero, pero quizá la familia no le ponía mucha atención, y tuve otro que vivía con su abuela, luego ella murió y no le quedó otro camino que meterse a las pandillas”, dice.
Ser joven aquí es un riesgo, es resistir a una suerte que se renueva cada día. Es la incertidumbre de llegar a tener o no una vida muy corta, o al menos justa. Es una maraña de temores que va creciendo mientras la violencia se apropia de un país que lleva vastas procesiones por dentro.
Nota del redactor: Los nombres de los jóvenes citados en el artículo fueron modificados por motivos de seguridad. También se eliminó el nombre de la directora del programa de responsabilidad social.