Eldorado do Sul. El motor de “Gulu”, la lancha de Ricardo Frediani, ruge surcando las aguas del río Guaíba, que inundaron la ciudad brasileña de Porto Alegre. Navega hacia la devastada Eldorado do Sul.
Las lluvias volverán, y el tiempo apremia para salvar lo que aún sea posible.
En el barrio Medianeira, de la misma localidad, Katiane Mello espera que alguna embarcación la lleve hasta la casa que fue su hogar. Abandonó el lugar hace una semana, cuando las torrenciales lluvias que azotaron el estado de Rio Grande do Sul desbordaron el río y alcanzaron el segundo piso donde vivía junto a su esposo James Vargas y su hija Natalia, de 5 años.
Las aguas amarronadas del Guaíba son testigo de un constante ir y venir de embarcaciones que transportan alimentos para aquellos que se resisten a abandonar sus hogares a pesar del peligro. Una lancha policial vigila la entrada al barrio sumergido.
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“¡El agua está bajando muchísimo!”, exclama Ricardo, mientras le pide a su hijo Guilherme, estudiante de odontología de 26 años, que le ayude a estabilizar la lancha con un remo. La bajante provoca una fuerte corriente, ya que las aguas buscan una salida por las calles inundadas.
Hacia la popa, se recorta la silueta moderna de Porto Alegre, una ciudad de 1,4 millones de habitantes enlutada por una tragedia que ya se cobró más de un centenar de vidas. Hacia la proa, la imagen es dramática: casas cubiertas, autos destruidos, comercios inundados y carteles con nombres de calles que se pueden tocar con la mano.
Lo quiso el destino
Las cabezas de los tripulantes pasan a menos de un metro de los cables de energía eléctrica, los cuales se encuentran desconectados.
Algunas personas observan desde los tejados, aquellos que optaron por no salir “por miedo a saqueos”, explica a la esta agencia Frediani, un vendedor de lubricantes de 62 años, quien se toca el corazón al ser cuestionado sobre por qué arriesga su vida lanzándose hacia las aguas hediondas.
Ahora, “Gulu” avanza lentamente, esquivando columnas de alumbrado inclinadas y techos de vehículos semicubiertos. La resistencia del agua obliga a forzar el motor. “Ayer la corriente no tenía esta fuerza”, comenta Frediani.
A unos 400 metros, se observa movimiento. ¿Serán vecinos o la policía? Los rescatistas afirman que hubo numerosos saqueos y que la zona se volvió peligrosa. La presencia de efectivos de seguridad fuertemente armados es notable.
Katiane se encuentra en ese grupo al final de la calle, con la esperanza de poder acercarse hasta su hogar.
“Gulu” llega a su destino y Katiane pregunta si es posible caminar por el agua. “Hemos perdido nuestra fuente de sustento, nuestra tienda. Y la casa...”. Su voz se quiebra.
“El agua nos arrastraría. Frediani y su hijo le ofrecen subir para ir a su casa o lo que quede de ella.
“No sabemos en qué estado está... ¡Miren la altura del agua!”, exclama la mujer.
Solidaridad en la tragedia
Katiane no puede contener las lágrimas. El paisaje es de destrucción total. Era su barrio, su vida y la de su familia. A pocos metros, se yergue la vivienda. “Ahí está ¿Me habrán robado?”, se pregunta.
Frediani y su hijo observan la escena en silencio mientras Katiane contienen el aliento. Alguien la sostiene hasta que ocurre lo que para esta mujer es un milagro...
“¡Está todo intacto!”, exclama. James consiguió llegar antes. La falta de señal de celular le impidió contarle las buenas nuevas. Ella se lanza hacia el agua, sube por la escalera y en el camino junta mecánicamente ropa tirada, húmeda, irrecuperable.
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Las pertenencias de la familia, los juguetes de su hija: todo está allí. Creyó haber perdido lo que con tanto sacrificio construyeron. Se funde en un abrazo con su marido.
En las paredes hay fotos de la pequeña Natalia, de ellos cuando eran jóvenes, de sus padres, hoy viejos y enfermos. Un cartel de madera reza “Amor eterno. Familia”.
Frediani y su hijo Guilherme sonríen desde el agua, abrazados a “Gulu”.