Michelle Soto M.
msoto@nacion.com
¿Quién podría imaginar que en el sedimento marino de los parques nacionales Las Baulas de Guanacaste y Cahuita, investigadores costarricenses hallarían un tesoro capaz de inspirar a otros científicos a formular nuevos fármacos?
Se trata de unos microorganismos cuyos componentes, llamados baulamicinas y cahuitamicinas, serían más eficaces a la hora de combatir infecciones y reducir la resistencia a los antibióticos que algunas bacterias desarrollan.
A labores como esta se dedica el Departamento de Bioprospección del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), fundado desde hace 19 años.
Quienes allí trabajan “cazan” enzimas y compuestos que tengan diversidad de aplicaciones, entre ellas: industriales (degradadores de materiales), agrícolas (plaguicidas) y alimentarias (preservantes o tintes). En pos de ese objetivo, los investigadores también han debido sumergirse en las profundidades de Isla del Coco y soportar el olor a azufre que se desprende de los volcanes.
Todo, con tal de recolectar organismos que hayan desarrollado características que les permiten adaptarse a condiciones hostiles. Precisamente, ese “cómo lo lograron” es lo que quieren aprender los científicos
“Digamos que ando buscando una enzima para jabones y por lo tanto, esta tiene que aguantar niveles de acidez (pH) muy altos. Entonces, esos microorganismos los voy a buscar en suelos ácidos”,
relató Silvia Soto, investigadora del INBio.
Según ella, si lo que se pretende es hallar un compuesto que consiga soportar altas temperaturas durante el proceso industrial, las investigaciones, en ese caso, se concentran en sedimentos cerca de los volcanes.
Para la investigadora, allí radica la importancia de conocer la biodiversidad del país.
“La gente cree que proteger es dejarlo ahí quedito y no usarlo, cuando proteger es saber lo que tengo, para qué me sirve y, por tanto, se conoce el por qué es necesario conservarlo. Si sabemos todo lo que guardan nuestros bosques y nuestro mar, la gente se va a preocupar más por cuidarlos”, afirmó.
Sin embargo, explicó que la acción del hombre y el cambio climático han acelerado la pérdida de biodiversidad en el planeta y genera secuelas que amenazan al mismo ser humano.
“Un ejemplo es la lucha contra la resistencia antibiótica. Ahora hay muchas bacterias que son resistentes a los antibióticos y esto representa un gran problema para los servicios de salud. Ante esto, la ciencia busca nuevas formas de desarrollar fármacos para atacar infecciones en seres humanos, y si nosotros, como sociedad, destruimos la biodiversidad, ¿de dónde vamos a sacar esos medicamentos que son tan necesarios?”, comentó Soto.
INBio ya se enfrenta regularmente con esta pérdida de biodiversidad. Aunque cuentan con dos “bibliotecas” con variedad de muestras, en ocasiones necesitan volver al campo a recolectar nuevamente un extracto o cepa y se llevan la sorpresa de que el organismo que buscan ya no está.
“A veces ni siquiera sirve que sea una planta de la misma especie, pero diferente población. El ecosistema donde está esa población favorece una serie de condiciones de adaptación que, a fin de cuentas, es la razón por la cual ese extracto dio positivo en el laboratorio”, manifestó Soto.
En la naturaleza hay relaciones tan especializadas entre organismos, como un insecto y una planta que, si uno desaparece, al otro le espera el mismo destino.
Aplicaciones El Departamento de Bioprospección consta de seis laboratorios (tres de química y tres de biotecnología), así como dos “bibliotecas” donde se almacenan extractos de diversidad de plantas e insectos, así como cepas de hongos y bacterias.
Esta infraestructura ha sido puesta al servicio de empresas nacionales y extranjeras.
“Ahora estamos buscando enzimas para biodiésel y degradadores de materiales. El año pasado, por ejemplo, buscamos extractos de plantas para ver si estos inhibían el crecimiento de la bacteria Helicobacter pylori”,
relató Soto a La Nación.
Según dijo, el ensayo consistía en dejar a la bacteria crecer y aplicarle diferentes extractos para ver con cuál y cuánto dejaba de hacerlo. “Encontramos varias plantas que podrían usarse en el futuro para disminuir la cantidad de bacterias en el estómago de las personas”, detalló.
En el 2015, y mediante la colaboración de una compañía costarricense, los investigadores identificaron 10 hongos con propiedades insecticidas para atacar a un insecto barrenador que afecta los cultivos de piña.
Soto explica que muchas firmas nacionales se acercan al INBio para identificar los compuestos y diseñar los protocolos.
No obstante, aclaró que cuando requieren escalar la producción de dicho compuesto, entonces acuden al Laboratorio CENIBiot del Centro Nacional de Alta Tecnología (Cenat).
Bibliotecas de extractos y cepas
Tras recolectar las muestras en campo, los investigadores del INBio llevan a cabo el proceso para preservarlas.
En el laboratorio de química, ese material se disuelve en alcohol para sacarle su extracto.
Posteriormente, se remueve ese etanol y la muestra se seca, al punto de quitarle toda la humedad y así evitar que se degrade. Algunos productos terminan con una consistencia como de melcocha y otros son granulados o en polvo.
Los extractos –que pueden ser de plantas, insectos, macrohongos y sedimentos, entre otros– se almacenan en un sitio conocido como extractoteca.
Desde 1997, la extractoteca de INBio resguarda más de 20.000 muestras a una temperatura de -20 grados Celsius.
“Se almacenan a esa temperatura para que los compuestos de los extractos no se degraden. El frío los preserva”,
explicó la investigadora Silvia Soto.
Cada muestra se guarda debidamente etiquetada. El código, al ingresarse en una base de datos, permite saber dónde fue recolectada y por quién, además de otra información asociada.
Todas las muestras son pequeñas; apenas constan de unos gramos. Los investigadores no necesitan grandes cantidades para realizar los ensayos.
Los microhongos y las bacterias se depositan en otro lugar conocido como cepoteca. Allí se preservan unas 19.000 cepas de estos microorganismos.
Los hongos se guardan en agua si estos serán utilizados en un plazo de dos años, y en aceite si su tiempo de uso está entre los siete y 14 años.
Las bacterias, por su parte, se resguardan en una cámara fría, a una temperatura de -70 grados Celsius para así inhibir el crecimiento y evitar mutaciones.
“La extractoteca y cepoteca evitan que el investigador tenga que estar yendo al campo a recolectar. Lo que hacemos es, cada cierto tiempo, reactivar estas cepas para renovar el material y así evitar que el microorganismo se pierda”, explicó Soto.
“Es que además, ya no podríamos volver a recolectar en campo, porque –aunque encuentre la misma muestra– ya pasaron varios años, otros animales caminaron por ahí, las condiciones ambientales ya son diferentes y ese microorganismo no va a ser el mismo”, agregó.
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