JERBET AL JALDIYE, Siria. AFP. “Comemos hierbas y utilizamos el agua de la lluvia estancada para beber y lavarnos”, explica Hisham, de 24 años, quien, como más de 2,5 millones de desplazados sirios, intenta sobrevivir lejos de su aldea.
En Jerbet al-Jaldiye, un campamento en la provincia de Alepo (norte de Siria), a poca distancia de la frontera turca, este joven de barba rubia se refugió con unas 20 familias de su aldea, a poca distancia del aeropuerto de Migh.
“Nosotros arrancamos hierbas en los campos: menta, malva, y las cocinamos. Eso es todo lo que tenemos para comer”, dice Naida, de 35 años, rodeada de otras mujeres.
“Antes, mi esposo trabajaba en las canteras, rompía piedras. Ahora no tenemos ningún recurso y nadie nos ayuda. Una vez nos trajeron un kilo de papas por familia, como si pudiéramos vivir cada uno con una papa por semana”, protesta.
“Todos los días degollamos un pollo como este, para alimentar a todos”, explica –por su parte– Ibrahim, de 25 años, padre de dos niños. “¿Usted imagina la parte de cada uno?”, pregunta mostrando al escuálido animal.
Agua impura. Además de la falta de alimentos, los desplazados deben afrontar a un enemigo insidioso.
Hisham, quien debía entrar a la Universidad cuando comenzaron los combates en Siria, muestra un hilo de agua casi seco, infestado de hongos e insectos en medio de numerosos niños, varios de los cuales tienen enfermedades de la piel.
Si se bañan en esta agua insalubre, es porque el acceso más cercano al líquido limpio se encuentra a varios kilómetros, expresa Naida, de 35 años y madre de siete niños.
Junto con varias mujeres, a veces va a la aldea más cercana a buscar agua potable. “Tenemos que caminar varios kilómetros con los recipientes sobre la cabeza”.
Aparte de los desplazados, más de un millón de sirios partieron del país desde marzo de 2011 , cuando estalló una revuelta popular que se transformó en guerra civil y que dejó más de 70.000 muertos, de acuerdo con la ONU.
Tras soportar frío e insalubridad, les hacen falta medicamentos, sobre todo para los niños.
Si un pequeño está gravemente enfermo, “cuando llega a la farmacia más cercana, en Azar o en Turquía, ya está muerto”, dice Aisa, de 25 años, que lleva un abrigo de color camuflaje que le dieron los insurgentes del Ejército Sirio Libre.
“Bajo la carpa se sienten el viento, el frío”, señala Rajab, de 80 años y patriarca de una familia de 40 miembros. Echa una mirada al campamento y pregunta: “¿quién puede vivir así?”.