En 1969, cuando Nelson Mandela cumplió cinco años de estar en la prisión de Robben Island, en Sudáfrica, su hijo mayor, Thembi, murió en un accidente automovilístico, a los 23 años de edad. A quien luego sería el primer presidente negro de su país y Premio Nobel de la Paz –pero en ese momento un simple padre afligido–, no se le concedió permiso para asistir al funeral.
Ese episodio no fue extraño en la vida de Nelson Mandela , quien falleció ayer a los 95 años.
Lejos de su familia, durante muchos años luchó por acabar con la segregación racial ( apartheid ) imperante en Sudáfrica desde 1948 y por reivindicar los derechos de la mayoría negra, empobrecida y marginada.
Ese hombre –carismático y capaz de reírse de sí mismo– supo dejar a un lado la amargura que le pudo haber causado el encarcelamiento durante 27 años.
A lo largo de su vida, a ese abogado de profesión le colocaron muchas etiquetas distintas: revoltoso, mártir, superviviente, héroe, habilidoso político y venerado héroe nacional y mundial.
Mandela, acreedor de un amplísimo reconomiento en el mundo aun nuestros días, logró no solo enterrar el apartheid (que en afrikáans significa “separación”), sino llevar a su país hacia una democracia multirracial sin que se diera un baño de sangre.
Desde su liberación de la cárcel en 1990 hasta las elecciones presidenciales que ganó en 1993, tuvo a su cargo la crucial tarea de conducir a Sudáfrica a los primeros comicios democrácticos.
¿Cómo lo hizo? En 1990, Rolihlahla Mandela (bautizado Nelson por su maestra en la escuela) ya había purgado casi 27 años de su condena en prisión por sabotaje y conspiración para derrocar al Gobierno, según los cargos del régimen racista.
Aunque sometido a aislamiento y durísimos trabajos en Robben Island, la figura de Mandela fue creciendo y su lucha mantuvo el eco fuera de los muros de la cárcel.
Allí realizó trabajo forzado en una mina de cal y el polvo afectó sus pulmones y le provocó tuberculosis. Además, los reflejos de los rayos solares le dañaron la vista.
Entre tanto, el régimen segregacionista enfrentó una generalizada condena política, cerco diplomático y sanciones económicas que lo pusieron en condición de paria.
El costo de tales medidas fue uno de los factores que obligó al Gobierno de minoría blanca a liberar a su “prisionero estrella”.
¿Y cómo logró que sus verdugos cedieran y lo liberaran?
Quienes mejor conocen a Mandela destacan su gran condición de persuadir. El periodista Richard Stengel, autor del libro El legado de Nelson Mandela , dice que este se consideraba a sí mismo no tanto el gran comunicador, sino el gran persuasor. “Te convencerá con lógica y razonamiento o con encanto, y por lo general con una combinación de estas cosas. Prefiere convencerte de que hagas algo a ordenártelo, pero ordenará que lo hagas si no le queda más remedio”.
Fue un hombre de familia, procreó seis hijos, pero debido a su prolongada estadía en la cárcel fue un padre ausente.
En 1956, cuando lo arrestaron por primera vez, Mandela, de 1,83 metros de estatura y juzgado por alta traición, tenía 12 años de estar casado con Evelyn Mase y cuatro hijos. Ese matrimonio se esfumó en 1957 y, muy rápido, una joven llamada Winnie monopolizó su interés. La conoció en su juicio por traición y en 1958 contrajeron nupcias.
Con Winnie tuvo dos hijas, antes de ser condenado a cadena perpetua, en 1964. Cuando se fue a la cárcel, las niñas tenían 6 y 4 años.
En un reportaje publicado a finales de mayo en el diario El País de España, varios personajes cercanos a esta figura, que no desearon identificarse, comentaron que de lo único que se lamenta Mandela, retirado de la vida pública desde el 2004, fue de no haber atendido las necesidades de sus seres queridos, quienes ahora están en plena lucha por su herencia.
En este caso, una cosa que puede agradecerle Tata (padre, como se le llama con cariño en su país) a la vida es que por su avanzada edad, sus momentos de lucidez son poco frecuentes, por lo cual no se entera de los pleitos entre familiares y abogados. Estos últimos son quienes han cuidado su fortuna y han sido sus amigos cercanos desde hace más de seis décadas. Además, su tercera esposa desde 1998, la mozambiqueña Graça Machel, vela por evitarle disgustos.
“Quiere gustar, le gusta que lo admiren y detesta decepcionar”, agrega Richard Stengel. Además, lo describía como alguien que “siempre defenderá lo que cree justo con una firmeza casi inflexible. Muchas veces le oí decir: ‘Eso no es justo’. Y el régimen segregacionista no era justo”.