La discusión surgió cuando los escombros de Hiroshima y Nagasaki aún humeaban. Tan temprano como en 1946.
La versión oficial dice que Estados Unidos arrojó las dos bombas atómicas tras concluir que ese era el camino más expedito para poner fin al último frente de la Segunda Guerra Mundial.
También, que evitaría lanzar una costosa invasión terrestre a las principales islas de Japón, que hubiese significado el sacrificio de al menos medio millón de vidas estadounidenses y de otras tantas más de nipones.
Sin embargo, cuando la ocupación y administración estadounidenses apenas empezaban, surgieron las primeras voces contestatarias de tales posiciones, y 70 años después, persiste el enfrentamiento entre quienes defienden los bombardeos atómicos como el mal menor y los que sostienen que fueron otras las razones para usar el nuevo armamento.
Un foco de la controversia gira en torno a si el uso de la bomba atómica fue producto de una decisión militar o si, más bien, fue parte de la diplomacia que Washington estructuraba como estrategia para la posguerra.
¿Arma diplomática o militar? Uno de los llamados historiadores “revisionistas”, David Holloway, sostiene que la prueba exitosa de la bomba –el 16 de julio de 1945– marcó un giro: Estados Unidos vio en el artefacto un arma diplomática más que militar.
Antes, Washington había obtenido el compromiso de la Unión Soviética de unirse al empujón final contra Tokio. Sin embargo, ambos aliados tenían sus intereses: Estados Unidos quería poner fin a la guerra antes de que el Ejército Rojo entrara en la contienda, en tanto que Moscú procuraba asegurarse que esta no acabara sin su participación.
Los soviéticos declararon la guerra a Japón el 8 de agosto , dos días después del ataque atómico a Hiroshima y tras haber arrebatado Manchuria a los nipones.
Un ingreso de la URSS al archipiélago era una posibilidad que preocupaba mucho a los estadounidenses, señala el historiador japonés Kazuo Yagami. Entonces, “la segunda bomba (sobre Nagasaki, el 9 de agosto) fue necesaria” para evitarlo, sostiene.
Otros especialistas difieren del enfoque de la “diplomacia atómica”. Para ellos, la bomba se concibió con fines militares.
Entre quienes piensan así figura Martin Sherwin, historiador de la Universidad George Mason . Arguye que desde su géne sis en el Proyecto Manhattan , nunca se discutió el propósito bélico de la bomba atómica. El presidente Harry Truman –quien ordenó usarla– consideró “legítima” el arma, útil para causar un profundo impacto en el liderazgo japonés y forzar la rendición.
Hay otra razón, agrega: aquel programa representó una erogación de $2.000 millones y tal gasto había que justificarlo.
Estocada a Japón. Muy poco tiempo después de que Truman recurre al arma nuclear, nace el debate que sigue vigente: ¿se justificaban las bombas?
Para los que respaldan la decisión, los ataques a Hiroshima y Nagasaki permitieron poner fin a una contienda que, de por sí, había sido muy cruenta por las sucesivas batallas en el Pacífico y que, para 1945, tenían a Japón arrinconado en su territorio.
Donald Kagan, historiador de la Universidad de Yale , defiende el uso de la bomba como opción a una invasión que habría costado decenas de miles de vidas estadounidenses y japonesas, aunque admite que hablar de 500.000 muertes estadounidenses puede ser una cifra exagerada.
Empero, critica a los “revisionistas” que se amparan en cálculos de los militares, hechos en junio de aquel año, que hablaban de menos de 200.000 bajas. “Nadie podrá saber si la cifra correcta estaba más cerca de los estimados altos o de los bajos”, argumenta.
Ese historiador apuntala su criterio con el recuerdo de la batalla de Okinawa, en 1945, que causó 50.000 bajas estadounidenses (12.000 muertos) en 82 días de enfrentamientos. “El presidente no podía repetir otra carnicería como la Okinawa, y mucho menos algo peor”.
Este bando también sostiene que las casi 200.000 vidas que se perdieron en Nagasaki e Hiroshima son un costo mucho menor que el que habría tenido una ofensiva final contra suelo nipón.
Un punto de vista que rebate Zac Alstin, investigador del Southern Cross Bioethics Institute , de Australia. “La lección de Hiroshima y Nagasaki es clara: la ética no se toma en cuenta seriamente en una crisis. La ética se puede hacer a un lado cuando la situación es muy desesperada. Podemos sacrificar las vidas de seres humanos inocentes para evitar sufrimientos nuestros”.
La controversia pasa también por la exigencia de una rendición incondicional de Japón, incluida por Washington en la Declaración de Postdam , suscrita con los aliados en julio de 1945.
Los críticos aducen que si Truman hubiese accedido a incluir una cláusula que garantizara la monarquía y la continuidad del emperador Hirohito, se habría facilitado aquel objetivo.
Sin embargo, autores como Kagan rebaten este criterio y señalan que el Gobierno japonés no tenía intención de capitular, sobre todo porque el ala militar dura se mantenía firme en pelear hasta el último momento. Tras rendirse, a Japón se le permitió mantener la monarquía.
Así salen al paso de quienes aducen que las bombas eran innecesarias, toda vez que el Imperio del Sol Naciente ya se encontraba derrotado.
Por último, hay desacuerdo sobre si Estados Unidos debió hacer una demostración del poder de la nueva arma o si debió dar una oportunidad a esfuerzos japoneses por buscar la paz con la intermediación de los soviéticos.
Las bombas se hicieron para lanzarlas tan pronto estuvieran listas, dicen los cuestionadores.
Las alternativas a esos ataques eran peores, responden quienes defienden el uso.