Aquella mañana del 6 de agosto de 1945 no había una sola nube en el cielo, azul y despejado. Era un buen día en Hiroshima.
Sus 340.000 habitantes se sentían satisfechos: a pesar de tener grandes instalaciones militares, la ciudad permanecía intacta a los bombardeos estadounidenses que tenían en ruinas otros centros urbanos; por ejemplo, Tokio.
La capital del Sol Naciente había sido arrasada la noche del 9 al 10 de marzo por 334 bombarderos B-29 que arrojaron 1.200 toneladas de napalm (aún más combustible que la gasolina), con unos 100.000 muertos como resultado, según las estimaciones más recientes.
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Por aquel entonces, bombardear civiles entraba dentro de los términos “aceptables” de una guerra total.
Aquel 6 de agosto de 1945 era un buen día: cielo azul y una ciudad en pie, sin rasguño alguno... Sin embargo, sería condenada a una muerte como nunca se había visto en la historia de la humanidad.
Sentencia
“Hace un rato, una avión americano lanzó una bomba sobre Hiroshima y destruyó su utilidad para el enemigo. Los japoneses iniciaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Lo han pagado con creces y todavía no hemos terminado”.
Las palabras –con un inconfundible tono de venganza– son de Harry Truman (sucesor en la presidencia de los Estados Unidos de Franklin Roosevelt, fallecido el 12 abril de ese 1945).
El presidente había tomado la decisión de darle a Japón la madre de todos los castigos luego de que el 16 de julio de ese año se probara exitosamente un artefacto nuclear.
Aunque para entonces existían conversaciones secretas para la rendición japonesa en la II Guerra Mundial, Truman ordenó el lanzamiento: había que usarla porque no podía desperdiciar los $2.000 millones que costó fabricar la bomba; además, era un “estate quieto” al oso soviético, una advertencia al dictador José Stalin –que veía con ojos de codicia el botín que representaba el Celeste Imperio– si seguía con sus políticas expansionistas en Asia y Europa Oriental.
En el último aliento de la II Guerra Mundial (60 millones de muertos), nacía la Guerra Fría que enfrentaría , hasta 1991, a la Unión Soviética con los Estados Unidos.
A las 8:15 a. m. de ese 6 de agosto de hace 70 años, la promesa de un buen día en Hiroshima fue quebrada por un estruendo apocalíptico y una cegadora luz de juicio final: la primera bomba atómica de la historia había sido arrojada.
El de Hiroshima era un escenario más allá del peor descrito en el Apocalipsis: el 40% de sus habitantes murió al instante de la explosión y por el incendio siguiente.
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La cifra de “bajas civiles” –una vez más, el eufemismo del lenguaje militar– alcanzará las 140.000 para el 31 de diciembre de 1945.
Sin embargo, antes de morir, cientos deambularon sin ojos y en lugar de boca, tenían un agujero. No podían gritar, aunque emitían un sonido inhumano peor que un grito, de acuerdo con testimonios de hibakusha (“supervivientes nucleares” en japonés).
La temperatura llegó a 4.000 grados centígrados, en un radio de un kilómetro y medio no quedó un edificio en pie; la ciudad se incendió en cosa en minutos y el hongo nuclear alcanzó una altura de 16 kilómetros.
Después, la “lluvia negra” –una tormenta radiactiva de cenizas y humo–, hizo olvidar para siempre el límpido cielo de aquel 6 de agosto de 1945 en Hiroshima.
“El clima está bien. Es posible lanzar la bomba”, fue el mensaje de las 7:31 a. m. de The Great Artiste.
La tripulación escolta del Enola Gay observó la misma bella mañana que disfrutaban los 340.000 habitantes de la ciudad condenada.
Cuarenta y cuatro minutos después, el bombardero B-29 soltaba a Little Boy y su carga de 16 kilotones sobre Hiroshima.
La primera bomba atómica jamás usada en la historia de la humanidad estalló a 580 metros de altura sobre Hiroshima. Un puente en forma de T, en la conjunción de los ríos Honkawa y Motoyasu, fue el punto de referencia para dejarla caer.
“Estaba desayunando en lo que oí un avión y salí de casa para verlo. Cuando iba a entrar de nuevo porque no podía verlo, ya que volaba muy alto, me fijé en algo negro en el aire y estalló en una explosión de luz tan brillante como el sol.
“Despidiendo rayos amarillos, el cielo se volvió naranja y pensé lo hermoso que era”, relata Fujio Torikoshi, entonces de 14 años y quien vivía con su madre y nueve hermanos en Yamate-machi, una colina desde donde se veía todo Hiroshima.
Luego un golpe de calor lo tumbó; más tarde, creyó que iba a morir; durante meses, vendado como una momia, fue alimentado por su madre mediante una pajilla hecha con una tallo de trigo.
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A los 84 años, dice no guardarles odio a los estadounidenses. “Japón también cometió atrocidades y tengo que seguir recordando mi historia para luchar por la paz”, le comentó a la publicación española.
En Tokio, se tuvo noticia de que “algo había pasado” hasta el día siguiente.
Solo se hablaba de un nuevo tipo de bomba. Nadie utilizaba la palabra “atómica”, primero por desconocimiento; luego, por censura del gobierno imperial japonés o por las disposiciones de la ocupación estadounidense (que finalizó en 1952).
La censura incluyó notas periodísticas, cartas que nunca fueron entregadas y artículos médicos.
Castigo
Tres días después, Nagasaki sufriría el mismo destino trágico de sufrir una ataque atómico, con lo que se completaba el ajuste de cuentas anticipado por el presidente Truman.
La ciudad era un punto importante en la guerra por su actividad industrial.
Aunque había sufrido unos bombardeos, se mantenía prácticamente intacta; para esos días, 200 ciudades japonesas yacían en escombros por acción de los aviones estadounidenses.
Nagasaki es un sitio particular: como apunta El Mundo de España, es uno de los pocos lugares en el Japón en los que suenan las campanas para llamar a misa a los fieles católicos. Por ser un puerto, Nagasaki era la entrada a Japón para los creyentes.
La Catedral de Santa María de Urakami –abierta en 1920– fue uno de los cientos y cientos de edificios destruidos por la segunda bomba atómica lanzada por los Estados Unidos contra el territorio japonés.
“Algunos creyentes incluso vieron la bomba como un medio del que se sirvió la providencia para terminar con la locura del régimen militarista nipón y traer la paz”, le comentó a la agencia EFE el jesuita mexicano Juan Aguirre, misionero en Hiroshima y Nagasaki tras bombardeos.
Sin embargo, la providencia no intervino para evitarle a Nagasaki un trágico destino que no le tocaba, ya que Kokura era la ciudad elegida para recibir el castigo anunciado por Truman.
El clima, como en Hiroshima, fue el juez: Kokura estaba nublada en un 70%, lo que impedía la misión.
Bockscar, el bombardero estadounidense B-29 que transportaba la carga hizo tres sobrevuelos, hasta que la tripulación decidió seguir el plan B.
También pesó en la decisión el hecho de que se quedaba sin combustible por el retraso de uno de los aviones escoltas. Nagasaki estaba a 150 kilómetros de distancia de Kokura.
A las 11:01 de la mañana (hora local) del 9 de agosto de 1945, Fat Man –el nombre de la segunda bomba– fue lanzada sobre Nagasaki.
Más poderosa que la de Hiroshima y hecha de plutonio (Little Boy era de uranio), tenía un poder de 22 kilotones. Explotó a 490 metros de altura.
Aunque la ciudad quedó destruida en un 60%, la devastación no fue mayor debido a que es una alargada bahía, rodeada de valles.
“Escuché un estruendo indescriptible, vi por la ventana un resplandor blanco y una enorme nube rosada y me refugié bajo mi pupitre mientras el humo y cenizas pasaban sobre mí”, relata Joji Fukahori, quien estaba en su colegio esa fatídica mañana. Entonces tenía 14 años.
Se salvó porque estaba a 3,5 kilómetros del epicentro del bombazo; en cambio, su casa estaba a 600 metros. Su madre y sus dos hermanos murieron ahí mismo; su hermana menor falleció sin que él pudiera hacer nada por ayudarla.
Se estima que murieron, de forma inmediata 40.000 personas y que para el 31 de diciembre de ese 1945, el número llegó 80.000; de ellos, 8.500 eran católicos, de los 12.000 censados hace 70 años.
“Mi familia vivía en Urakami, una de las zonas más afectadas. Mi madre nunca quiso hablar de lo que había pasado. Era muy doloroso”, comenta el arzobispo de Nagasak Joseph Mitsuaki Takami, quien ese 9 de agosto de 1945 apenas estaba en el vientre de su madre.
El religioso regenta la actual Catedral de Urakami, reconstruida en 1980.
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Ahí se custodia la Virgen Bombardeada de Nagasaki, una imagen que quedó severamente dañada y una reliquia conmovedora para los creyentes.
Rendición
Horas antes de la segunda bomba atómica, a la medianoche del 9 de agosto, la Unión Soviética de José Stalin rompe el pacto de neutralidad y les declara la guerra a los japoneses.
De este modo, el imperio japonés soporta invasiones en dos frentes, con su país bombardeado y con una hambruna debido a las minas submarinas puestas por los barcos de guerra de Estados Unidos que impedían la llegada de víveres. La población civil de Okinawa, por ejemplo, murió de hambre.
El 15 de agosto de 1945, y tras sortear un intento de golpe de Estado de una parte de la cúpula militar, el emperador Hirohito, el 124 de su dinastía, hizo lo impensable: él, que era un dios, permitió que el pueblo japonés escuchara su voz por la radio, para anunciar la capitulación de su país.
Con ocasión del 70 aniversario del holocausto nuclear, la Casa Imperial japonesa acaba de divulgar el discurso original de Hirohito, restaurado digitalmente.
Volviendo a aquellos días, la rendición del imperio japonés se firmará el 2 de setiembre de 1945 sobre la cubierta del USS Missouri.
Así acabó la II Guerra Mundial, que duró seis años y un día; en el epílogo dejó el arma capaz de eliminar a la humanidad.
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