San Salvador. AP No es que el negro o castaño se hayan puesto de moda, es que algunas mujeres salvadoreñas prefieren, por miedo, renunciar a teñirse el pelo de rubio o rojo.
Corre el rumor de que solo las chicas de los pandilleros pueden teñirse de rubias o pelirrojas y que quien desobedezca pagará las consecuencias.
“Además, dicen que tampoco pueden usarse amarillo y rojo en la ropa”, cuenta Claudia Castellanos, una peluquera que labora en un salón de belleza de un barrio elegante de la capital. “Viera que ya atacaron a una mujer en un busito por ir de amarillo”.
Los rumores son falsos. Las pandillas, cada vez más sofisticadas, y no solo a nivel criminal sino también de imagen, publicaron un comunicado para negarlo de forma rotunda. Pero abrumadas por unos niveles de violencia que compiten con los que se vivieron durante la guerra civil (1980-1992), pocas mujeres están dispuestas a jugársela y convertirse en objetivo.
El Salvador acaba de vivir uno de los peores meses desde el fin de la guerra civil, en 1992, con 635 homicidios registrados en mayo, 20 al día, en un país de poco más de seis millones de habitantes. Y junio podría ser aún peor.
Castellanos cuenta con los dedos de su mano las clientas que han entrado a pedirle que les tiñera el pelo: una, dos, tres, tal vez cuatro.
“No esperas aclaraciones”, dice María José Estrada, una exrubia de 32 años que vive en las afueras de San Salvador. “Esos están locos y matan”.
Miedo en el ambiente. El miedo se ha generalizado en el país. Cae la noche, cierran los comercios y las calles quedan desiertas. Frente a las comisarías de policía, donde muchos agentes pasan la noche porque se sienten más seguros que tomando un bus hasta sus casas, hay barreras que tratan de impedir ataques con granadas. Veinticuatro policías han muerto asesinados por pandilleros en lo que va del año.
Los taxistas se cuidan de moverse con los vidrios abajo para que se les pueda identificar y conocen los cambios de luces que deben darles a los banderas (vigilantes) de las pandillas, que controlan la entrada de muchos barrios.
La Policía y quienes conocen ese mundo achacan el repunte de la violencia a la ruptura de la tregua entre pandillas que el Gobierno facilitó en el 2012.
Aunque los homicidios descendieron un 75%, los críticos del diálogo creen que, durante la tregua, las pandillas sofisticaron sus métodos de extorsión y se dotaron de más y mejores armas.
Los líderes encarcelados de las pandillas fueron transferidos a regímenes penitenciarios más permisivos y, desde allí, pudieron gestionar no solo la tregua sino sus actividades criminales.
No obstante, en enero, medio año después de asumir el poder, el presidente Salvador Sánchez Cerén rechazó cualquier posibilidad de un proceso de paz y aisló de nuevo a los líderes. Ahora en la calle manda una nueva generación, más joven y sanguinaria.
“Quitas el liderazgo maduro, con el que te puedes entender políticamente, y tendrás que ver estructuras más jóvenes y fanatizadas que quieren darse a conocer”, explica Raúl Mijango, excomandante guerrillero que facilitó la tregua. “Quieren guerra”. Y la Policía está lista para pelearla.
“Las cosas tienen que empeorar antes de empezar a mejorar”, dijo un policía que no acepta ser citado por miedo a represalias. “Si me encuentro con uno, un plomazo le voy a dar antes de que me lo dé él a mí”.
La Policía dice que es la presión que está aplicando contra las pandillas lo que ha provocado un éxodo de criminales al mundo rural, extendiendo la violencia a lugares que antes la vivían con menor intensidad.
En una noche calurosa, húmeda y de silencio solo roto por el zumbido de los mosquitos, en Olocuilta, un poblado situado 30 km al sur de la capital, los cuerpos de dos adolescentes yacían en el fondo de una quebrada tras un enfrentamiento con oficiales.
Mientras quienes decían ser sus parientes trataban de levantarlos cuesta arriba para depositarlos en el vehículo de la morgue, con dificultad y no sin que se cayesen al suelo varias veces antes de llegar, un subinspector recordaba lo sucedido.
Alguien les avisó de un tiroteo. Los pandilleros, miembros de la Mara Salvatrucha, se entrenaban en un galpón que un día albergó ganado y trataron de huir al saberse descubiertos. Uno de ellos, el más joven, el líder del grupo, tenía una granada militar que no llegó a usar.
La población sabe que eso ya sucede a menudo y trata de protegerse.
A Carlos Tremiño, un comerciante de 42 años que vive al norte de la capital, debe acompañar a sus hijos adolescentes cada día a la escuela para protegerlos de los pandilleros. “Esos jodidos los acechan en las salidas y entradas a las escuelas. Les ofrecen todo para que entren a las pandillas y si se niegan los matan”, dice.
“La situación está mala, cada día hay más asesinatos, las pandillas están por todos lados. Yo haré todo para cuidar a mis hijos”.
Howard Cotto, subdirector general de la Policía y excomandante guerrillero dice que las pandillas nunca tendrán el apoyo social que tuvo la insurgencia en los años 80.
“No tienen proyecto político ni ideología”, dice. “Por eso son mucho más vulnerables”.
Exclusión. Empero, también cree que la de hoy no es una guerra que se pueda ganar militarmente si no se modifican las condiciones sociales de exclusión que vive parte de la juventud.
Aunque en un año se han detenido 12.000 pandilleros de un total de 70.000, reconoce: “Podemos entrar en una comunidad y llevarnos a 50 pandilleros, otros 50 los sustituirán”. “Solo con represión no resolveremos nada”.
El excomandante Mijango sigue viendo la negociación como única salida posible para evitar que el país se hunda en un baño de sangre como el que se vivió cuando el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) se levantó contra los Gobiernos conservadores de la década de 1980.
Ahora es el FMLN el que gobierna y son las pandillas las que controlan el 90% del territorio donde viven los salvadoreños.