Pamplona, España
La angustia empezaba a las ocho en punto. Un día tras otro, durante 20 años, las noticias matinales de la radio nos daban la última hora. La semana pasada fue un tiroteo, hoy un secuestro, y lo siguiente, quizás, la explosión de un coche cargado de explosivos. Luego llegaba el parte de fallecidos y heridos, las reacciones políticas de unos y otros.
ETA, la banda separatista vasca, aprovechaba esa primera hora de la mañana para irrumpir en la cotidianeidad de todos nosotros. Era la hora habitual para salir de casa, llegar al trabajo, llevar a los niños al colegio. Los militantes se movían con el sigilo de la madrugada y a partir de ahí nos imponían titulares macabros para el resto de la jornada, para toda la vida.
La radio fue mi compañera durante las dos décadas del casi medio siglo de conflicto en el País Vasco que he cubierto para The Associated Press (AP). Antes de las alertas en el celular o las redes sociales actuales, era la gran fuente de información en el terreno y a mí me servía de reloj. Los viajes vertiginosos hasta la escena del último atentado se medían en el tiempo de los boletines informativos y sus intervalos.
El fotógrafo siempre ha de acercarse al lugar de los hechos lo más posible para hacer la instantánea que resuma lo ocurrido y debe hacerlo con rapidez. Años después, esa experiencia me sirvió para cubrir los conflictos de Israel, Líbano o la llegada de inmigrantes en cayucos a las costas del sur de España.
Vigilia periodística. Las noches y madrugadas se transformaron en vigilia. El día, en alerta permanente, porque cualquier sonido fuera de lo habitual era el sobresalto de que algo estaba pasando. Sobre todo si lo seguían las sirenas de ambulancias, bomberos y policías. Las cámaras de fotos siempre estuvieron a mi lado, listas para reaccionar a tiempo.
Los recuerdos vuelven ahora que visito nuevamente Urdax, Getxo, Calahorra, San Sebastián o Legutiano, donde nunca olvidaré la imagen de ese cuartel de la Guardia Civil que parecía haber dado un paso atrás empujado por la fuerza de la explosión del coche bomba. Un agente murió tratando de cerrar la puerta y avisar a sus compañeros.
Difíciles de olvidar son las miradas furtivas y las agresiones, verbales y físicas, por dirigir la cámara en una u otra dirección. Cuando empezaron a llamarme con amenazas, llegué a revisar con regularidad los bajos del coche y a cerciorarme antes de entrar en casa de que no me seguían.
Aunque a los periodistas se nos define como testigos, con frecuencia somos también parte de la comunidad que se ve afectada por el conflicto, y en el País Vasco, las ciudades y los pueblos son pequeños. Entre compañeros fotoperiodistas, con frecuencia nos deseábamos suerte antes de cubrir la violencia callejera que protagonizaban manifestantes y policía antidisturbios.
Echando la vista atrás, uno se pregunta cómo es posible que este pueblo haya tolerado la violencia durante tanto tiempo, pero las preguntas que nos faltan son tantas como las respuestas. ETA anunció hace ya cinco años y medio que abandonaba la lucha armada, pero la reflexión no ha terminado. Para los vascos, apenas comienza y se tiene previsto que el grupo terrorista entregue el armamento que todavía controla este fin de semana.
La sociedad ha madurado. Ahora se respira tranquilidad y en la calle ha disminuido la tensión, pero la inquietud no ha desaparecido del todo. En San Sebastián me puedo sentir como un turista más haciendo fotos, pero entonces alguien levanta la voz y me dice: "Cuidado con esa foto, que te rompo la cámara".
Yo le miro a los ojos y sigo con mi trabajo, porque afortunadamente son ese tipo de actitudes las que vamos superando.