Alberto Youssef, un lavador de dinero convicto y examante de la buena vida, estaba sentado en su celda en una cárcel brasileña en marzo del 2014, preparándose para contar su historia a sus abogados. Giraba en torno de un complejo plan de sobornos que involucraba a Petrobras , el gigante petrolero controlado por el Gobierno. Youssef abrió con una predicción funesta.
“Amigos”, dijo, “si hablo, la república se va a caer”.
Para esos abogados, Tracy Reinaldet y Adriano Bretas, esto sonó un poco melodramático. Pero luego Youssef tomó una hoja de papel y empezó a escribir los nombres de los participantes en lo que pronto se llegaría a conocer como el escándalo de Petrobras. Renaildet miró los nombres y preguntó, no por última vez ese día, “¿habla en serio?”
“Estábamos consternados”, recordó, sentado en una sala de conferencias en su despacho legal en el centro de Curitiba, la capital del estado sureño de Paraná, una mañana de junio. “En Brasil, sabemos que la corrupción es un monstruo. Pero nunca vemos realmente al monstruo. Esto era como ver al monstruo”.
Lo que Youssef describió a sus abogados, y luego a los fiscales tras firmar un acuerdo de aceptación de culpabilidad en el 2014, es un fraude que ha desestabilizado al sistema político del país , impulsó la economía hacia la recesión y dejó a miles sin empleo. Casi ha devastado el estatus de Brasil como una estrella en ascenso en el escenario mundial.
¿Cómo se llevó a cabo? En el centro del escándalo está un plan de sobornos al viejo estilo. A partir del 2004, según los fiscales, un pequeño número de altos funcionarios de Petrobras se coludieron con un cartel de compañías para hacer sobrecargos a la firma petrolera por contratos de construcción y servicios.
El cartel decidiría qué compañías entre sus miembros ganarían un contrato para, por ejemplo, prestar servicio en una plataforma petrolera.
Esta competencia falsa era supervisada por los cómplices en Petrobras, a quienes se recompensaba con sobornos. Conservaban algo del dinero, pero compartían gran parte del mismo con personajes públicos.
La compañía, aunque se cotiza públicamente, es propiedad del Gobierno en un 51%, y más que unos cuantos de los ejecutivos de Petrobras les deben sus puestos a los funcionarios de elección.
Lo que ha asombrado a los brasileños no es la novedad de este fraude, sino su escala épica.
El primero de muchos gritos ahogados de asombro fue emitido en diciembre, cuando un exempleado de Petrobras llamado Pedro Barusco prometió devolver los $100 millones de sus ganancias mal habidas.
Eso fue solo el principio. Barusco dijo a las autoridades en febrero, que el gobernante Partido de los Trabajadores se había embolsado hasta $200 millones a lo largo de los años, dinero que supuestamente fue usado para financiar campañas políticas.
Malestar ciudadano. En marzo, al menos un millón de brasileños se lanzó a las calles en ciudades de todo el país para protestar.
Gran parte del furor se dirigió contra la mandataria Dilma Rousseff , quien fue presidenta de Petrobras durante parte del tiempo en que operó la mafia de corrupción.
Pese a que ella niega cualquier participación y no ha sido acusada, varios políticos de su partido y de otras cinco agrupaciones políticas han sido implicados, por lo que hay mucha culpa que repartir.
Hasta la fecha, se han emitido 117 acusaciones, seis políticos han sido arrestados , y se han presentado casos criminales contra 13 compañías.
Funcionarios de Petrobras han situado el total de todos los sobornos en casi $3.000 millones, una cifra que hace parecer al escándalo de la FIFA , el organismo que rige al fútbol mundial.
En Brasil, el lío de Petrobras ha convulsionado al país con una hiriente sensación de traición.
Los brasileños tienen un dicho cuando son arrestados los ricos y poderosos: “siempre termina con una fiesta con pizzas ”. Estas palabras pretenden sugerir que el sistema de justicia está amañado a favor de las élites. Se dice que los acusados evitan la prisión y luego celebran ordenando pizzas .
La labor de cambiar la cultura en Petrobras ha recaído sobre João Elek, quien fue recién designado como jefe de cumplimiento de reglamentos de la firma.
“Si alguien tiene sospecha de que su jefe no es capaz, eso es suficiente para una investigación”, manifestó Elek.
Como una de las compañías petroleras más grandes del mundo, Petrobras gasta más de $20.000 millones al año en ampliar su capacidad, construyendo nuevas plantas y dando servicio a instalaciones.
Eso significa que se gastan enormes sumas de dinero en una variedad de trabajos, gran parte de ellos subcontratados a compañías que desde hacía tiempo competían unas con otras por los contratos.
Sin embargo, hace una década, según los fiscales, estas compañías dejaron de competir y empezaron a colaborar.
Formaron un cartel y decidían, con anticipación, cuál de ellas conseguiría un contrato en particular. Se orquestaba una farsa de competencia, y el ganador designado podía cobrar mucho más de lo que cobraría en un mercado libre.
El cartel se hacía llamar “el club”, según testimonios y documentos presentados ante un tribunal.
Los miembros del club pronto se estaban quedando con todos los contratos importantes de Petrobras. Entre el 1% y el 5% del valor de un contrato dado se desviaba para aquellos en el extremo receptor del plan, un grupo que incluía a 50 políticos de seis partidos, según los fiscales.
“Esta crisis va al corazón del capitalismo estatal brasileño, las líneas borrosas entre las políticas económicas de Estado y los benefactores del Estado”, dijo Matthew M. Taylor de la Escuela de Servicio Internacional de la Universidad Americana.
“Lo que se está demostrando es el costo de la relación entrelazada entre la empresa y el Estado, y los tipos de corrupción a que puede conducir”.