Mientras el presidente Donald J. Trump cumple su primer mes en la Casa Blanca al son de decretos ejecutivos para concretar muchas de sus más polémicas promesas de campaña, un movimiento de oposición se articula en Estados Unidos, resistiendo sus políticas desde la ciudadanía e incluso desde numerosas instituciones estatales y federales.
Similar a lo acontecido durante las primeras semanas de Barack Obama al frente de los Estados Unidos con el surgimiento del Tea Party –un movimiento ultraconservador ligado al Partido Republicano que usó su desdén con las políticas de Obama para orquestar una rebelión contra el presidente casi desde su llegada a la oficina–, la resistencia a Trump busca impedir que el empresario avance en su agenda.
Por sus ideales nacionalistas y conservadores, la presidencia de Trump supone una suerte de peligro para el Partido Demócrata y la política liberal de la que Estados Unidos ha sido abanderado durante siglos, manifestándose así el relieve de una pugna social y política que se hizo evidente desde la crisis financiera de 2007-2008.
Si bien la llegada de Obama al poder coincidió con la crisis y sus consecuencias nefastas para el bolsillo de la población –lo que atizó un malestar en un segmento de la sociedad estadounidense preocupado por el desempleo, el seguro social y la economía en general–, el arribo de Trump representa el triunfo de esa “otra parte” del país que durante los ocho años de Obama se sintió poco representada y menos escuchada en Washington.
Claro está que la política es un yin y yang eterno, y ahora que los republicanos y conservadores tienen a un representante tan particular en el Despacho Oval, los demócratas y liberales pujan para defender sus intereses de formas similares a las de sus enemigos en la era de Obama, pero también con algunas diferencias.
El Triunfo de la desilusión
Hace año y medio, cuando la campaña presidencial de Trump apenas despegaba de cara a las elecciones primarias del Partido Republicano, la élite política y la prensa estadounidense si acaso se reían del prospecto a mandatario con nula experiencia en la función pública.
Es común que los candidatos a puestos políticos se vendan con confianza en sus eventuales triunfos, pero cuando Trump decía cosas como “cuando me juramente como presidente el próximo año, reinstalaré la ley y el orden en este país”, nadie parecía tomárselo tan en serio.
Todo era chistes y sonrisas hasta que el empresario empezó a sacar de la contienda, uno tras otro, a sus competidores republicanos. Cuando fue anunciado como el candidato presidencial del partido, muchos se cuestionaban que tuviese las armas para ganarle a su nueva rival, la demócrata Hillary Clinton, a quien su partido presentó como la “candidata más presidencial”.
Incluso después de ganar las elecciones en noviembre, Trump seguía siendo un objeto de poca seriedad para la prensa, y pocos realmente lo creían capaz de cumplir sus principales promesas de campaña –construir un muro, reforzar medidas migratorias contra musulmanes y mexicanos, y poner a la economía estadounidense por encima de todo, entre otras–.
Qué pasó para que llegáramos a este punto, se preguntaron miles de personas dentro y fuera de Estados Unidos, a la luz no solo de la victoria del Trumpismo sino también de hechos como la salida del Reino Unido de la Unión Europea y la sensación del auge del populismo en otras partes del mundo.
Era como si todo lo que creíamos por cierto se derrumbara en un segundo.
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La historia liberal
El historiador israelí Yuval Noah Harari –autor del aclamado libro Sapiens: de animales a dioses: una breve historia de la humanidad– atribuye ese sentimiento de inestabilidad a la pérdida de fe en lo que él llama la “historia liberal”, un ideal que reza por liberalizar y globalizar los sistemas políticos y económicos mediante el libre mercado y la democracia.
El aparente colapso de la historia liberal no es una novedad: desde la Primera Guerra Mundial hasta el desarrollo del comunismo, pasando por el fascismo, en el último siglo han nacido serias amenazas al poder del mercado, los derechos humanos y la democracia, valores que sustentan el liberalismo y el capitalismo, asumidas por muchos países occidentales.
Sin embargo, como Harari señala, el liberalismo siempre ha ganado, incluso cuando parecía que tenía las de perder. Así fuera mediante la violencia, la historia liberal ha permanecido en pie, quizá en gran parte por falta de una mejor idea sobre cómo ordenar la sociedad de tal manera que funcione hacia el progreso y la prosperidad.
“Cuando los humanos pierden la habilidad de entender el rápido cambio global y la vieja historia colapsa y deja un vacío, necesitamos nuevas formas de pensar, y las necesitamos rápido”, escribió Harari en octubre, planteando un nuevo punto de quiebre para el liberalismo, dado el evidente desdén de muchas personas con el sistema democrático.
“Hoy, sin embargo, seguimos en el momento nihilista de desilusión y enojo; cuando la gente pierde la fe en la vieja historia antes de abrazar una nueva. Este es el momento de Trump”, agregó.
Desde antes de ganar las elecciones, analistas y políticos coincidían en que Trump no tiene ideología alguna, pero que era el candidato perfecto para congregar a esa gran masa de votantes que sentía que la democracia les había fallado y que lo único que tenían a mano era el “poder del caos” en las pasadas elecciones, según Harari.
El caos ganó y llegó hace un mes a la Casa Blanca, sin intenciones de dar un paso atrás. Es el momento para que los decepcionados levanten el puño y luchen por un país más cerrado, solo para ellos, con más trabajo para los estadounidenses y no para los inmigrantes, mientras que los seguidores de la historia liberal encuentran la necesidad de organizarse y luchar por sus ideales de igualdad y horizontalidad, a falta de una idea mejor, y también inspirados en parte en la desazón por el sistema.
Así las cosas, Trump alimenta las emociones e impulsos de millones de ciudadanos decepcionados, pero paralelamente ha echado a andar a una oposición que suma actores de distintas vertientes liberales (que no necesariamente son demócratas o de izquierda; el liberalismo ha sido abrazado por los republicanos en el pasado) que cada vez más se unen para hacer presión y complicar los planes de Trump.
Ha sido solo un mes
Hace un año, en febrero del 2016, Trump todavía era visto como el candidato imposible y en el Partido Republicano todavía no eran ruidosos los grupos políticos que luchaban para que no ganase la candidatura. Hace un año, pocos imaginaban este escenario, realmente; quizá ni siquiera Trump lo veía venir.
Este lunes se cumplirá un mes desde que el gobierno de Trump puso pie en Washington, al mismo tiempo que le demandó al planeta más atención que a cualquier otra cosa. Se ha sentido más largo que un mes: solo en su primer día, además de juramentarse, el presidente nombró a miembros del gabinete y embajadores, e hizo una orden ejecutiva para limitar la ley del seguro médico universal que Obama había pasado.
El verdadero espectáculo comenzó el día un siguiente, un sábado, cuando Sean Spicer, el secretario de prensa de la Casa Blanca, convocó a una rueda de prensa en la que no respondió ninguna pregunta pero atacó a los medios de comunicación y dijo que la inauguración de Trump había sido la más concurrida de la historia, a pesar de que los números demostraban lo contrario.
Mientras Spicer daba un aperitivo de la relación que el gobierno tendría con la prensa en los próximos cuatro años –al menos– y Trump hacía lo propio en las oficinas del FBI recordando su riña con los medios de comunicación liberales y “falsos”, la Marcha de las Mujeres –el 21 de enero– convocaba a más personas que la propia inauguración, y no se celebró solo en Washington, sino en decenas de países.
La marcha parecía el comienzo de una tradición liberal, más que una singularidad. A finales de enero, una encuesta realizada a 1.1018 adultos encontró que el 40% de las mujeres demócratas planeaban involucrarse más en causas políticas este año, y casi la mitad de liberales demócratas consultados dijeron coincidir con esos planes. La Marcha de las Mujeres en Washington fue la primera protesta para un tercio de sus 500.000 asistentes.
“En muchas formas, la gente ve el comienzo de la administración de Trump como un ataque a muchos ideales progresistas”, ha dicho la socióloga Dana R. Fisher a la cadena CNN. “Vemos a todo el movimiento progresista trabajando junto de maneras que no habíamos visto desde las décadas de los 60 y los 70”.
Escudos de la contra
Literalmente a horas de haber tomado Trump el poder, miles de ciudadanos se manifestaban no solo en las calles, sino también en medios de comunicación (desde los principales programas de comedia del país hasta los noticieros de prácticamente todos los canales excepto Fox, el favorito de Trump) e Internet, especialmente en Twitter, la red social predilecta del presidente.
Bastaba con ver las miles de respuestas a sus tuits para encontrar que la mayoría eran negativas. Dada la poca concordancia entre los hechos y las declaraciones de Spicer sobre la asistencia a la inauguración de Trump, una imagen comparando la concurrencia de Obama con la del nuevo presidente circuló como la espuma en Twitter.
En su cuenta oficial de Twitter, el Servicio de Parques Nacionales compartió dicha imagen, y la administración de Trump le ordenó cesar las publicaciones en esa red social hasta nuevo aviso e investigar si la cuenta había sido vulnerada. En cuestión de horas, una cuenta no oficial del Servicio apareció en línea en Twitter para criticar al presidente.
En la cuenta no oficial se alegaba que quienes estaban detrás eran exempleados del Servicio, y ello dio pie a que nacieran decenas de “cuentas rebeldes” de diferentes agencias estatales, especialmente las dedicadas a la ciencia, en cuenta la NASA y la Agencia de Protección Ambiental, a la cual la administración de Trump le había ordenado eliminar toda la información sobre el cambio climático en su página web (Trump niega la existencia del calentamiento global).
La resistencia en línea y en medios de comunicación venía gestándose desde antes de que Trump triunfara en las elecciones. Una vez anunciada su victoria, cinco exempleados demócratas del Congreso empezaron a trabajar en Indivisible: una guía práctica para resistir la agenda de Trump, inspirados en lo que presenciaron cuando el Tea Party empezó a crecer para detener a Obama, a comienzos de su presidencia.
“Juntos, tenemos el poder para resistir y para ganar”, lee la guía. “Lo sabemos porque lo hemos visto antes. Los autores de esta guía presenciaron el ascenso del Tea Party. Vimos a esos activistas atacar a un presidente popular con un mandato por el cambio y una mayoría en el Congreso. Los vimos organizarse localmente y convencer a sus miembros del Congreso de rechazar la agenda de Obama. Sus ideas eran erróneas, crueles y llenas de racismo, y ganaron”.
El Movimiento Indivisible se enfoca principalmente en el activismo local, y pretende que grupos de resistencia en todo el país actúen simultáneamente mediante pequeños ataques que juntos podrían detener las acciones de Trump. A comienzos de febrero, más de 6.000 grupos locales estaban registrados como parte del movimiento y la página de Indivisible había sido visitada por más de 10 millones de personas.
La contra interna y empresarial
Desde su primer día, el equipo de Trump se ha visto amenazado por decenas de filtraciones de información privada, desde la reacción del presidente a las noticias de su posesión del poder hasta su adicción a la televisión. La administración ha luchado contra las críticas desde distintos frentes, pero eso ha complicado más las cosas.
Por ejemplo, cuando Spicer fue duramente señalado por dar números falsos sobre la inauguración, Kellyanne Conway –la consejera de Trump– salió a la prensa a decir que el gobierno manejaba “datos alternativos”. Eso solo sirvió para aumentar las críticas a Trump por su poca cercanía con la verdad y los datos, al sistemáticamente presentar información falsa para defenderse.
Acciones como la de Conway o la negativa de Trump a hablar claramente sobre sus relaciones con Rusia y el presidente Vladimir Putin –cuyas más recientes revelaciones obligaron a Michael Flynn, Consejero de Seguridad Nacional, a renunciar– pueden ser disparos en el propio pie para la administración, en el tanto alimentan sospechas peligrosas.
Aunado a ello, las acciones que Trump ha tomado –principalmente mediante decretos presidenciales, algo que sus predecesores también hicieron por montones– han probado ser extremadamente polémicas e incluso han alienado a algunos de sus partidarios y votantes.
Antes de terminar enero –es decir, a menos de dos semanas de haber asumido el puesto–, el presidente ya había retirado a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico, congelado las contrataciones federales durante tres meses, eliminado fondos para organizaciones a favor del aborto, ordenado comenzar a construir un muro en la frontera con México, suspendido el programa de refugiados y negado el ingreso al país a ciudadanos de siete países de Asia y África.
Quizá la decisión más polémica tuvo que ver con el bloqueo de inmigrantes, considerado un ataque contra los musulmanes. Inmediatamente, algunas de las empresas más importantes del país se manifestaron en contra de la medida y alegaron que afectaba a muchos de sus empleados. Google, Facebook, Amazon, Intel, Microsoft y Twitter, entre decenas más, apoyaron una acción legal para combatir el decreto y permitir el ingreso de miles de ciudadanos que fueron bloqueados.
Esa acción legal venía del lugar menos esperado para Trump: el Departamento de Justicia. Dos días después de decretar Trump el bloqueo, 17 procuradores generales de distintos estados lanzaron un comunicado condenando las acciones como una prueba religiosa y, como tal, inconstitucional. Otro par de días después, la Unión por las Libertades Civiles presentó una demanda federal contra la orden ejecutiva, por ser una amenaza para la Constitución Política.
El 3 de febrero, un juez federal de Washington bloqueó temporalmente la prohibición migratoria de Trump, quien en su cuenta de Twitter respondió: “¡Nos vemos en la Corte!”. La orden judicial le prohibió a todo empleado federal hacer cumplir el decreto migratorio de Trump hasta que la situación se resuelva en los tribunales. La Casa Blanca respondió que apelará hasta que la reforma se apruebe.
“La Constitución prevaleció hoy”, comentó ese día –asumido como un triunfo liberal– Bob Ferguson, procurador general de Washington, quien presentó al juez la moción para detener el polémico bloqueo migratorio. “Nadie está encima de la ley, ni siquiera el presidente”.
Resistencia popular
Si por la víspera se saca el día, la dinámica entre la administración de Trump y sus adversarios permanecerá similar, al menos en los próximos meses, aunque los hechos no deben subestimar la actitud impredecible del presidente y sus políticas. Así las cosas, Trump seguirá impulsando una agenda conservadora y nacionalista, y sus adversarios utilizarán el estado de derecho a su favor para defender sus ideas.
No obstante, el conflicto entre ambos bandos no se limitará únicamente al escenario político o al activismo presencial o digital, sino también a uno de los principales estadios de atención para los estadounidenses: el mundo del espectáculo.
Sí, Trump es un empresario que construyó un imperio, pero la mayoría de los estadounidenses lo conocieron como parte de la cultura pop, no por su estatus de “magnate”. Estrella de realities, poseedor de una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, y figura recurrente en los medios de comunicación, Trump ahora ve la espalda de un mundo al que se esforzó por pertenecer y que hoy lo tilda de fascista.
La cantante Madonna pasó de ir a todas sus fiestas a insultarlo en la Marcha de las Mujeres en Washington; Saturday Night Live –programa de comedia del cual fue anfitrión en el pasado– ha ganado un enemigo en el presidente tras sus constantes burlas; y jugadores profesionales de fútbol americano y baloncesto se han manifestado en su contra –varios jugadores de los Patriots, equipo ganador del Super Bowl, rechazaron una invitación a la Casa Blanca para que el presidente los celebrara–.
Por supuesto que Trump tiene su buena cuota de seguidores famosos, pero ninguno con el capital social de Beyoncé y Jay-Z, por ejemplo, quienes apoyaron a Clinton en las elecciones y a quienes Trump atacó por haberlo insultado en la campaña.
Para otra celebridad esto sería un problema, pero para Trump solo es cuestión de contraatacar. “Creo que él es el que ha reído de último, porque indisputablemente no es solo el hombre más poderoso de Estados Unidos, es la celebridad más famosa del país”, dijo el presentador de televisión británico Piers Morgan. “Probablemente duerme con una gran sonrisa en el cuarto presidencial de la Casa Blanca”. Por ahora.