Washington. AP. Ya se supo quién ganó. Ya conocemos el premio: una herida enorme y horrible en el corazón de la política estadounidense.
Casi dos años de incesante campaña y de retórica con tintes raciales han dejado al descubierto profundas fracturas que sangran y se consolidan.
La raza, el género y la clase parecieron ser factores más decisivos que nunca para pronosticar si un estadounidense votaba por Donald Trump o Hillary Clinton. Y así como los estadounidenses se atrincheran cada vez más en sus posiciones, los políticos tienen poca motivación para comprender al contendiente.
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Esa dinámica marcó el tono, para bochorno de Estados Unidos y del resto del mundo. A menudo, esta campaña apareció como una conversación ruidosa e incoherente que se desarrollaba en dos mundos paralelos, en la cual el republicano Donald Trump y la demócrata Hillary Clinton vociferaban a través de la sima que los separaba.
Puede que fuera una contienda llena de momentos imprevisibles, pero sus certezas fueron igual de notables.
A su llegada al día clave, Clinton parecía encarrilada hacia una victoria clara, en ocasiones por abrumadora mayoría, entre votantes negros, hispanos y de educación universitaria.
Trump, por su parte, se vio impulsado por el apoyo de votantes blancos de clase trabajadora, un grupo que según las encuestas podría rechazar a Clinton con mayor vehemencia que a cualquiera de sus predecesores demócratas recientes.
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Marcada división. Esta división entre blancos y minorías, entre hombres y mujeres, entre los que tienen educación universitaria y los que no, no comenzó en 2016. Es probable que la coalición de Clinton se parezca mucho a la formada en el 2008 y el 2012 por el actual presidente, Barack Obama, en un fenómeno con raíces aún más antiguas.
Pero en el 2016 será recordado como el año en el que las divisiones se agrandaron, las posiciones se consolidaron y la conversación se volvió más dolorosa.
Se recordará este año como la ocasión en que un candidato republicano pudo describir a ciudades estadounidenses como “zonas de guerra”, aparentemente sin consideración por los sentimientos de las personas que tienen su hogar allí.
Se recordará como las elecciones en las que Clinton describió a la mitad de los partidarios de Trump como “una canasta de deplorables” y solo se disculpó por lo amplio de su acusación. Se recordará por el momento en el que el argumento final de Trump fue que “todo va mal” cuando Clinton preguntó “¿desde cuándo nos hacemos pesimistas?”.
Un provocador a ultranza. No es difícil culpar a la candidatura de Donald Trump, propensa a buscar los puntos flacos de otros, de buena parte de estos elementos extraños.
El candidato republicano convirtió en un chiste la “autopsia” del partido encargada por veteranos republicanos tras la derrota de Mitt Romney en el 2012, que concluyó que el partido “ofende a demasiada gente sin necesidad”.
Pero la base del partido eligió un candidato que cuestionó la legitimidad del primer presidente negro. Escogió a un aspirante que declaró que México enviaba “violadores” al otro lado de la frontera. Eligió a una estrella septuagenaria de reality shows de que llevaba años haciendo comentarios sexistas.
Pero el hecho de que Trump estuvo dispuesto a correr el riesgo de decir lo que otros callan le permitió, sin duda, conectar con una parte considerable de los votantes estadounidenses.
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“Veo los discursos de esta gente, y dicen que saldrá el sol, se ocultará la luna, ocurrirán toda clase de cosas maravillosas. Y la gente dice, ‘¿qué está pasando? Yo solo quiero un empleo. Solo deme un empleo. No necesito la retórica. Quiero un empleo’”, dijo en el recibidor de su rascacielos Trump Tower cuando anunció su campaña.
El republicano Donald Trump ganaría porque comprendió el alcance de la ansiedad blanca. Fue porque reunió a los excluidos y los furiosos, en rincones del país donde la gente se ha sentido ignorada durante ocho años de gobierno de Obama.