No les hacía falta verse al espejo. Los rótulos en las calles y hasta la ubicación de su vivienda no los dejaban olvidarse de que eran negros en un país donde solo los blancos podían votar y asumir cargos gubernamentales.
Así vivieron unos 30 millones de negros durante la era del apartheid (‘separación’ en la lengua criolla neerlandesa afrikáans), régimen bajo el cual la minoría blanca (21% de toda la población a finales de los 40) gobernó Sudáfrica desde 1948 y hasta su caída, en 1991 –gracias a la lucha del líder negro Nelson Mandela y también como consecuencia de cambios regionales y geopolíticos–.
Entre otras, las reglas del apartheid incluían la prohibición de matrimonios interraciales, ciertos distritos se reservaban para blancos y los negros no podían adquirir inmuebles en centros urbanos ¿Por qué? Para que se quedaran en las áreas rurales pobres y como medio de frenar su ascenso social.
El aumento, con los años, de las medidas de discriminación, resultaron en protestas y en la detención y condena a prisión perpetua de Nelson Mandela y otros dirigentes, en 1964. Estos juicios, criticados por las Naciones Unidas, sembraron la semilla de las sanciones contra el Gobierno de minoría blanca.
Durante décadas, el apartheid continuó vigente, pero al mismo tiempo se intensificó el aislamiento del país, lo cual lo afectó económicamente. En los 70, varias naciones europeas impidieron a sus empresas negociar con Sudáfrica.
En tiempos de la Guerra Fría y de la lucha entre Estados y la Unión Soviética por establecer sus áreas de influencia en el planeta, Sudáfrica se benefició del apoyo de Washington y Londres como bastión anticomunista en África, un escenario donde Moscú apoyaba a los movimientos armados que luchan por la independencia en Mozambique, Angola y Namibia (ocupada y controlada por Johannesburgo).
Mientras, el impacto de las sanciones económicas empezó a hacer mella en el país. La falta de inversión llevó a la devaluación del rand, la moneda sudafricana, al punto de que el Gobierno decretó un estado de emergencia.
En el plano internacional, empezaban a soplar otros vientos.
El ascenso de Mijaíl Gorbachov al poder en la URSS, más decidido a atender urgentes problemas domésticos, implicó un deshielo con Occidente con pasos para frenar la carrera armamentista y desactivar una serie de conflictos regionales que enfrentaban a las dos superpotencias del momento.
La negociación entre Moscú y Washington puso fin a la guerra en Namibia en 1988 y la retirada de las tropas sudafricanas.
Igualmente, las guerras civiles que asolaban a Angola y Mozambique , excolonias portuguesas, acabaron con acuerdos de paz, y eliminaron el motivo de Sudáfrica para intervenir en esos conflictos.
Este cambio, así como la caída del Muro de Berlín y la crisis del comunismo soviético, enviaron un mensaje muy claro al régimen segregacionista: su papel como protección contra el comunismo ya era asunto superado.
Así, el acceso de F. W. De Klerk, político blanco, como presidente de Sudáfrica marcó la senda final del sistema impuesto en 1948.
De Klerk puso las cartas sobre la mesa. En 1990, adelantó que que legalizaría los partidos políticos proscritos, incluyendo el Congreso Nacional Africano (CNA), de Mandela. Entre 1990 y 1991 derogó las leyes que sustentaban el apartheid , y liberó a Mandela tras casi 27 años en prisión.
De Klerk, Mandela y figuras como el reverendo Desmond Tutu, pacifista y Premio Nobel de la Paz en 1984, negociaron y lograron una transición democrática sin derramamiento de sangre. Fijaron fecha para las primeras elecciones libres de la historia: el 29 de abril de 1994, que el expreso político ganó con holgura.