Irene habla poco. Es tímida y casi todas sus respuestas se componen de frases cortas. ¿De dónde sos? “De Desamparados”. ¿Qué edad tenés? “En enero cumplí 16”. ¿Te veías siendo mamá? “Al principio no, pero pasó. Diay, lo que Dios quiera”.
Es el último día del curso prenatal en la Clínica de Santo Domingo de Heredia y las mujeres embarazadas del grupo decoran el aula. Unas letras en cartulina pegadas a la pared forman una palabra: “bienvenido”. Hoy todas se “gradúan”, pero la celebración no es para ellas.
Irene se sienta y escucha con atención a Ana Lucía García, enfermera obstetra y coordinadora del programa de salud de la mujer en el centro médico. Algunas mamás del curso se acompañan de sus parejas; otra adolescente embarazada lleva a su mamá. Irene no.
Su compañía durante estos siete lunes no siempre ha sido la misma, pero usa el mismo uniforme: botas negras, pantalón verde oscuro y una camisa beige con un escudo. “Centro de Formación Juvenil Zurquí”, se lee en él.
El baby shower sorpresa del cierre lo planearon para la única integrante que no lo tendrá afuera de esas cuatro paredes. “Uno como mamá se asusta y le da mucho miedo, pero usted lo va a lograr... porque está luchando”. Ana Lucía le habla a la joven y ella asiente. “Eso es algo de admirar”.
Irene tiene 35 semanas de gestación, 16 años, dos tatuajes en sus brazos, muchos regalos por abrir y una condena que se encuentra pagando en el único centro penitenciario para menores del país, ubicado en San Luis de Santo Domingo.
Se ve frágil, casi inofensiva. Deja escapar su retraída risa de vez en cuando. Es –casi– una niña... que le dará vida a otro niño.
Antes de entrar al centro, nunca se imaginó que ella y su hermana –de 17 años– caerían presas juntas por el mismo delito. Tampoco tenía idea de que iba a ser mamá. Tenía temor, cuenta. No sabía para dónde iba. “Ya perdí el miedo”, me dice. “El Zurquí es tranquilo”.
“Me hicieron una prueba de sangre y ahí salió que estaba embarazada. Yo no sospechaba nada”, agrega. Con el papá del niño ya no tiene contacto. “Él andaba conmigo, pero cuando yo entré al centro yo corté con él. Yo dejé las cosas así pero yo no sabía que estaba embarazada”.
El curso le ha ayudado mucho. “Al inicio yo no sabía nada de ser mamá y esas cosas. Me sentía muy asustada de ver a todas las personas y yo siendo menor de edad”.
—¿Te daba miedo que supieran que eras privada de libertad?
—No, eso no.
Avance institucional
“De las dos chicas madres que tenemos acá, una no tiene mucho de ser privada de libertad, pero enfrenta una sentencia importante”, asegura Kattia Góngora, directora del centro penitenciario Zurquí. “Va a implicar que se separe de su bebé por varios años. La otra enfrenta una sentencia muchísimo más corta y ya tiene avanzado un período”.
Irene es una de las 13 mujeres menores de edad del centro penal –popularmente conocido como la “cárcel de menores”– compuesto actualmente por unos 115 jóvenes. De ellas, siete viven (en distintas formas) la maternidad en el encierro.
Los bebés de dos de estas madres fueron declarados en abandono y puestos en adopción; Karen (de 17 años) es la única que vive con su hijo de un año en su dormitorio; Irene hará lo mismo después de dar a luz y el resto ha buscado apoyo familiar afuera para hacerse cargo de sus hijos en libertad.
“A los tres años de edad del niño, ellas enfrentan el paso amargo de pensar qué va a pasar con ese bebé. Eso depende de afuera, no de lo que ellas hayan avanzado aquí”, agrega Góngora. “Ellas pueden estar súper preparadas para que continúen con su bebé, sin embargo, al cumplir tres años, vuelven a ‘el afuera’. Hay dos posibilidades: si hay una familia con la que cuentan y las apoyan, los bebés van ahí. Si no tienen apoyo o la familia recursos, el bebé puede ir a un albergue. Es el dilema diario que enfrentan las mujeres privadas de libertad”.
Tanto para el centro como para la clínica de Santo Domingo, el caso de Irene es histórico y es un avance que los llena de orgullo. Por primera vez, una joven privada de libertad recibe un curso de preparación para el parto afuera de la cárcel.
“El centro ha tratado de todas maneras que ella lleve su embarazo de la forma más positiva posible”, asegura Góngora. “Nosotros tenemos lo que nadie quiere tener: la gente que ha hecho daño y que ha cometido delitos. Es muy complicado, porque el hecho de que las personas cometan delitos no los excluye de tener derechos: a la educación, al trabajo, a la recreación, a convivir, a vincularse con otras personas. Todos esos son derechos que ni siquiera son discutidos: deben ser”.
Para Ana Lucía García, enfermera que ha liderado todo el proceso del curso prenatal, esta iniciativa del centro es de aplaudir.
“Muchas veces a los privados de libertad se les violan sus derechos y la salud es uno de ellos. Yo desconozco qué fue lo que hizo la muchacha. No le voy a preguntar ni me interesa. Es una adolescente que tiene derecho a venir a un curso y que tiene derecho a prepararse para ser mamá”.
Elizabeth Díaz, mamá integrante del curso en la clínica, coincide. “Me llena mucho de gozo ver que le están dando una segunda oportunidad, no solo a ella, sino también al bebé. Ella está pagando una condena por un error que cometió, pero el bebé no tiene por qué pagar las consecuencias”, asegura. “Que ella esté disfrutando con nosotras y compartiendo me da mucho gusto. A una persona no se le tiene que castigar dos veces. Ya a ella la castigaron una. ¿Por qué hacerlo de nuevo junto a su bebé?”.
La práctica indica que todas las salidas de privados de libertad deben ser autorizadas por un juez, sin embargo, en temas de salud, la autorización la puede dar el mismo director del centro, como sucedió en este caso.
“Desde el concepto de salud integral de la Organización Mundial de la Salud, unido con los objetivos de la justicia penal juvenil –que siempre trata de promover la reinserción social–, (la salida de Irene) se justifica”, dice Sofía Elizondo, trabajadora social del Zurquí. “Para ella este proceso fue fundamental, no solo en su condición como madre, sino en la posibilidad de conectar con gente diferente”.
Para ella, agrega Góngora, dentro del contexto socioeconómico en el que ella ha sido criada, estos espacios sociales positivos no son lo normal. La dinámica es otra.
“El proceso para ellas es doblemente pesado”, añade Elizondo. “Ya son madres adolescentes, que eso ya es una causa de vulnerabilidad. Pero son madres adolescentes en condición de privación de libertad. Algunas sin redes de apoyo fuertes, con un montón de situaciones a nivel emocional que hay que revisar, con condiciones económicas muy desfavorables en algunos casos; otros con historias de vidas muy dolorosas y llenas de abusos y abandonos”.
“Es un camino que estamos recorriendo con mucho temor pero con mucha motivación hacia una construcción lo más cercana al respeto de los derechos humanos de ambos menores”, agrega.
Irene tiene mandalas coloreados pegados a la pared de su dormitorio y tres atrapasueños que hizo en la clase de bisutería. Tiene, al lado de su cama, la compañía de su hermana. Tiene además, en su vientre, un niño que ya está por nacer.
—¿Ya te sentís preparada para ser mamá?
—Sí.
—¿Ya querés que nazca?
—Sí.
Maternidad tras las rejas
Karen habla mucho. Es desinhibida y casi todas sus respuestas se componen de largos testimonios.
“Cuando el OIJ me detuvo lo hizo muy groseramente”, recuerda. “A mí algo me dijo que me cuidara porque seguro estaba embarazada. Ya yo lo sospechaba. Me tiraron al carro y las muchachas me dijeron: ‘eso es lo que todas dicen’. Le dijeron a la fiscal y la fiscal me mandó a hacerme una prueba de sangre en la noche y salió positivo”.
Karen tiene dos años de ser privada de libertad. André, su bebé de año y un mes la sigue por donde vaya. Aún no habla, pero ya camina.
Cuando cumpla tres años, la mamá de la Karen se hará cargo de él.
“Fue una mezcla de sentimientos”, dice la joven de 17 años. “Yo quería ser mamá pero no quería ser mamá encerrada. Para mí es muy duro que él quiera salir (del dormitorio) y yo no pueda sacarlo. Tengo que pedir un permiso y no siempre me lo dan”.
Una de las grandes preocupaciones que enfrenta el Zurquí es que, a diferencia de la cárcel femenina El Buen Pastor, este centro no cuenta con una casa cuna. Las menores embarazadas deben compartir su espacio con sus bebés.
“Karen es una chica que debe tener a su bebé 24 horas. Tiene que estar agotada. No tiene la posibilidad de decir: ‘voy a llamar a mi suegra para que me lo cuide’ o ‘voy a decirle a mi hermana que me lo recoja para yo ir al supermercado’”, dice Góngora. “Nuestra meta es empezar a construir la sección femenina con énfasis en una casa cuna pequeñita. Ya están los planos y el terreno. Lo que no hay es toda la plata. Es un proyecto caro”.
Con un inevitable tono maternal, la directora dice entender el dilema ético al que se enfrentan todos los días. “Si la madre está privada de libertad y el bebé está con ella, estamos limitando de alguna manera también el tránsito del bebé. Sin embargo, el interés superior del bebé es lo principal y se valida la posibilidad de que él esté con su mamá”.
El dormitorio de Karen mide unos diez metros cuadrados. Ese espacio reúne una pila, una cama, un baño, una cuna y varios juguetes en el suelo.
Cada detalle, cada carta, cada papel de chocolate lo guarda en una gran bolsa de tela que nos muestra con detalle.
“Esto fue de cuando bebé cumplió un añito”, dice mientras nos enseña un gorro de cartón. “¿Sabe qué? Ese fue uno de los días más difíciles para mí… legal. Lo esperé mucho, mucho tiempo. Ese día no era un día de visita. Lo que yo menos me imaginé era que una oficial le pidiera permiso a los jefes para hacerle una fiestita. Fue como… uf , mae”.
“Es una realidad muy dura”, agrega la directora. “Porque es: no solo estoy privada de libertad, no solo tengo que lidiar con todas las emociones que significa ser adolescente. Ella es un fracaso social… está encerrada. Debería estar en el colegio con sus amigas. Pero además de eso, es mamá con todos los controles encima”.
Hace dos o tres años, el número de mujeres menores privadas de libertad se contaban con los dedos de una mano. Trece es un número anormalmente exorbitante. Sus pronósticos indican que irá en aumento.
“Están en lugares que no son adecuados”, asegura Góngora. “Deberían tener un jardín para salir, un patio donde tomar el sol a cualquier hora, pero están en lugares que no fueron hechos para contener población. Hemos estado luchando para construir una sección femenina, pero es difícil... nadie quiere invertir en el sistema penitenciario”.
Lo mismo apunta Sofía, la trabajadora social. “Si este centro no estuvo pensado para tener mujeres, mucho menos para tener mujeres con sus bebés. Lo que estamos apostando es estar muy unidas con el equipo técnico de El Buen Pastor para hacer un proyecto lo más parecido posible, con condiciones mucho más limitadas”.
Libertad a medias
Michelle tiene 21 años y una niña de 4 años y siete meses. La ve cada 15 o 22 días, cuando su mamá se la lleva al centro.
“La primera vez yo caí aquí en el 2012, ya embarazada. Solo estuve un mes”, cuenta a través de una verja de metal. “Salí y tuve mi hija afuera. Después de año y medio me hicieron el juicio y me sentenciaron”.
En ese momento, no se permitía la presencia de bebés en el centro. “Tampoco era justo que ella estuviera en un lugar así con uno. Yo cometí mis errores cuando era joven. Todavía era una chiquilla, no sabía lo que hacía”, dice con una voz pausada. “Yo acepto mis errores, tampoco los voy a negar”.
A Michelle le queda poco tiempo para reencontrarse con su libertad. Quiere hacer trámites para que una vez afuera, pueda seguir estudiando en el centro. Empezar de nuevo afuera sería un reto complicado.
“Cuando veo a mi hija es una felicidad, pero cuando se va es muy difícil. No la puedo ver crecer cada día que pasa”, dice. “Yo he sufrido mucho. Me hace mucha falta. Gracias a Dios ella está bien con mi mamá”.
Cuenta los días para volver a ser libre. “Las mujeres jóvenes que anden en cosas raras, legalmente esa vara se para. Tal vez la gente que está afuera no entienda, pero la libertad es lo mejor que puede haber en esta vida”.
Cerca de un tercio de los menores privados de libertad no reciben visitas. Muchos de sus familiares son también privados de libertad en otras cárceles o por sus limitados recursos se les complica transportarse.
“Los adolescentes del centro, lo que tuvieron en ‘el afuera’ fue una pérdida de controles y de límites. La calle no les pone límites. Aquí tienen que vivir con ellos y eso es un reto”, agrega Góngora. “No hay forma de ver esta situación sin que sea compleja. La sociedad quiere ver estas situaciones solo en blanco y negro: cometió un delito, que vaya a la cárcel. Nosotros no podemos dejar de ver la humanidad jamás”.
Karen está sacando noveno año, aunque arrastra materias de octavo. Cuando vamos de salida, me entrega una carta. “Soy ser humano y como tal, cometo errores. Pero también tengo derecho a una segunda oportunidad. Deseo salir a la sociedad y que no me señalen. Más bien, que mi experiencia sirva de ejemplo para otras mujeres”.
—¿Tenés planes para cuando estés afuera?
—Ay sí, mujer. Mire. La cuestión está así: salgo y quiero vivir sola. Voy a trabajar de día y estudiar de noche. Quiero ser maestra de español, si Dios quiere. Es como romper una cadena de una familia que va así… lo que yo menos quiero es venir a visitar aquí a mi hijo.
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*Los nombres de todos los menores de edad de este reportaje fueron cambiados. Sus penas y delitos no fueron revelados para respetar su derecho al honor y a la intimidad, tal y como dictan los artículos 24, 26 y 27 del Código de la Niñez y la Adolescencia.