La pregunta se la hizo José Pablo Román cuando apenas se acercaba a los dos años a María Perone, una de tantas noches que salieron a contemplar la Luna, en Los Ángeles de San Rafael de Heredia, donde viven.
“Era nuestro primer hijo y no entendíamos muchas cosas porque no teníamos punto de comparación. Habló muy rápido, con un léxico muy enriquecido. Se encantaba con temas totalmente fuera de lo normal”, recuerda María.
Lo que ambos desconocían, es que aquella voracidad innata y tempranera de conocimiento les traería problemas.
Para no hacer larga la historia, a sus nueve años, José Pablo ha pasado por seis escuelas.
“En algunas, por mercadeo, ofrecen programas de atención individualizada, pero cuando se topan con la realidad y ven la alta demanda de estos niños, los clasifican de retadores, indisciplinados, de falta de límites”, relata María.
En una de esas instituciones, a ella y su esposo, Norbel Román, le condicionaron la matrícula de José Pablo a la contratación obligatoria de una psicopedagoga para que pasara el día junto al niño. Llegaron a pagar más de ¢1 millón al mes.
“Pasó por toda la batería de evaluaciones habida y por haber. Se le descartó Asperger (forma de autismo), déficit atencional... ¡Todo se le estudió!”, recuerda.
Sumamente preocupado por el cambio climático, en uno de esos centros el pequeño tomaba la iniciativa de acomodar los materiales que sus compañeros clasificaban sin ton ni son en los recipientes de reciclaje.
Ese comportamiento le valió múltiples burlas, no solo de otros escolares, sino también de los mismos maestros.
Fue hasta hace poco que dieron con una escuela apropiada.
“No es que tengan un programa para superdotados, porque no, pero tienen la calidad humana y el interés de ayudar al niño”, agradece María.
Hijo de dos médicos especialistas, el pequeño satisface sus necesidades educativas con actividades extracurriculares. “Está en taller de arte, en natación, aprende italiano, quiere seguir con francés, y recibe clases de piano”, dice María.
Apenas ahora, esta familia –integrada también por el pequeño Matías, de cinco años– ha logrado bajar la carga de ansiedad y estrés. El futuro de José Pablo lo ven con mayor esperanza.