Son las 11 a. m. del jueves 15 de diciembre. El bebé de un año de Verónica Quirós llora de hambre en medio de un soleado cafetal en San Pedro de Barva , Heredia.
Su otra hija, de 10 años, le alcanza al pequeño, que ella apoya en el canasto lleno de café, para poder darle de mamar y, al mismo tiempo, seguir cogiendo el grano de las bandolas. Ese trabajo es el único medio de subsistencia de esta nicaragüense de 38 años y sus cuatro hijos, quienes la acompañan y ayudan en la cosecha.
Como esta familia, hay 30.000 hogares, no todos costarricenses, que todavía viven de las cogidas de café.
LEA: Ni uno solo de los Inser se queda sin ir al cafetal
Esto ocurre aun cuando en los últimos 15 años, el volumen de producción en el país cayó hasta un 30% por hectárea.
La principal causa: la vejez de los cafetales. Más de 36.000 hectáreas (un 40%) de las 92.000 cultivadas de café en el país, tienen más de 30 años, cuando lo ideal es que una planta se mantenga en producción durante 20 años.
A eso se suma la urbanización, el impacto de la roya y los cambios climáticos que han reducido la producción.
La familia de Quirós lleva 12 años de vivir de las cosechas. Ellos radican en Nicaragua, pero se vienen desde octubre y se quedan hasta febrero.
“Me vengo con mis cuatro hijos (de 22, 14, 10 y 1 año) porque entre más manos ayuden, más se recolecta. En la temporada de recogida, ganamos como $500. Nos llevamos esa plata a Nicaragua y ahí la usamos para pagar comida, arreglar la casa y comprar útiles escolares”, contó la mujer.
Venir al país, recoger el café y marcharse con las ganancias para invertirlas en Nicaragua es el modo de vida de muchas de las familias de ese país que participan de las cogidas, como también es el caso de la familia Inser.

Temporada
La recolección de café en el país se extiende de setiembre a marzo. El pico se alcanza entre diciembre y enero.
Según datos del Instituto del Café (Icafé), se necesitan 76.000 pares de manos para recolectar la producción nacional, que llega a las 2 millones de fanegas (cada fanega son 20 cajuelas).
A cada uno se le paga un promedio de ¢1.070 por cajuela. Se puede durar cerca de una hora para llenar un canasto.
En toda la temporada de recolección, los finqueros pagan unos ¢44 millones a los cogedores.
“En Costa Rica no tenemos suficientes recolectores; dependemos de recolectores extranjeros, afirmó Ronald Peters, director del Icafé.
El 40% de los trabajadores en las fincas son nicaragüenses; el 41%, ticos, y el 19%, panameños. La mayoría de los recolectores de Panamá son indígenas de la etnia ngöbe buglé; ellos laboran, principalmente, en las fincas de Coto Brus y de la zona de Los Santos.
Familia
Tanto la familia de Quirós como las otras que participan de esta labor tratan de involucrar a todos sus miembros, incluso a los niños.
Es común oír entre las calles del cafetal, la risa, el llanto y los juegos de cientos de menores de todas las edades que acompañan a sus padres a trabajar.
Los niños más pequeños juegan alrededor de la madre o el padre, les gusta andar sin zapatos y corretear a los perros.
Los más grandes ayudan en la recolección, como es el caso de Darylene Hidalgo, una niña de 10 años que le rogó a su mamá que la llevara al cafetal. Ellos son vecinos de San Pedro de Barva.
La escolar fue con su madre, su abuela y su tía. Esta familia va todos los años a recoger café. Las ganancias las usan para comprar los regalos de Navidad, hacer tamales, pagar gastos personales y adquirir algunos útiles.
“Es la primera vez que ella (Darylene) viene trabajar con nosotras. No es obligado que trabaje. Me rogó y me rogó que la trajera. El lunes se ganó ¢5.000 en la recolección, con esa plata se compró confites y papas. Es bueno traerla; así se acostumbra a ganarse una platica”, contó Laura Herrera, madre de la niña.
En Costa Rica, la ley prohíbe el trabajo de menores de 15 años. Sin embargo, la mayoría de los cogedores son de bajos recursos y se llevan a sus niños porque no tienen con quién dejarlos.
Para atenuar este inconveniente, en la zona sur del país se crearon las Casas de la Alegría, un proyecto que nació de la alianza de varias instituciones –entre estas el Icafé– con el fin de ofrecer un servicio de cuido y alimentación a los niños de la etnia ngöbe buglé y evitar que trabajen o se expongan a peligros en el cafetal.
“Los indígenas traían a los niños y los ponían a trabajar y otros quedaban expuestos a enfermedades. Se diseña esta modalidad de cuido, cuyas instalaciones se ubican en los cafetales, para darles protección a estos niños, acorde con su cultura, mientras sus padres trabajan”, explicó Emilio Arias, presidente del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS). En el país operan 17 Casas de la Alegría, donde se cuidan 454 niños de familias panameñas.
Y es que, como admiten los recolectores, coger café es cansado, pues a veces hay que hacerlo bajo la lluvia o bajo un sol abrasador.
“Para mí, venir aquí es un desestrés, es cambiar la rutina. Me quedé sin trabajo y esta platica me sirve para los gastos. El café es el fuerte del ingreso de mi hogar, de allí me agarro para sobrevivir”, asegura Laura Herrera, mientras devora un pan con queso crema y café de una botella.
Ni uno solo de los Inser se queda sin ir al cafetal
El abuelo, la abuela, los cinco hijos y los cuatro nietos se levantan a las 5 a. m. para alistar todo y llegar al cafetal.
La meta diaria de la familia Inser, proveniente de Rivas, Nicaragua, es recolectar la mayor cantidad de cajuelas de café en la finca de Heredia donde trabajan y viven.
Máximo Inser, el abuelo, pide que todos anden “en manada”, para que se cuiden entre ellos. En media faena, se les escapan desde chistes hasta regaños.
Desde hace ocho años, la rutina de esta familia de 11 miembros es venir al país, en temporada de recolección de café, entre octubre y febrero, hacer aquí la mayor cantidad de dinero y devolverse a Nicaragua a pasar el resto de los meses viviendo con lo ganado.
“Entre todos, hacemos unos ¢120.000 a la semana. Todos llenamos las cajuelas y, al final, el dinero que nos pagan se divide en tres partes. El café es el único sustento de toda nuestra familia”, afirma Máximo.
A las 10 a. m., las labores de recolección se detienen por media hora. Es momento de tomar café, bebida que les sabe a gloria luego de trabajar desde las 6 a. m. Los 11 miembros se sientan en una zanja del cafetal.
La abuela saca el café de una botella de dos litros y la reparte entre sus hijos y los niños. Luego sigue con el pinto y el salchichón. La comida debe ser bastante, porque el otro bocado lo disfrutarán hasta las 3:30 p. m., cuando lleguen a su casa después del trabajo.
Tras comer, comienza nuevamente la labor de recolección. El sol pica, pero la familia Inser está cubierta de pies a cabeza. El niño más pequeño, de un año, toma una siesta en los brazos de su madre, quien usa una mano para sostenerlo, apoyándolo en el canasto. Con la otra mano, sigue recogiendo el grano.
“En Nicaragua, ya todos saben para qué van a usar lo que se ganaron. Generalmente, lo gastan en pagar deudas y comprar comida. Los domingos, algunos aprovechan para ir a la iglesia o reunirse con amigos”, cuenta Inser, mientras se ríe de las bromas que le hacen sus hijos por la entrevista de este diario.