Ousman Ebah, de 38 años, dejó su país Guinea por la pobreza y la violencia. Damian Kabore, de 24 años, salió de Burkina Faso antes de que un movimiento popular quitara a su cruento presidente y eligiera uno nuevo. Tala Faye huyó de los trabajos manuales y una “vida deplorable” en Senegal, cargando al hombro con sus 27 años.
Hoy pasan la noche y el día en las calles de Paso Canoas, ciudad costarricense fronteriza con Panamá que se transformó en una pequeña babel de al menos 10 naciones africanas, atrapados entre las decisiones políticas de dos territorios vecinos, y la indiferencia de los países por lo que transitaron antes de llegar a esta tierra de nadie.
Solo la caridad de personas comunes, panameños y ticos, alivia un poco el caos y la miseria en que vive la mayoría de estos africanos, inmigrantes indocumentados, sin papeles o sin intención de mostrarlos.
Francés, inglés, portugués, lingala, kikongo (lenguas del Congo, país de origen de la mayoría), wólof (de Senegal) o kpelle (una pequeña etnia de Guinea) suenan en las calles húmedas y calientes del paso fronterizo costarricense.
En ellos impera la desconfianza y están más dispuestos a preguntar que a responder. Un equipo de La Nación oyó, en al menos tres idiomas comprensibles, la misma pregunta: ¿Por qué no nos dejan pasar?
El reclamo es igual al de 8.000 cubanos que quedaron atrapados en Costa Rica y Panamá entre noviembre y marzo pasado y que querían ir a Estados Unidos. La diferencia es que ahora esta mayoría no tiene el dinero para motivar alianzas políticas, que sí se dieron antes y permitieron la salida de los isleños.
El senegalés Faye agradece todo. El trato policial y la mano más blanca que la de él que le tiende un plato de comida o una botella con agua. Pero también dice, con cólera, que vivía una vie de merde (vida de mierda) en su país de origen.
“Los negros sufren todos los problemas”, reclamó Masiya, de 32 años. Sadiki, de Mali, narró además que cada uno hace lo que puede para comer o para conseguir un cuarto.
Kumba, con quien La Nación había conversado dos días antes en Peñas Blancas, en la frontera con Nicaragua, hoy habla con más desesperanza.
Ella explicó que la Policía les habló bonito para subirlos en las busetas y traerlos de regreso al punto al que no querían volver, en Panamá, y que les habían prometido una solución.
Por ahora, la única organización que atiende a estos africanos, en medio de dos naciones que no los quieren recibir, es la Cruz Roja. Entre este viernes y sábado, sus funcionarios habían atendido a 26 personas con problemas musculares y de hipertensión.
Además, ponen particular cuidado a las 19 embarazadas y los 23 chiquitos que hay menores de cinco años, que padecen el estar atrapados en medio del conflicto migratorio más grave vivido por Costa Rica en los últimos años.
Censo. El caos alcanzó su máxima expresión en esta vorágine africana hacia las 5 p. m. de este sábado, cuando los cruzrojistas entregaron varias bolsas plásticas con un cuaderno y un lapicero, y les pidió enlistarse.
El intento de censo convocó a decenas de otros africanos salidos de todas las calles de Paso Canoas, que en unos cuantos minutos poblaron todo el lugar.
Filas de filas y todos hablando en la lengua más común entre ellos: el francés, los migrantes apuntaron sus respectivo nombre ante algún paisano que sostenía un cartón identificado con el nombre del respectivo país.
Ese registro improvisado solo servirá para que el Gobierno sepa de qué tamaño es la crisis a la que todavía no le encuentra otra salida más que la deportación, y el envío de más policías, tal como reafirmó este sábado por la tarde en un comunicado de prensa.