Eleodoro Ramírez se levantó apenas oyó el primer trueno en el túnel. Le ordenó a su hijo, Francisco, poner pecho a tierra y empezó a gritar que no dispararan más.
Las ráfagas siguieron iluminando la entraña de la tierra en la mina La Fortuna y no cesaron hasta que los tiros dieron con la nuca del veterano minero.
Eleodoro, de 47 años, falleció el día en que fue a conocer el pozo que su hijo y otros parientes trabajaban con la ilusión de ganar dinero suficiente para sufragar sus gastos unos días más.
Su muerte, ocurrida el pasado martes 9 de diciembre, a eso de las 8 p. m., tiñó de sangre el oro que se extrae de las montañas de Las Juntas y La Sierra de Abangares, en Guanacaste.
Ahora, ese hecho violento en un cantón más acostumbrado al golpe del mazo y del cincel, está bajo investigación del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) para determinar quién mató al coligallero.
“Todo esto (los yacimientos de oro) quedó para el minero, para el coligallero. Pero de todas esas minas se han apoderado los que tienen plata”, dijo el hijo del difunto Eleodoro.
Los distritos mineros de Abangares viven, en los últimos meses, un crecimiento de las tensiones entre finqueros y mineros artesanales (conocidos como coligalleros) por el derecho a extraer oro de los túneles.
¿El lejano Abangares? Como si se tratara de una versión tica del lejano oeste y de la época de la fiebre del oro en California, la vida en las montañas de Abangares es dura y peligrosa.
En lugar de caballos, allí hay motocicletas. En vez de carruajes, por sus caminos transitan destartalados carros sin revisión técnica, ni placas, ni puertas.
Por hacendados, están los nuevos propietarios de fincas, y por mineros, los herederos de una tradición de pico, pala, mazo y cincel. A todos los mueve la misma ilusión: encontrar una veta de oro que les permita mejorar su situación económica.
Ese era el sueño de Eleodoro, de su hijo y de su hermano, Emilio. También es el sueño de Roy Rodríguez; de Alexis Soto, su sobrino y sus socios; de William Campos y sus trabajadores; de Ángel Ilario Trejos, su esposa y su hijo de dos años, y de los más de 700 coligalleros que se pasan la vida en una búsqueda que apenas les da para no morir de hambre.
“Si no fuera porque vamos a pulsearla a esos cerros, con el permiso que nos dieron en la Asamblea, no podríamos vivir”, dijo Alexis Soto, otro coligallero.
El oro extraído se vende a ¢12.000 el gramo.
William Campos, uno de los mineros artesanales, dice que al mes puede tener ganancias mínimas netas de ¢800.000, aunque hay momentos malos en que solo sacan, por ejemplo, seis décimas de gramo al cabo de varios días de trabajo, es decir, unos ¢7.000.
Empresarios con mayor capacidad pueden procesar más material y, con ello, tener mayores ingresos. Buena parte de las pepitas es exportada a Estados Unidos para la fabricación de joyas.
Mientras los dueños de las fincas alegan que los mineros más desorganizados hacen daño en las propiedades y entran sin permiso, los coligalleros dicen que los finqueros ordenan a guardas privados disparar contra ellos.
Carlos Muñoz, de la empresa MCC Mining S. A. (dedicada a comprar los materiales que desechan los mineros artesanales), dijo que los más desorganizados son los que “hacen bulla”.
“El subsuelo es del Estado, nadie es dueño de eso. Pero los mineros sucucheros (que rebuscan material en las esquinas) son los más delincuentes de aquí. Para que los mineros entren al subsuelo, tienen que pedir permiso en las fincas”, explicó Muñoz, quien compra los desechos del material, llamado lama, a ¢100.000 la vagoneta.
Por su parte, los mineros artesanales alegan que pueden dedicarse a extraer oro sin tener que rendirle cuentas a nadie, pues la legislación establece que el subsuelo le pertenece al Estado y no a los dueños de fincas.
Ellos se amparan en una moratoria que les otorgó la Asamblea Legislativa en el 2011, la cual les permite seguir operando diez años, bajo la condición de que se organicen en cooperativas.
“Aquí todo es artesanal. La mayoría saca su material y lo procesa, pero a veces pasa mucho tiempo sin que uno saque algo”, dijo Ronel Ramírez.
Él es socio de CoopeOro R. L., cooperativa que tiene una concesión para trabajar en las minas. Ramírez reconoció que la única forma de ganar dinero está en los túneles y recordó que dos de sus compañeros de trabajo murieron laborando para una compañía, hace varios años.
CoopeBonanza y CoopeAbangares tienen cerca de 50 asociados cada una. Coopeoro ronda los 30 o 40, pero se calcula que hay de 750 a 800 coligalleros.
Poco cumplimiento. El permiso aprobado en el Congreso obliga a los coligalleros a organizarse, a buscar formas más limpias de extraer el metal, que no impliquen cianuro ni mercurio. Este último lo consiguen de manera ilegal, al parecer, con técnicos dentales.
En el polvoriento y caluroso pueblo de Las Juntas, las exigencias del Congreso se cumplen a medias. Los molinos o rastras usan mercurio y los coligalleros no terminan de unirse.
El alcalde, Jorge Calvo, afirmó que la responsabilidad es del Gobierno, no de la Municipalidad, y añadió que la confrontación entre mineros artesanales, grupos organizados y los finqueros no parece tener una pronta salida.
Riesgo bajo el suelo. La sangre de Eleodoro del Carmen Ramírez López no es la única que se ha derramado dentro de los túneles de Abangares. En aquellas profundidades se ha ahogado la voz de otros mineros que dieron un mal paso, se resbalaron o quedaron atrapados por un derrumbe.
Un testigo directo de los riesgos que enfrentan los coligalleros es Roy Rodríguez, a quien le ha tocado sacar cuerpos de mineros caídos en pozos, enterrados o accidentados.
Por eso, la muerte no es una inquilina extraña de Las Juntas, además de que ha sido el único pago para cientos de coligalleros durante más de cien años, según documentos que relatan las primeras labores auríferas.
Fue la consecuencia de la tuberculosis o bien de las explosiones, los machetazos o los disparos en las minas guanacastecas.
Esas minas han funcionado desde 1884, descubiertas por Juan Alvarado.
Pasadas a manos de Minor Keith, a cambio de la construcción del ferrocarril, este las explotó hasta 1930. La última gran bonanza fue en 1993.
Pero la fiebre no se acaba y, para el orero, no hay otro oficio que el de las minas ni otro porvenir que la oscuridad. Las Juntas, aseguran muchos, sería un pueblo fantasma sin los túneles con el oro que les da de comer.