Lindsey Telemarque tiene dos años, nació en Brasil y se agarra muy fuerte de mi cuello. No quiere soltarme. Tampoco quería soltar, poco antes, las piernas de la fotógrafa que me acompaña.
Lindsey tiene una mamá, Gina, y un papá. Ambos son haitianos. Él ahora está en Nicaragua, Gina está en Costa Rica, en la frontera norte, a doscientos metros de tierra nicaragüense. Ya intentó pasar, con Lindsey, pero los coyotes las dejaron en la selva, esperando junto a otros haitianos. Llegaron los ladrones y les robaron. Luego, la policía los devolvió. Intentará cruzar de nuevo.
Lindsey no habla, solo nos mira con sus ojos grandes, blancos blancos en una carita negra negra. Ella juega en el barro, se toma el agua de lluvia que cae en el techo plástico improvisado de la cocina improvisada donde su mamá cocina.
Lindsey juega con la lluvia, se moja los bracitos y el pelo corto, afro, peinado en dos colitas. Y nos mira desde abajo, con una mirada inocente y triste.
Ella no sabe que es una gota de agua en una gran corriente migratoria que, desde abril, fluye con mucha fuerza en Costa Rica, pero se estanca frente a Nicaragua y, ahí, pasa a cuentagotas hacia un destino final que Lindsey no puede imaginar.
Lindsey tampoco sabe que es una migrante y que, en este momento, no tiene país.
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A Costa Rica le cayó encima, como un yunque, la realidad de los migrantes en noviembre del 2015, cuando el gobierno de Luis Guillermo Solís desarticuló una banda que se dedicaba al tráfico de personas entre los vecinos del sur, Colombia y Panamá, y el destino final: Estados Unidos.
Con esa decisión, se generó un caos imprevisto que aglomeró, de golpe, a casi 8.000 cubanos entre diciembre del año pasado y marzo de este año, caribeños que traían dinero en la bolsa y, gracias a ello, organizaciones, gobiernos y agencias de viajes se unieron para generar un pasadizo aéreo que sorteó el muro militar impuesto por Daniel Ortega y Rosario Murillo en el gran corredor migratorio que es Centroamérica.
El argumento de la pareja presidencial nicaragüense no tiene otras razones que el encono hacia Costa Rica y el desvarío de que, si los migrantes nicaragüenses no tienen el trato especial de los cubanos en tierra gringa, ellos no tenían por qué facilitarles las cosas a los isleños.
Y han cumplido así su amenaza.
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La mamá de Lindsey, Gina, prepara macarrones en una olla con un pocillo de aceite, cebolla y mantequilla, luego de haber cocinado la pasta en agua de lluvia recolectada en los manteados de plástico.
El fogón se forma con tres piedras redondas, tomadas de cualquier parte, con leña tomada de cualquier lado y ollas prestadas. Gina aspira el humo y, en este viernes de octubre, nos habla sin esconder que es haitiana, que tiene 26 años, que su destino es Orlando, en el estado de Florida.
Trabajó dos años en Sao Paulo, limpieza de casas, y ganaba 800 reales al mes. La mitad se le iba en pagar casa y comida. ¿La familia? En Haití, bien, gracias.
El terremoto del 2010 la empujó fuera de Haití, para buscar una vida mejor.
Gina cuenta su historia con una sonrisa, habla un bonito criollo haitiano, lo habla suave. Y dice algo más, poco usual en los migrantes que desde abril fluyen como el Amazonas por Costa Rica: "La vida en la tierra es complicada".
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Después de la solución cubana, que incluyó pasajes en avión de Liberia a Honduras, viajes en bus, revisiones médicas y alimentación, para que finalmente los isleños llegaran a la frontera mexicana con Estados Unidos en tres días, la realidad ahora es otra.
A mediados de abril, el presidente Solís inauguraba una central hidroeléctrica en Bijagua de Upala, cuando un equipo de La Nación recibió la alerta de que decenas de "africanos" se agolpaban, a 126 kilómetros de allí, en la frontera norte, sin poder salir de Costa Rica.
Fue el primer aviso del segundo capítulo, tal vez el más triste y el más difícil, de la crisis migratoria regional. Esta vez, el capítulo parece no tener un claro final.
El flujo de migrantes que el Gobierno llama "extracontinentales" ha marcado este 2016 por su constante presencia, por sus fallidos intentos de pasar hacia Nicaragua y porque, a diferencia de los cubanos, les ha tocado al gobierno costarricense, a los vecinos de las comunidades y organizaciones no gubernamentales hacerse cargo de ellos. En cierta medida a regañadientes, como una realidad que no se puede ignorar.
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En una cocina haitiana, en el campamento gubernamental El Cruce, en La Cruz de Guanacaste, varias mujeres y hombres cocinan en fogones que a duras penas sostienen grandes ollas, de las cuales se desbordan caldos con pollo o carne y verduras, también versiones más caribeñas aún del 'rice and beans', también caldosas.
El humo ataca todos los ojos y la lucha es constante contra los muladares sobre los que deben cocinar los haitianos.
Hasta setiembre, su color y su criollo haitiano, o sea francés de selva y de trópico, les permitieron hacerse pasar por africanos, congoleses decían ser todos ellos, pero poco a poco los análisis antropométricos y la presión del Gobierno para que aceptaran su verdadero origen, bajo promesa de trato digno, los hicieron bajar el telón de ese teatro.
Ya pocos quedan que en realidad pueden presentarse como verdaderos africanos, pues un puñado de los albergados en La Cruz son de Senegal, Sierra Leona y, este sí, la República Democrática del Congo.
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La presencia de los migrantes haitianos y africanos ha sido constante desde abril, más evidente que nunca. El Gobierno ha intentado darles condiciones, pero es prisionero de la promesa que hiciera en marzo, cuando el último cubano subió al avión: "Esta solución coordinada con organizaciones internacionales y otros gobiernos es una excepción y solo se va a hacer una vez".
Por eso, el Gobierno está prácticamente solo en la atención de haitianos y ellos, los migrantes, también están solos en la búsqueda de soluciones.
No les queda otra que lanzarse al mar, a la selva o a las manos de coyotes que, vaya uno a saber, pueden ser de los "buenos" o de los "malos".
Los buenos, los que desangran los bolsillos de los migrantes, pero logran sacarlos por la ruta hacia el resto de Centroamérica. Los malos, los que los dejan en manos de bandidos, para que les quiten hasta lo que traen puesto.
Los cálculos (y la información diplomática) del Ministerio de Comunicación dicen que 85.000 personas entraron en Brasil, desde Haití, gracias a la visa humanitaria que el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva extendió luego de ese enero catastrófico en que la pequeñita isla de 10 millones de habitantes sucumbió a un terremoto.
Aún quedan 50.000 en Suramérica, dice Mauricio Herrera, el ministro de Comunicación. Todos tan necesitados o tan evasivos como los que siguen en el país.
Varios de esos miles que ya no están en Brasil han pasado por Costa Rica y algunos se han tenido que quedar varios meses. El flujo promedio de los extracontinentales en situación irregular es de cien por día. A veces entran hasta 400, pero eso es inmanejable para el Ejecutivo, confiesa Herrera.
Incluso, hubo deportaciones, se hicieron unas 10, a finales de octubre estaban listas otras dos y se tramitaban cinco más. Pero como si no fuera suficiente con el terremoto de hace casi siete años, llegó el huracán Matthew en octubre y dejó 1000 muertes más.
Eso frenó todos los procesos de deportación, tanto en Costa Rica como en Estados Unidos, donde el presidente Barack Obama había eliminado las condiciones especiales para migrantes haitianos, que luego tuvo que otorgar de nuevo.
Esas condiciones, no tan beneficiosas como las que tienen los cubanos, implican que no serán deportados y tendrán una condición migratoria excepcional.
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Migrar, dejar el país, dejar la familia, dejar las costumbres y la pereza no es fácil. Pero tampoco es nada del otro mundo. Usted, querido lector, podría emigrar. O inmigrar, si viene de afuera y se quiere quedar aquí por San José, o por Naranjo o allá por Golfito.
Ser migrante es mentir, como usted, como yo, como ella. Decir que es de otro país, solo para tener mejor trato. Pero ser migrante también es no mentir, decir la verdad y pedir que lo dejen a uno pasar.
Un migrante ama u odia, tiene hijos, como usted o como yo. Un migrante come, defeca, coge. Un migrante se pelea, se enoja, se ríe, se cansa, se duerme. Un migrante se muere, enfermo, ahogado, de cansancio, de viejo, de dengue. Un migrante pequeño se ahoga en una costa de una pequeña isla griega, una migrante aún más pequeña me abraza y siente tibio y no quiere seguir migrando, pero no lo sabe.
Usted y yo llevamos la migración en las venas, en la genética, en la condición que nos hace humanos.
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Por eso, Cheikh Tidiane Diaw es también un migrante. Viene de Senegal y está pegado al suelo guanacasteco. Cheikh es musulmán y reza. Se pone una bata blanca, limpia entre tanta suciedad, y toma un tasbih (especie de rosario musulmán de 33 ó 99 cuentas) para invocar los 99 nombres de Dios.
Tiene máquinas de coser en Dakar, desde donde ha migrado y, a diferencia de los haitianos que no tienen sueños de volver, Cheikh alimenta -con cada sueño y con cada uno de los cinco rezos diarios que su religión le exige- la esperanza de volver a su país, luego de haber trabajado en Estados Unidos y de haber ganado dinero, para ir a comprar más máquinas, hacer grande su empresa y darle trabajo a mucha gente, "para ayudarlos", dice.
Él habla olof, su lengua nativa, y pasó tres años en la ciudad de Porto Alegre, en el estado brasileño de Rio Grande do Sul.
Con él comparte la tienda un sierraleonés que huye del puesto que está obligado a tomar en una sociedad secreta a la que pertenecía su padre, llamada Poro, conformada solo por hombres y que domina los estamentos políticos de su país.
Se llama Alie Bunyamin Turay, tiene 29 años, y por estas declaraciones podría morir. En su país, claro está. También moriría si los demás miembros de la sociedad lo atrapan por desertor.
Pero el pastor de la iglesia a la que iba lo ayudó a escapar y está en Costa Rica, un país donde las sociedades secretas no pasan de ser curiosidades de películas o clubes de millonarios.
Bunyamin tiene miedo y esa es una razón suficiente para migrar, aunque sea una razón diferente a la de sus amigos haitianos. En su caso, él no sabe qué hará si llega a Estados Unidos. Tal vez estudiar.
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Una mujer se baña semidesnuda en un campamento hechizo, a pocos metros de la frontera entre Costa Rica y Nicaragua. Las condiciones no están para exigencias y lava sus tetas al sol, con agua tomada de baldes y se la tira encima con una palangana, para apenas quitar el jabón que se puso.
Otros venden comida, que preparan ahí mismo, en una explanada grande, propiedad de Transportes Deldu S. A., donde adoban carne de chancho con las manos, en grandes trozos, y la reparten con un poco de arroz y frijoles, transacción saldada.
Dentro de una gran carpa, dos mujeres peinan a otra. Reaccionan a la defensiva, con la respuesta cajonera: "Somos del Congo". "De Brazzaville", continúan fingiendo, como si en realidad fueran de la capital congoleña.
Son Lunise Louissant, de 35 años; Rachelle Bonhomme, de 27, y Loudena Joseph, de 28, tres haitianas que esconden su origen con sonrisas pícaras y, descubiertas, cuentan algo de sus empleos en Brasil.
Una de ellas, Lunise, sobrevivió entre un hospital geriátrico en la pequeña localidad costera de Balneario Camboriu, en el estado de Santa Catarina, y un restaurante, hasta que se quedó sin trabajo. Ahora migra, como sus amigas.
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Miles migran, miles pagan por entrar en Nicaragua ilegalmente y pierden su dinero, miles llegan a Tijuana y están a las puertas de Estados Unidos. Algunos hablan, algunos mienten.
Pero Lindsay, que lleva su vida entera de dos años migrando no habla. Lindsay me agarra más fuerte el cuello, mientras me agacho y la voy poniendo en el suelo, y la voy dejando atrás, y grita y llora, porque tal vez sabe que su migración aún no ha terminado y que aún no ha pasado por la peor parte.
Que bien podría ser esa estancia en un sucio patio de buses en Costa Rica la mejor parte de su viaje hacia los Estados Unidos.