Les haría daño
“Este lugar está lleno de sadistas. Si puedo hacerles daño, yo les voy a hacer daño. De momento lo hago con un lapicero”.
Inocencia
“Hay gente que merece morir. Ferdinand Porche está mejor muerto, pero no lo maté”.
El suicidio
“Más de un amigo se ha colgado. Uno piensa todo eso, pero solo si uno no ve opciones”.
Quiero un blog
“Ellos (defensores públicos) no me representan. Yo con ellos no quiero nada. Quiero conseguir que me pongan un blog para conseguir dinero”.
Racismo
“Que me dejen ir o me maten. Yo no hice eso. Me condenaron porque soy negro”.
Libertad mental
“No me interesa lo que ellos hagan con este cuerpo. Mi mente ellos no la tocan. En mi mente soy libre.
Raiford, Florida. “Hágame el favor de tomarse una Bavaria y comerse un ceviche por mí”, dice Terence Valentine antes de mover sus pies encadenados para volver al pabellón de la muerte.
Va atado de pies y manos, con un candado y una cadena que le rodea la cintura por encima del uniforme anaranjado que identifica a los condenados a pena capital en esta prisión al norte de Florida, uno de los 32 estados que aún aplica este castigo.
Camina despacio vigilado por Lee, el custodio de turno que nos acompañó durante los 100 minutos de entrevista en la mesa grande de un salón limpio, en mitad de la cárcel, donde hay otros 403 condenados a muerte. Dentro de cuatro días habrá uno menos, pues ejecutarán a un preso llamado John Errol Ferguson .
Valentine , este hombrón de 64 años, 1,88 metros y 120 kilos, es el único costarricense aquí. Nacido en Limón y criado en San José, residió en Nueva Orleans y lleva 24 años viviendo aquí en Raiford, un pueblo de menos de 200 habitantes (los reos no cuentan en el censo).
Aquí morirá, según una sentencia de setiembre de 1994 que lo señala como culpable de asesinar –en 1988— a Ferdinand Porche, la pareja de su exmujer, Libia Romero, y por haberla secuestrado a ella. No lo han matado por las apelaciones y por los tiempos lentos que corren en estos casos.
Terence es un criminal, según la Justicia del país que ha castigado con la muerte a más de 1.300 delincuentes. Pero su propia versión es que él es una víctima del racismo y del sistema legal defectuoso.
Así empezó a hablar en el salón al que finalmente llegamos, después de meses de esperar el permiso. Superamos los requisitos y los diez portones metálicos operados desde cabinas cerradas.
La entrevista iba a ser con un vidrio blindado en medio, pero la visita la compartimos con la cónsul costarricense Lorena Sánchez, (quien hoy conocería a Terence, después de varios contactos por carta y por teléfono) y por eso podemos saludarnos como personas.
En esta cárcel sigue a pesar de una petición de clemencia que en el 2011 hizo la Cancillería de Costa Rica, un país abanderado contra la pena de muerte. Solicitaba una condena alternativa, aunque fuera la cadena perpetua. Ni siquiera hubo respuesta de las autoridades del estado de Florida.
Entra Terence encadenado y se sienta. El sargento Lee nos vigila desde la puerta y quizá haya más oficiales atentos. El tico pone sobre la mesa un bloc con las notas que toma sobre su caso en los cientos de horas que pasa en la biblioteca.
“Sea lo más cruel que pueda. No se guarde nada en sus preguntas. No me tenga compasión”, pide tomando la iniciativa. Su manera de hablar es segura y deja ver su acento limonense con influencia cubana de Miami y algo de spanglish .
Es esta una entrevista extraña. Enfrente tengo a un hombre entero, de carácter fuerte, astuto y hasta bromista. Está condenado a la inyección letal o silla eléctrica, pero él aún lee diarios porque cree que saldrá libre en algún momento y necesita estar informado.
Optimista. Su entereza no coincide con la esperable en un hombre sentenciado a morir y sin dinero para pagar abogados privados que, al menos, revisen su caso.
Empiezo la entrevista contra todos los manuales de entrevista. Le pido que diga todo lo que quiera y comienza diciendo que es inocente y que el crimen ocurrió cuando él estaba en Costa Rica, aunque no lo haya podido probar.
Se ha pasado cientos de horas estudiando su caso y revisando otros juicios. Reniega de sus defensores públicos y ni siquiera los atiende. Toma nota con lapiceros que compra a otros reos. Escribe para intentar quedar libre o para dejar constancia: “Si por desgracia muero, yo necesito que mi caso se sepa”.
Y para ello sueña con que alguien abra un blog (él jamás ha visto Internet) y publique sus escritos. A partir de ahí, recoger dinero para pagar defensores privados. Otros reos lo han logrado, asegura.
Nada tiene para perder alguien destinado a la ejecución. Lo peor que puede pasar, dice, es que lo manden tres meses al “hueco”.
Se refiere así al disciplinary confinement , una celda aislada sin posibilidad de televisión, radio ni biblioteca. Sin salir al patio y sin poder comprar nada en la “comisaría” para sustituir la comida “de cerdos” que reparte la prisión.
Hoy es jueves y viene de su celda personal (5 metros cuadrados). Nos esperaba más tarde y tomaba café cuando le avisaron que ya estábamos ahí. Tomó entonces sus apuntes y se vino arrastrando las tenis New Balance, talla 12, que alguien le hizo el favor de comprarle.
Hoy, el calor afuera es como el peor calor de Turrialba. Está nublado y bochornoso. Reos del régimen de confianza cortan el zacate en las enormes zonas verdes en la mitad de este pueblo donde lo más importante es esta cárcel, la Union Correctional Institution .
Tres mallas perimetrales y rollos de alambre espinados rodean la cárcel silenciosa. Los pajaritos vienen a pararse en los tubos metálicos, pero desde dentro no se ve nada. Ni se oye. Terence ni se entera.
Su forma de sentirse libre es encerrarse en la biblioteca, leyendo y escribiendo cartas a sus cuatro amigos nunca vistos. “Tienen preso solo mi cuerpo, pero mi mente está libre. Mi mente no la tocan”.
Él dice. Terence habla lento y ordenado. Parece tan creíble que en un momento, explicando un detalle de una bala dentro de su sentencia, pone a la cónsul, a este periodista y al guardia de la cárcel a simular una escena del crimen.
Cuando caigo en cuenta, los tres estamos haciendo los gestos que él pide desde el otro lado de la mesa, incluido Lee, fingiendo que me dispara hacia el cuello.
Terence agradece la ayuda y sigue su discurso, calificándose como un perfeccionista, como un hombre de mano fuerte necesaria para algunos miembros de su familia que ya se olvidaron de él.
Por ellos quiere salir. Aunque su panorama legal no abre una ventanas, dice que en su mente está la convicción de poder anular la sentencia y volver a Costa Rica.
“La vida tiene sentido si uno es libre. Aquí uno está vegetando. Esto no es vida. Muchos compañeros se han colgado y uno también lo ha pensado, pero yo todavía tengo opciones (de libertad). Cuando no las tenga, sí voy a preferir la muerte. No le temo, porque no sé cómo es”.
Ha visto “amigos” ser llamados para la ejecución, pero nunca ha sentido que vienen por él. Ni siquiera porque ya superó por mucho los 16,5 años que, como promedio, esperan los condenados a muerte en Estados Unidos antes de que alguien active el interruptor de una silla o inyecte una sustancia letal a cambio de un pago de $150.
Esta es la verdadera condena, la moral. Es pasar años y años viviendo de prestado, sabiendo que la muerte llegará en cualquier momento en forma de un oficio legal.
Los activistas que son contrarios esta forma de castigo, lo resumen diciendo que esta es la muerte antes de la muerte .
Terence cumple 19 años en setiembre y parece dispuesto a pasar más tiempo, siempre y cuando vea opciones de salir. O las presuma.