Hablar sobre Desamparados sin mencionar a doña Emilia Cornejo sería una irresponsabilidad: una historia incompleta y mal contada. Entrar a su casa y no sentir una fascinación absoluta al sumergirse en sus recuerdos, también.
Un año y once días después de finalizar la Primera Guerra Mundial, en la Villa de Desamparados (antes Dos Cercas), nació la única hija mujer del matrimonio entre José Humberto Cornejo y Evangelina Ureña. Poco tiempo después, siendo aún una niña, se entregó de lleno y sin titubear a lo que más ama: su Iglesia.
En la sala de su casa, detrás de la Parroquia de Desamparados, la niña Emilita –como todos la conocen–, vuelve a tejer algunas de las memorias que la han acompañado durante casi un siglo de vida, relatos que su lúcida mente se niega a dejar escapar, a pesar del último quebranto de salud que la golpeó con fuerza en diciembre pasado.
También se prepara para una de las celebraciones más importantes de su año. Durante más de cinco décadas, los apóstoles de las procesiones de Semana Santa en Desamparados se han vestido con los trajes que ella ha ido consiguiendo, manteniendo y renovando con el tiempo.
“Yo me crié con un abuelito que era un santo”, dice con su fina pero tenaz voz. “Como yo me crié a esta distancia del templo, ahí no habían tocado las campanas cuando ya él estaba con la chaqueta colgando. Cuando veía a mi abuelito con la chaqueta (listo para la misa) yo también buscaba un abriguito para ir. No perdíamos ni un día”.
Así se clavó la espinita en doña Emilia, asegura su hija Eva. “Mami perteneció a las Hijas de María (congregación católica), se hizo maestra de religión y siempre tuvo una proyección en la comunidad desde la Iglesia. Esa ha sido su vida”, dice.
“Alzó muchos años de la imagen de la Virgen en Semana Santa”, agrega su sobrina Marjorie. “Ella era de las damas de la Virgen en Semana Santa y de las procesiones de la patrona de aquí de Desamparados. A pesar de haber sido una mujer casada y con hijos ha estado totalmente ligada y de la mano con su Iglesia. Por eso es que la conocen tanto. Todo mundo sabe quién es la niña Emilita”.
“Ah sí”, interrumpe doña Emilia. “A mí no me lo impidieron los hijos”.
Devoción
Emilia Cornejo fue maestra de religión por casi 34 años en las escuelas de El Llano (San Miguel), San Antonio, Patarrá y Joaquín García Monge, donde se jubiló.
Participó directa e indirectamente en instituciones y programas de proyección social como la junta administrativa del Liceo Monseñor Rubén Odio, fue promotora de la fundación del Colegio Nuestra Señora de Desamparados, miembro de la junta directiva del CEN-CINAI, entre muchas otras funciones más.
Su imborrable sello personal, fue, sin embargo, lo que ella llama “un regalo divino”: su voz.
Junto al Ave María de Schubert recorrió templos a lo largo y ancho del país. Hace mucho perdió la cuenta de la cantidad de veces que ha interpretado la pieza.
“Recuerdo que don Julio Fonseca era el maestro de capilla de la iglesia de La Merced”, cuenta. “Un día me dijo: ‘chiquilla, ¿vos no quisieras irme a ayudar a las misas?’. Porque mi tía vivía en La Merced. Yo le dije que sí iba a ayudarle. Después aquí, casi siempre había maestros de capilla. Yo me acercaba a cantar con ellos”.
“El Ave María (lo canto) desde que tenía 7 años”, agrega. “De eso estoy tan segura, tan segura, tan segura. Ya quizás no me sale (la voz) por las cosas que he tenido, pero queditico yo puedo cantar”.
Bodas, primeras comuniones, funerales, misas… cualquier evento religioso sirvió como escenario y ahí compartió su voz. “Yo iba a todas partes. No por dinero, sino por servicio. Claro que ya ahora me aflijo porque ya no puedo (cantar) como antes. Pero sí, lo hice con muchísimo gusto. Por eso conocimos a tantos sacerdotes. Yo conozco una cantidad de sacerdotes que no tenés idea”.
Anecdotario
Doña Emilia tenía precios especiales para funerales y bodas con presupuesto escaso. En noventa años al frente de un micrófono vivió de todo.
“Mami está llena de anécdotas”, dice Eva. “Nos contó de una boda que yo no sé si fue aquí en Desamparados, que se casaron y llegó la policía. Era un privado de libertad al que le permitieron venir a casarse, luego lo esposaron y se lo volvieron a llevar. De novias plantadas, de padres que han empezado las bodas porque las novias son impuntuales. A mami le tocaba decirle a las novias que el novio no iba a venir”.
“Ah sí”, continúa Emilia. “Son de esos muchachos que tienen una carnicería muy famosa. Me acuerdo que me dice un muchacho: ‘vaya dígale, por favor, que el novio no va a llegar’. El padre… no me recuerdo del padre. Ya le digo... porque era muy chistoso. El padre… son dos hermanos. Ay, Dios mío. Estaba sentado esperando a los novios…”.
— Rosario (su otra hija): ¿El padre Meléndez?
—No… el politiquero.
—¿Así le decían?
—No, así le digo yo.
— Eva: ¿Marco Hugo?
—¡Marco Hugo! Lo encontrara por ‘ay’ (risas). Marco Hugo.
—¿Y al final qué pasó? ¿No llegó el novio?
—No llegó.
Vocación
Doña Emilia quiso hacerse monja en su juventud. Ahora sus hijas agradecen que no lo haya hecho: no existirían sus siete hijos, doce nietos y ocho bisnietos.
Como no pudo hacerse religiosa ella igual se desquitó y no se quedó con las ganas de buscar a la Iglesia católica desde donde pudo.
“Por la concepción que se tenía en esa época… ella era hija única mujer, tenía tres hermanos. No la aceptaron porque la mamá estaba muy enferma”, cuenta Eva.
“No”, remata Emilita. “No me aceptaron por don Beto Gamboa. Yo estaba parada en la puerta cuando venía don Beto y me dice: ‘¿de dónde venías?’. Yo hasta que me hice chiquitica porque venía del convento de las monjas de Guadalupe. ¿Qué le iba yo a decir a mamá de dónde venía? Le dije a don Beto: ‘¿por qué me hace esa pregunta?’. Y me dice: ‘Sí, Milita, dígale a su mamá de dónde venía usted’”.
“Tuve que decirle la verdad. Le dije: ‘mamá, yo tengo ese deseo… pero a veces no me parece porque las monjas donde yo voy no saludan’. Yo le dije que no tuviera miedo de que yo me fuera para ese convento porque esas monjas eran muy raras, no saludaban”, agrega. “Yo iba al sagrario porque era mi ilusión arreglar las flores y ni siquiera me volvían a ver. Eran muy… frías. Esa era la palabra. ‘Mamá, no piense que yo me voy a ir’, le dije. ‘Recuérdese que yo estoy sola en la vida’, me decía mamá”.
Tradición
Doña Emilia encontró su frente desde otras trincheras. Su aporte en la conmemoración anual cristiana de la pasión, muerte y resurrección de Jesús es uno de los más vistosos.
Cada Semana Santa, los doce apóstoles tienen trajes gracias a ella, tradición en la que fue pionera.
“Aquí toda la se vida han vestido, muchachos y muchachas”, cuenta. “Yo fui la primera. Se iban cambiando los trajes porque se iban haciendo viejitos, verdad. Pero los que tengo son viejos, viejos, viejos”.
“Con otra gente como las que salen de angelitos, de mujeres bíblicas, ellas tienen que buscar su ropa”, añade Marjorie. “En este caso, tía es la que siempre los ha aportado y lo ha hecho como una donación. Se les da el almuerzo y el refrigerio”.
A finales del año pasado, una bacteria dejó a doña Emilia hospitalizada y la acercó peligrosamente a su muerte. Hoy se recupera con el apoyo de su familia.
“Ahora que ella salió del hospital por aquí no queríamos mencionar que venía el miércoles de ceniza porque ya ella seguramente se hubiera puesto a pensar en los apóstoles”, dice Marjorie. “Y de veras, pasó el miércoles de ceniza y ya ella empezó a hablarles a ellas: que los apóstoles, que había que buscarlos”.
Como un reconocimiento por toda su labor, la Parroquia de Desamparados grabó su nombre junto al del historiador desamparadeño Gabriel Ureña Morales en la campana que hoy se exhibe a un costado del templo católico.
El cariño que recibe de sacerdotes, seminaristas, amigos, familiares y conocidos es su motor. “Gracias a Dios ella ha vivido lo que ha querido y lo que se ha merecido”, agrega Eva. “Para nosotros es una bendición ver el fruto de esa cosecha que ella ha sembrado. Está recogiendo lo que ella sembró por todo lado. El cariño de la gente que pregunta por mami para nosotros es una bendición”.
—Usted lo ha visto todo, doña Emilita.
—De todo. De veras que sí… Son muchos años de vida.