Han transcurrido 29 años desde el sábado 9 de julio de 1988 y aún no olvido los apuros, presiones e incertidumbres que viví mientras procuraba obtener información sobre la llegada de la Madre Teresa de Calcuta a nuestro país, programada para esa fecha.
Pretender borrar esa experiencia sería como osar perder a algún gato de la memoria; tarde o temprano ese felino de recuerdos y evocaciones volvería a maullar y ronronear en el techo de nuestra mente.
Deseoso de apurar el proceso de reporteo y redacción de la nota sobre el arribo de quien fundó en 1950 la Orden de las Misioneras de la Caridad en la India y obtuvo el premio Nobel de la Paz en 1979 por su lucha y sacrificio en pro de los más necesitados y abandonados, llegué al periódico La Nación antes de las 8 a. m.
Me impulsó también el deseo de tener el trabajo bastante adelantado para cuando mi jefe, el querido cascarrabias de Bosco Valverde, se presentara en la sala de redacción impaciente por cerrar la edición que circularía al día siguiente pues como casi todas las noches sabatinas tenía una cita con Dionisio, dios griego del vino, en el bar Pingo’s en Moravia.
Sin embargo, la jornada se complicó desde el principio cuando quedó claro que no existía absoluta certeza de que, conforme a lo programado, ese sábado pisara suelo costarricense Agnes Gonxha Bejaxhiu, nombre de pila de esa religiosa nacida el 27 de agosto de 1910 en Skopje, Albania.
Sí, Albania, que luego se llamó Yugoslavia y que tras su disolución en junio del 2006 se transformó en seis nuevas repúblicas: Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herezegovina, Montenegro, Macedonia y Serbia.
“’¡Manzanita’ está bateando!”
Aquel sábado estuvo lleno de diversas versiones: “Sí viene la Madre”… “No, se va a quedar un día más en Nicaragua”… “Parece que cambió de opinión y se viene en cualquier momento”… “Descarten su llegada para hoy”… “Le están ofreciendo un vuelo privado; puede que sí la tengamos este día entre nosotros”… “Está muy cansada”…
Cada vez que me levantaba de mi silla para informarle a Bosco Valverde sobre la nueva respuesta, este miraba el reloj y luego vociferaba. Incluso llegó a llamar por teléfono al entonces arzobispo de San José, Monseñor Román Arrieta Villalobos para que le aclarara la situación. Colgó el auricular y exclamó con su vozarrón: “¡No jodás, ‘Manzanita’ está más bateado que nosotros!”
Por fin, casi al final de la tarde, llegó la respuesta definitiva: la Madre Teresa de Calcuta llegaría el lunes pues una entrevista con el presidente de Nicaragua, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, retrasó su viaje. Me abstengo de reproducir las palabras de Bosco, quien después de leer mi nota partió en busca de Dionisio.
“¡Fue como ver a Dios!”
En efecto, el lunes arribó a Costa Rica aquella mujer que aunque nació en un hogar acomodado hizo votos de pobreza, castidad y obediencia en 1937, y quien invirtió los $190.000 que recibió por el Nobel de la Paz en construir hogares para los desamparados, pero en especial para los leprosos.
Aquí cumplió con una apretada agenda entre el 11 y el 13 de julio, que incluyó visitas a la Asamblea Legislativa, la Catedral Metropolitana, la residencia del entonces Presidente Óscar Arias, el colegio María Auxiliadora, el templo de San Isidro Labrador en Coronado y el Hogar de Ancianos de esa comunidad, atendido por religiosas de su Orden y en donde decidió hospedarse.
Donde quiera que fue, las multitudes la asediaron. Todos querían verla, tocarla, oírla, fotografiarse con ella. “¡Fue como ver a Dios!”, dijo alguien a la salida de la Catedral Metropolitana.
El 13 de julio, la Madre Teresa viajó a México con su único equipaje: una caja de cartón que contenía el “sari” que utilizan las integrantes de la Orden de las Misioneras de la Caridad.
Inolvidable. Como procurar perder a algún gato de la memoria.