Leonardo mató al diablo con sus propias manos. La decisión de hacerlo no fue súbita. Durante varios meses unas voces le susurraban que ya el 2012 había llegado, que el fin del mundo estaba aquí.
Tenía que matar al diablo. Si no lo hacía, el diablo vendría por él.
Esperaba encontrarlo en su cuarto, despierto, cara a cara. Ahí le explicaría las razones por las que estaba empuñando el cuchillo que acababa de afilar, los argumentos de por qué debía acabar con su vida.
No hizo falta, encontró al diablo dormido. Ya no había nada qué explicar y no lo pensó dos veces. Con el corazón a mil por hora y aterrado le clavó el cuchillo en la garganta, también en la muñeca. Su abuela rezaba el rosario en la sala.
Cuando la policía llegó, Leonardo se estaba lavando la sangre de sus manos en una fuente cerca del lugar. Su pantaloneta y su camisa se habían manchado de ese líquido rojo con olor a muerte.
El diablo había fallecido.
Leonardo no entendía por qué se lo llevaban en una patrulla. Había matado al mismísimo demonio. Tenía que hacerlo. Si no el diablo vendría por él. ¿Cómo no iba a asesinarlo cuando tuvo la oportunidad?
Tiempo después Leonardo se enteró de lo que realmente pasó ese 5 de mayo. Ese maldito día en que su cabeza le jugó sucio. No como las veces que vio bichos fosforescentes caminando por su cuerpo o cuando huía corriendo porque un lagarto lo perseguía.
No. Esta vez, las consecuencias de la zancadilla que le hizo su mente fueron irreparables. Agotadoramente dolorosas.
Lo recuerda día tras día. La culpa lo carcome por dentro. Le echa en cara que su esquizofrenia, su paranoia y su farmacodependencia esa vez fueron demasiado lejos.
El diablo que mató Leonardo no era el diablo. Era, irónicamente, una de las personas que más lo quiso en vida. El diablo que mató Leonardo se llamaba Carlos y tenía 85 años.
Carlos era su abuelo.
Atención especializada
Leonardo tiene 29 años pero cuando sonríe deja salir al niño que fue alguna vez. Ese niño que aún seguía sin conocer las drogas y al que la enfermedad mental no había llegado todavía a tocarle su puerta. Ese niño que hoy se ve tan lejano.
Leonardo no sostiene la mirada cuando narra su historia. Habla pausado, casi adormecido. Es culpa de los medicamentos, dice. Hace poco se los cambiaron.
A diferencia de muchos, Leonardo tiene muy claras las razones que lo llevaron al internamiento en el Centro de Atención para Personas con Enfermedades Mentales en Conflictos con la Ley (Capemcol).
Él es uno de los 114 pacientes, o usuarios, que deambulan por los pasillos improvisados de lo que una vez fue una fábrica. Hoy, esa gran bodega tiene camas, tiene medicinas, tiene enfermeros, tiene rejas. Tiene, también, uno de los más grandes retos: rehabilitar y visibilizar a una población doblemente estigmatizada y rechazada.
Hacer que la gente entienda que detrás de esas pijamas celestes y numeradas hay seres humanos no es tarea fácil. Desenvolver tantas capas de prejuicios lleva su tiempo.
Para entrar al Capemcol hay que cumplir con dos requisitos: tener una enfermedad mental (o sospechas de que se tenga) y haber cometido un “injusto penal” (o sospechas de que se haya cometido). La palabra “delito” no procede en sus casos.
“En el imaginario de la gente se piensa de que yo acá tengo ‘locos’ y ‘delincuentes’”, asegura el psiquiatra Luis López, director del centro. “‘Loco’ es una palabra peyorativa y ‘delincuentes’, jurídicamente no tengo como tal. Lo que hicieron lo hicieron estando con sus capacidades cognitivas disminuidas. Lo hicieron producto de una enfermedad o una intoxicación”.
“A los ojos de ustedes o míos, es un delito, pero para que algo sea considerado delito tiene que ser tipificado, antijurídico y culpable. Ellos no cumplen el requisito de culpabilidad porque estaban en estado de inimputabilidad”, explica.
Los expedientes de incumplimiento de medidas son los más frecuentes. Los más graves, relacionados a asesinatos, robos y violaciones son la minoría.
En el 2009, la Sala Constitucional obligó al Hospital Nacional Psiquiátrico, perteneciente a la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), a dividir su población interna: pacientes enfermos mentales que por su condición se vieron involucrados en acciones antijurídicas no debían mezclarse con el resto.
Fue así como el Capemcol abrió sus puertas en el 2011 en un terreno alquilado en La Uruca, en un lugar donde el tiempo pasa sin prisa. Donde cada minuto asfixia.
No es un centro penitenciario, tampoco un hospital. Es –o debería ser– un centro de atención especializada. Desde adentro, sin embargo, da la sensación de estar dentro de una cárcel en crisis de identidad.
Es como un hormiguero de cuerpos que se mueven en penitencia sin un rumbo definido y en cámara lenta.
En los casi 200 metros cuadrados que hoy es su hogar común y en el que conviven a diario, unos duermen, otros ven televisión, otros más juegan fútbol. Todos, eso sí, esperan a merced de algún juzgado que decida el momento en que podrán volver a ser libres una vez que sean dados de alta cuando el equipo de salud determine que esa persona está compensada y no representa un peligro para nadie.
Ambas cosas, sin embargo, rara vez llegan de la mano y al mismo tiempo. Es ahí cuando la espera se vuelve tortuosa.
“¿Esta cárcel…?”, se me escapa. “No es una cárcel”, me corrige el director. Me disculpo, aunque no sé si debería: la mente juega sucio.
No es una cárcel, pero tiene divisiones carcelarias (indiciados y sentenciados). No es una cárcel, pero los pacientes son custodiados por policías del Ministerio de Justicia. No es una cárcel pero la orden de libertad no la decide el equipo de salud de la institución, sino un juez. No es una cárcel, pero las rejas abundan y el encierro ahoga. ¿No es una cárcel?
Un universo de contradicciones
“¿Ustedes son de La Nación ?”, pregunta uno de los empleados en voz baja. “Viera las ganas que me dan de contarles lo que realmente pasa aquí”. “Este lugar está muy abandonado”, dice otra más. “Ojalá pudieran darle seguimiento a esto”.
“¿Muchacha, usted es abogada?”.
Con cada paso que damos, las evidencias de que el Capemcol es una olla de presión con ganas de explotar suenan más y más duro.
En el papel, el Capemcol busca reinsertar a las personas con enfermedades mentales a la sociedad con un debido proceso de atención médica, psiquiátrica, psicológica, de terapia ocupacional y de trabajo social con las familias y comunidades.
En la práctica, los mismos funcionarios del centro aseguran que las manos no dan, que los recursos no alcanzan y que las responsabilidades no atendidas de otras instituciones con esta población, al no haberse delimitado desde el principio, ponen en riesgo todo el proceso.
“Nos estamos equivocando mucho”, asegura Alcyra Hernández, representante legal del centro. “¿Qué estamos haciendo? Mucho más que otros lugares del mundo, pero les estamos afectando la salud mental”.
“Nosotros como Caja hacemos la rehabilitación y si acá tuviéramos sesenta, unos cincuenta están estables. Tengo a personas a las que ya no hay nada más que hacerles pero que se quedan en un estado de privación de libertad porque necesitan del brazo del Estado para poder salir. ¿En qué me volví? En un centro de contención”, agrega la abogada.
“Si estamos hablando de que la persona es inimputable porque cuando cometió el acto no estaba en su mejor condición mental, yo no lo puedo castigarlo manteniéndolo encerrado”, asegura Hernández. “Cuando un psiquiatra estabiliza al paciente pero lo mantengo encerrado, esa persona comienza a perder salud mental. A nosotros eso nos hace un retroceso. Costa Rica en este momento no tiene la visión institucional a nivel de Estado para responder a las necesidades que nosotros estamos resolviendo. La Caja resuelve, el asunto es que después de aquí ¿quién tiene que resolver?”.
No todas las personas tienen el mismo “techo” de rehabilitación, explica el director del centro. No a todos puede entregarlos en perfectas condiciones como seres humanos integralmente “normales”, aunque a muchos sí. “Que alcancen ese techo no quiere decir que no se puedan reincorporar a la sociedad o a una comunidad, nada más que requieren condiciones especiales”, dice López.
Algunos han perdido el apoyo de sus familias, otros son farmacodependientes, otros cognitivamente ya están limitados para siempre. En estos casos, explican ambos, las responsabilidades, no estipuladas en el voto de la Sala Constitucional, deberían corresponder a otras instituciones externas, como el Iafa, el Conapdis y el Conapam.
“Estamos sujetos a los plazos que tiene el sistema para hacer las audiencias y todo lo que se necesita”, asegura López. “Cuando alguien me dice a mi: ‘sí doctor, quiero rehabilitarme del consumo de drogas y me interno hoy’, es que lo tengo que internar hoy, porque ya mañana me va a decir que ya no”, indica. “Pasamos al paciente, nos consiente que tiene que ir al centro. El Iafa lo consciente y lo mandamos al juzgado para que haga una audiencia. Eso dilata semanas o meses. El juzgado dice, ‘está bien’, pero no tengo el centro de rehabilitación ahí. Tengo que esperar que se desocupen cupos y eso se tarda meses”.
“Se lo pongo desde un punto de vista médico”, explica el doctor. “Usted estuvo internada en el Calderón Guardia por una infección. Si se curó de la infección, yo tengo que sacarla del hospital. Si yo la dejo internada, ¿qué le va a pasar a usted? Se va a volver a infectar. Si yo ya la saqué adelante, usted mostró deseos de volver a incorporarse a la sociedad pero yo tengo que dejarla seis meses más aquí, usted vuelve a empeorar”.
Soledad en el tumulto
Enrique mató a un monstruo.
“Desde que era pequeño he sufrido mucho. Tengo un hermano mayor que me maltrataba. Me agarraba a patadas en la casa desde que era pequeño. No sé por qué, no sé por qué. El otro no. El otro más bien me defendía”.
Enrique tiene 57 años y es esquizofrénico con antecedentes de farmacodependencia. Uno de sus trastornos, llamado incongruencia afectiva, hace que todas las palabras que salen de su boca tengan la misma emoción neutral, el mismo tono de voz.
“Como mi hermano me maltrataba, no sé, me eché a las drogas y al vicio de un pronto a otro”, cuenta Enrique. “Trabajaba cargando caña en el campo y cogiendo café. Trabajaba para comprar marihuana y tomar guaro. Le daba dinero a mi madre y lo que me sobraba me lo tomaba”.
Una sonrisa permanente se mantiene en la cara de Enrique mientras habla. Le hace falta un diente. Tiene manos grandes y ásperas. Aunque aún no llega a la sexta década de vida sus rasgos se confunden con los de un anciano.
“Yo fui que maté a mi madre. Lo que me acuerdo es que yo estaba muy drogado, muy endiablado. Yo llegué y le dije: ‘deme la comida. Deme de comer’. Pero no contestaba nada. Para mí ya la habían matado a ella. Porque no me contestaba nada. Pero como yo estaba endiablado de un pronto a otro aluciné. La confundí con un monstruo, agarré una tabla y le di”.
“Cuando estaba en la cárcel de Cartago y fui refrescando la mentalidad me recordé… Que no era un monstruo, que era mi madre a la que había matado. Llegó mi hermano mayor y me dijo: ‘¿te distes cuenta lo que hicistes, pedazo de hijueputa? Mataste a nuestra madre’. Yo no me había dado cuenta. En la cárcel lloraba, arrepentido. Después me trasladaron para el psiquiátrico de Pavas. Ahí estuve nueve años”.
¿Cómo son sus días aquí?
--Primero nos bañamos para ir a tomar café, después nos quedamos por ahí. Si hay un periódico, leer el periódico. Algún libro, si hay.
¿Qué le gusta leer?
--La Biblia. El nuevo testamento.
¿Y después que hace?
-- Diay nada... Estar ahí. Conversar con otro compañero.
¿Se imagina estando afuera?
-- ¿Para qué? ¿Para andar en lo mismo? No tengo dónde vivir, mis primos no me dan dónde vivir. Mis hermanos menos. Los vecinos me tiene miedo. La misma gente del barrio me tira la policía. Me tienen desconfianza por lo que pasó por mi madre.
¿Cómo lo hace sentir eso?
-- Diay… me siento como si no valiera nada.
A la deriva
Para algunos funcionarios y exfuncionarios del centro no hay que escalar tan alto institucionalmente para toparse con el abandono y chocar con pared.
La mala repartición de recursos, aseguran, los tienen de manos atadas y la atención que están dando está muy lejos de ser la ideal.
Dos terapeutas ocupacionales, dos trabajadoras sociales, tres psiquiatras y dos psicólogos son los encargados de darles tratamiento a toda la población. El tiempo no alcanza, las manos no pueden estirarse tanto.
“¿Qué no se hace? No se pueden hacer intervenciones sociales como se debe. Por lo menos hasta el momento en el que yo estaba”, asegura Maureen Jiménez, directora del Capemcol de enero a setiembre del 2016.
“La distribución de los recursos entre el Hospital Nacional Psiquiátrico (HNP) y esto que ellos pretenden hacer creer que también es un servicio del Hospital, no es equitativa”, asegura Jiménez. “La gente está dispuesta a colaborarle a Capemcol. A uno le da ganas de colaborarle a esta gente, pero por alguna razón que yo desconozco hay mucho hermetismo desde la dirección del HNP”.
En efecto, Capemcol actualmente tiene contratados 63 funcionarios para atender una población de 114 pacientes. El HNP tiene más de mil funcionarios para una población interna de 331 personas.
A pesar de que actualmente el Capemcol cuenta con el 25% de la población total interna de la institución (distribuida entre el Hospital Psiquiátrico y el Capemcol), desde su creación, los gastos anuales nunca han sido mayores al 10% del total. Al no contar con presupuesto, dependen de la cantidad de dinero que el Psiquiátrico decida girarles.
Según datos de la CCSS y del Hospital, solo el año pasado, el HNP gastó ¢27.255 millones, mientras que el Capemcol ¢2.555 millones.
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“Nunca hemos tenido el apoyo concreto y sincero del Hospital Nacional Psiquiátrico”, asegura Esteban Ulloa, terapeuta ocupacional del centro desde hace seis años. “Todos los materiales que usted puede ver de terapia ocupacional, al principio estaba yo solo, entonces tenía que comprar todo yo. El mismo personal tenía que hacer rifas porque no había materiales”.
La propuesta de terapia ocupacional es lograr el máximo de autonomía y de funcionalidad de las personas. Que sean capaces de encontrar un sentido en toda actividad que hace una persona en su vida diaria: dormir, bañarse, lavarse los dientes, trabajar, estudiar, ser parte de una familia.
“Es difícil decir que aquí rehabilitamos. Habrá muchos que tal vez sí van a funcionar afuera porque son más funcionales, porque en ellos no todo está tan mal. Pero habrá muchos otros que no”, asegura Ulloa. “Como bien lo dice la teoría, al experimentar otro ambiente se van sentir motivados. Hay un modelo de la terapia ocupacional que dice que la deprivación ocupacional crea en la persona ese desgano, ese sentimiento de que nada tiene significado. Porque estoy encerrado, porque no hay un más allá”.
No le puede pasar a uno peor cosa, asegura. Estar vivo, tener una enfermedad mental y por eso haber cometido un injusto penal. “Usted cae aquí y usted no sabe donde está. En un hospital psiquiátrico si usted se compensa medicamentosamente hablando usted se va porque ya dejó de escuchar cosas, pero acá no. Usted sigue aquí penando. Está pagando lo que no debería de estar pagando”.
“Esto es un medio controlado. En un medio controlado usted no puede medir si va a funcionar afuera. Hay que llevarlos afuera. En el tanto no podamos llevarlos afuera a que tengan contacto social y que tengan espacios distintos... porque aquí todo se tiene que hacer en los mismos espacios”, agrega. “Ellos están aquí corporalmente pero su mente está en cuándo voy a salir y ellos no saben cuándo van a salir. Eso es un tormento para cualquiera. Entonces que yo diga que van a salir rehabilitados, sinceramente no puedo dar garantía. Porque yo mismo puedo decir: ¿estoy haciendo como terapeuta lo que debería? No, no tengo el recurso, no tengo el espacio. Que si sé que hay que hacer, sí, sí sé que hay que hacer. Que si se ha propuesto, se ha propuesto”.
La preocupación también vive en el personal de vigilancia. Desde la perspectiva policial, asegura Pablo Bertozzi, director de la Policía Penitenciaria, el Capemcol carece de una infraestructura adecuada para desarrollar adecuadamente los procesos de tratamiento a los usuarios.
“Está instalado en una especie de bodega que no reúne las condiciones de un hospital psiquiátrico penitenciario. Ese es el problema. Evidentemente la carencia de una infraestructura adecuada que se ajuste al modelo de atención y de tratamiento que se requiere dar es la que genera esta afectación”, asegura.
“En el caso nuestro también sufrimos y padecemos el estar laborando en espacios que de ninguna forma han sido pensados ni diseñados para cumplir con los propósitos de la atención que ahí se brinda”, añade Bertozzi. “Igual nosotros como Policía tenemos un reclamo sobre eso. Queremos tener las condiciones dignas para estar instalados ahí y para cumplir con nuestras obligaciones de las solicitudes que se nos impongan”.
Según la institución, tres pabellones estarían listos para finales del 2018 o principios del 2019 en Pavas, dentro de las mismas instalaciones del Hospital Nacional Psiquiátrico.
El plan es que los usuarios del Capemcol puedan volver a ese terreno para asegurar un espacio en mejores condiciones de las que se ofrecen actualmente.
Desolación que corroe
Le pregunto a Leonardo cuán fácil fue para él dejar de consumir drogas. La respuesta no la piensa mucho.
“Fue fácil. Cuando yo asesiné a mi abuelo agarré un basurero y eché los cigarros. Un purote de marihuana lo boté. Estaba decidido a matar a mi abuelo para que se salvara el mundo, según yo, porque estaba muy loco. Ahora yo no creo en eso. Yo creo en Dios. Yo sé que está en el cielo. Al tiempo se me ha hecho un poco difícil, a veces me recuerdo de la marihuana y me dan ganas de probarla, pero en parte me da miedo hacerle daño a alguien”.
No sabe cuánto tiempo más estará internado, lo que sí sabe es que la tristeza lo amarga de vez en cuando.
“Desearía no haber hecho eso y disculparme con él. Oro y le pido perdón a Dios. Me arrepiento de corazón sobre las cosas malas que he hecho”, cuenta. “Como digo yo y como siempre lo he pensado: del asesinato y de lo malo que haya hecho yo, yo le voy a tener que dar cuentas a Dios. Y de lo que hagan los funcionarios de aquí, le van a tener que dar cuentas a Dios. Dios es más bueno que justo, porque si fuera justo, quién sabe... yo estaría en el infierno quemándome. Así es... Él es más bueno que justo”.
Leonardo me extiende su puño cerrado para despedirse. Lo espera una de las custodias para llevarlo nuevamente a la gran bodega compartida que es hoy su casa. Su despedida incluye también una sonrisa, esa que parece ser del niño que alguna vez fue. De ese niño que hoy se ve tan lejano.
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*Los nombres de los pacientes fueron cambiados para proteger su identidad.