Gonzalo Castellón tenore@racsa.co.cr
¿Acaso no hemos pensado alguna vez en escribir un cuento de hadas, quizás adaptado a nuestra realidad, pero con los contenidos básicos del género? Puede ser que en algún momento del proceso hayamos echado de menos a las protagonistas –las verdaderas hadas–, acaso ocupadas en menesteres de mayor provecho. Velis nolis , las hechiceras tradicionales –cuya saga operística se inicia con Medea o Circe y culmina con la Reina de la Noche– despiertan siempre un interés particular.
Aunque nos pese, el fairy tale ,el cuento de hadas, es siempre un himno contra la sencillez de la causalidad, cuando no un reproche a las leyes cósmicas que, por mera sencillez, admiten el triunfo de la maldad sin intervención de los seres alados, alineados siempre con la causa del bien.
La convención teatral, que en la ópera italiana alcanza ribetes inmutables, puede admitir desenlaces que en otro contexto devendrían en fantasiosos e improbables. Es acaso más digestible un filtro de amor que desencadena una pasión noctívaga y umbría –cual Tristan und Isolde –, que el efecto placebo de una dosis de vino de Burdeos que actúa a la manera de una azarosa flecha de Cupido. El segundo desenlace, al menos, requiere la condescendencia amable del espectador.
Un filtro sin malas artes. En L’elisir d’amore –lúdica apoteosis del bel canto italiano–, no hay cabida para las malas artes. No transitan por su pentagrama hechiceras que justifiquen la aplicación de libro Malleus maleficarum (Martillo de las brujas).
No se conocen el yin y el yang, ni sientan sus reales las Ulricas o las Azucenas –tradicionales hechiceras operísticas– que escudriñen el porvenir o interfieran en la trama mediante la convencional pócima de amor.
Tampoco aparece en escena la Madame Ruth –la gitana del diente de oro, encarnada fílmicamente por una demoledora Anne Bancroft–, que suministre al amante despechado la Love potion number 9, de Jerry Leiber y Mike Stoller. Todo transcurre con la placidez de un cuento de hadas, apuntando en la dirección de un des- enlace anunciado.
La trama simple e ingenua de la ópera de Donizetti se inicia cuando la bella Adina, acaudalada terrateniente de un pueblo mediterráneo, relata la fábula de Tristán e Isolda a los campesinos que trabajan en sus tierras. Obviamente, hablamos del relato artúrico, proveniente de una época en que los wagnerianos amantes de la noche no han aparecido aún en el pentagrama o sobre el escenario.
En contraposición con la frivolidad de la bella latifundista, Nemorino –el rústico analfabeto que languidece de amor por aquella–, revela la inquebrantable voluntad de quien ama más allá de un sueño imposible. El nombre “Nemorino” vendría a ser – ex profeso – el equivalente semántico del “Don Nadie”.
Los otros dos personajes primarios son el sargento Belcore –textualmente “Corazón Bello”– y el doctor Dulcamara, clásico charlatán que sobrevive gracias a la ingenuidad de los campesinos. Con doble intención, las dramatis personae incluyen, en calidad de nombre, el apelativo de uno de los productos homeopáticos de mayor uso: la dulcamara (semánticamente, una sustancia dulce y amarga a la vez), que se utiliza en las personas fuertes y manipuladoras.
Acaso sin quererlo, el libreto de Felice Romani estableció la dialéctica del drama. El sargento Belcore posee un carácter decidido y audaz, características que vendrán a ser irónicamente neutralizadas por el uso de la dulcamara, capaz de anular los intentos del militar por desposar a la rica Adina.
El doctor Dulcamara vive de expender un producto solo y de embaucar con él a los ignorantes: embotella el vino de Burdeos –el archifamoso Bordó– en dosis que producen un efecto de bienestar en quien las consume. Dicho efecto, transitorio como puede verse, da tiempo al tramposo y falso médico para embolsarse el dinero que le pagan y poner tierra de por medio.
La dulce trampa del amor. Como tantas veces, el amor opera a tres bandas: Dulcamara llega al pueblo de Adina utilizando cualquier insólito medio de transporte. Modernamente, los directores escénicos gustan de hacerlo ingresar en globo para ahorrarse las explicaciones banales y los carruajes de caballos en escena. El globo es la vía hacia otra dimensión: la de lo mágico e inexplicable. Dulcamara baja del cielo y se esfuma por la misma vía, sin complicar a nadie la existencia.
La coqueta Adina acepta el cortejo del extravertido Belcore, quien le propone un matrimonio inmediato. Durante toda la trama, empero, la bella e inconstante protagonista tiene un ojo puesto en Nemorino. Espía sus reacciones, su comportamiento y se ríe de la dulce embriaguez ocasionada por el supuesto elixir de amor que le suministra Dulcamara y que es el más puro Bordó.
Dulcamara ha anunciado a Nemorino que el efecto del brebaje se producirá un día después de consumida la dosis. Belcore, convocado por su capitán, apremia a Adina para consumar el matrimonio. Dulcamara acepta potenciar el efecto mediante una doble dosis, pero exige el pago de ella a Nemorino, quien lamentablemente carece de nuevos recursos. Belcore –con absoluta cortedad de miras– recluta a Nemorino a cambio de veinte escudos que servirán a este para adquirir la nueva dosis.
Al final, como producto de una típica sincronicidad jungiana, las muchachas del pueblo se enteran de que Nemorino ha heredado la fortuna del clásico tío rico y se disputan públicamente sus favores.
Adina, sorprendida por la repentina popularidad de su admirador, descubre en su fuero íntimo un interés del que no se había percatado. Concluida la introspección, la bella terrateniente compra el fatal contrato de enrolamiento de Nemorino en el regimiento de Belcore (simbolismo de un pacto con el diablo).
La joven rompe su compromiso con el militar y declara su amor al joven e ingenuo rústico. Dulcamara, ante la sorpresa general del pueblo, saca partido mercadotécnico del hecho y demuestra ante todos el poderoso efecto de su brebaje de amor.
El bel canto, género musical. Bella música. ¡Sí, bella música la de Elisir ! Sin complicarnos la existencia con una trama alambicada, que incluya sombríos relatos o psicológicas descripciones, la creación del bergamasco Gaetano Donizetti es acaso la de mayor popularidad dentro del género belcantista de la ópera buffa , obviamente a la zaga del rossiniano Barbero de Sevilla.
Será un episodio particular de la obra el que atraiga la atención de la audiencia: Una furtiva lágrim a es el clásico momento estacionario del tiempo, previo a su desenlace. Está escrito en el estilo clásico de la romanza y se presenta en la infrecuente tonalidad de si bemol menor, lo que implica cinco bemoles en su armadura. Su introducción, encomendada al fagot, trasunta una inefable belleza tímbrica que mueve al recogimiento y a la intimidad.
La ejecución de la romanza condensa las exigencias del más puro bel canto : fraseo impecable, uso permanente del legato , respiración justa, respeto a la contrastante dinámica, más un sentimiento presente, aunque contenido. La lágrima furtiva –la gota que rebase el dique lacrimal– no es de Nemorino, sino de la bella Adina, arrepentida acaso de su proceder de otrora.
La antinomia del verismo. La trama de Elisir no se contrae a un argumento de dialécticas incontrastables. Es simplemente un juego de caracteres, en principio obvio. La frivolidad de Adina, la desfachatez mercantilista de Dulcamara y la arrogancia pueblerina de Belcore encuentran su antinomia en la pureza natural de Nemorino, único personaje de auténtica e ingenua sinceridad.
A semejanza de la divisa Kunst macht Gunst (la habilidad vence al favoritismo), de uno de los célebres personajes de Walter Scott, el desenlace es un tema de mera perseverancia. El juego a tres bandas con un travieso Destino es intrascendente: al final de cuentas, será el rústico, pero tenaz Nemorino, quien enjugue en su provecho la lágrima fatal.