Fernando Iwasaki es uno de los más cautivadores y generosos escritores de Iberoamérica. Este inconveniente, grave para quienes consideran que la literatura es una especie de antropofagia de salón, no le ha impedido ser uno de los mejores prosistas de la lengua castellana, en cualquier género, un consumado maestro del microrrelato y uno de los más importantes cuentistas de la actualidad.
El narrador peruano contradice el mito de que el peor enemigo del escritor es el colega y el axioma que empareja el talento literario a la arrogancia. Si toda la obra de Iwasaki es un guiño al lector, su visita a la próxima Feria del Libro está acompañada por dos gestos emotivos al lector costarricense: la preparación ex profeso de una antología de sus mejores relatos, El atelier de Vercingétorix –un homenaje a la amistad entre César Vallejo y Max Jiménez–, y la reedición de la colección de ensayos Mínimo común literario –ambos por publicarse en la Editorial Germinal–.
La literatura de Iwasaki, que podría estar en cualquier selección mundial del humor negro, surge de la rica tradición satírico-burlesca hispanoamericana que va de Quevedo a Cabrera Infante, sin olvidar la autoironía sentimental de Bryce Echenique y de otros autores peruanos. Uno de sus ensayos se titula Mi poncho es un quimono flamenco (2005), en alusión a sus orígenes mestizos, japoneses y europeos –un abuelo vino de Japón, un bisabuelo de Italia–, y a Sevilla, donde reside desde 1989.
Pero tampoco se sentiría extraño si se le definiera como un “marxista de la tendencia Groucho” –en palabras de Cortázar–, cercano a las constantes alusiones a la cultura popular de la generación de narradores posteriores al boom de la novela latinoamericana, como los ya mencionados Cabrera Infante y Bryce Echenique o el argentino Manuel Puig.
Desde sus títulos desopilantes, Iwasaki no puede evitar reírse de lo humano y lo divino, en especial de las convenciones, estilos y géneros literarios y de todo lo que suene artificial y acartonado, en una superposición de juegos de palabras que no cede nunca a la graforrea incontinente, sino que pone la magia verbal al servicio de la agudeza sutil.
Cabrera Infante definió el estilo de Iwasaki al escribir sobre el ensayo El descubrimiento de América (1996): “Como el más alto propósito de la literatura después de divertir es enseñar, el libro de Iwasaki cumple el cometido de un programa de radio en mi niñez en Cuba. Se llamaba Dímelo cantando y su lema, que puede ser el de este libro ahora, era ‘Instruye mientras deleita’. Iwasaki ha invertido la ecuación y se ha propuesto antes que nada deleitarnos y de paso instruirnos sobre el Perú, su prehistoria y su historia. ¿O es al revés?”.
Borgiana peruviana
Aunque se le ha vinculado con la llamada generación del posboom –que Fuentes denominó el bumerán–, Iwasaki ya había firmado y publicado sus primeros cuentos magistrales cuando Roberto Bolaño hace estallar por los aires la estructura de la novela moderna con Los detectives salvajes (1998) y convoca la atención planetaria alrededor de la nueva literatura latinoamericana. En 1999, una innovadora editorial madrileña, Lengua de Trapo, lanza la antología Líneas aéreas , una “guía de narradores hispanoamericanos para el siglo XXI” en la que Iwasaki es uno de los escritores más completos y el primero en incursionar con fluidez en un género que entonces parecía un salto al vacío: el microrrelato.
Desde sus primeros libros de cuentos, Tres noches de corbata (1987) y A Troya, Helena (1993) –reunidos en el 2012 bajo el título Papel carbón –, el escritor peruano define su estirpe borgiana, su espacio narrativo –lo bueno, si breve, dos veces bueno– y su pulsión por reescribir la tradición literaria occidental. No hay ni una sola de sus obras que no nazca de las so(m)bras de la intertextualidad, en una recreación permanente de la herencia cultural. En su caso, la parodia, quizá el género mayor de la posmodernidad, comienza con el título y no se detiene hasta llegar a sus celebrados e hilarantes colofones –como sucede en Ajuar funerario (2004)–.
Desde el principio, la poética intertextual de Iwasaki destrama los elementos paratextuales –dedicatorias, epígrafes, citas, referencias– para borrar las fronteras entre los géneros, la cultura popular y la cultura académica, la ficción y la historia, y subvertir el acto de leer.
Obras como El sentimiento trágico de la Liga (1995), que reúne sus escritos sobre fútbol –y que podría ser reeditado en estos días en Alajuela–, las felices antimemorias El descubrimiento de España , la novela Libro de mal amor (2001), los cuentos de Ajuar funerario, Helarte de amar (2006) y España, aparta de mí estos premios (2009), así como la colección de crónicas Una declaración de humor (2012), llevan al paroxismo la desconstrucción paródica de títulos, temas y estilos.
Como escribe el crítico peruano Ricardo González Vigil: “En una ocasión (Iwasaki) me confió que cuatro referencias mayores orientaban su sensibilidad y su óptica intelectual: el creador literario argentino Borges, el historiador peruano Jorge Basadre (el más grande dedicado al estudio del Perú de los siglos XIX-XX), el historiador de las religiones rumano Mircea Eliade (gran intérprete del pensamiento mítico) y el conjunto británico de música The Beatles. Es decir, ficción literaria, imaginación mítica y realidad histórica. Además, apertura a lo culto y lo popular, ligado al conocimiento refinado de los clásicos (al modo borgiano), la erudición histórica al servicio de las grandes síntesis interpretativas (Basadre y Eliade) y la sintonía vitalista (sensual, sanguínea) con los gustos de su tiempo (Beatles)”.
Sus novelas, Libro de mal amor y Neguijón (2005), aluden respectivamente a dos libros capitales de la literatura española y universal, Libro de buen amor (1330) del Arcipreste de Hita y Don Quijote de la Mancha (1615) de Cervantes, en una clave que desacraliza la tradición literaria al tiempo que la festeja. Con Libro de mal amor , una “novela cuentada” o episódica que narra el “ridiculum vitae amoroso” del protagonista –en que es fácil identificar los rasgos del propio Iwasaki-, el autor consigue una de las novelas más divertidas de la literatura latinoamericana.
Sin embargo, posiblemente ningún texto describe mejor el proyecto de Iwasaki como el extraordinario relato El derby de los penúltimos de la colección Un milagro informal (2003). La narración, verdadera síntesis humana y estética de su cosmovisión, mundo imaginario perfectamente recreado hasta en sus mínimos detalles, echa mano de un humor agridulce para retratar el fin de la bohemia latinoamericana en España, durante la guerra civil, a través de la figura antiheroica y tristísima del escritor peruano Félix del Valle, quien por una suerte de justicia poética termina siendo la fuente de inspiración del cuento El sur de Borges.
Tanto El derby de los penúltimos como la novela corta Mírame cuanto te ame (2005), incluidos en la antología El atelier de Vercingétorix , se encuentran entre las obras maestras de Iwasaki. Los microcuentos de Ajuar funerario , uno de los best sellers más buscados de su vasta bibliografía, reinventan la tradición del cuento de terror y de las historias de fantasmas por medio de un atemperado humor negro, en un delirio gótico cuidadosamente medido por el sarcasmo lúdico e inteligente del gran Iwasaki.
La rue Vercingétorix
En la calle Vercingétorix, en el décimo cuarto distrito de París, cerca de Montparnasse, se escribió una parte fundamental de la vanguardia iberoamericana de la década de 1920. La calle, ahora desaparecida, albergó una cité d’artistes formada por talleres de pintores y escultores amigos de Picasso. El atelier 15, con un asombroso techo de cristal, fue ocupado por el artista costarricense Max Jiménez, quien lo cedió durante dos años a César Vallejo, entonces en apuros económicos. La antología de relatos El atelier de Vercingétorix de Fernando Iwasaki rinde homenaje a aquel inolvidable gesto de solidaridad hacia uno de los grandes poetas de la humanidad.