¡Cielo santo! ¿Por dónde comenzar a hablar de Hildegard von Bingen? Compositora, abadesa benedictina, teóloga, mística, visionaria, profeta, divina alucinada, filósofa, lingüista, poeta, naturalista, médica, experta en botánica, erudita, Sibila del Rin, santa, magister y doctora de la Iglesia católica, apostólica y romana… En español, su nombre es Hildegarda de Bingen.
Bingen es una antiquísima ciudad de Renania-Palatinado, esto es, un pequeño estado federal acurrucado al sudoeste de Alemania. “Bingen sobre el Rin” está en la confluencia de los ríos Rin y Nahe, en la temperada región de Renania del sur, cuyo clima continental, atenuado por el aire cálido del Atlántico, permite el cultivo de higos, almendras, viñedos, palmas y aun ciertas especies de banano. Perteneció a la provincia de Germania, en el Sacro Imperio Romano, estuvo bajo la ocupación de los franceses, y su religión oficial fue alternativamente católica y calvinista .
La primera “celebridad”, la primera figura “biografiable” de la historia de la música no es un hombre, sino una mujer: Hildegard von Bingen, nacida circa 1098, y muerta el 17 de setiembre de 1179, a los 81: un prodigio de longevidad para su época.
Hildegard instauró las ciencias de la historia natural en Alemania, creó un idioma –la lingua ignota –, fundó los monasterios de Rupertsberg (1150) y Eibingen (1165), escribió tres volúmenes de teología visionaria: suma de prodigiosas hierofanías –revelaciones de lo sacro–, teofanías –revelaciones de Dios–, apariciones, visitaciones, divinas alucinaciones que tanto pertenecen a la historia de la teología como de la poesía (en su vertiente específicamente presurrealista), y que le eran dictadas por un ente que ella llamaba La Sombra de la Luz Viviente.
Escribió libros de medicina, exploró el uso curativo de las plantas, y compuso un corpus de música sacra que solo puede ser descrita como bella, bella, bella. Su hagiografía – Sanctae Hildegardis – fue escrita por el monje Theoderic von Echternach, poco después de su muerte, un hecho que acaeció –es el testimonio de los presentes, mientras dos rayos de luz brotaban de su cuerpo para perderse en la azul infinitud, y una cruz flamígera se dibujaba en el techo de su habitación: ¡qué personaje, Dios mío!
La “inventora” de la ópera
Hildegard compuso la primera “pieza de moralidad” de la historia de la música: el Ordo Virtutum . Las “piezas de moralidad” eran una forma musical escénica, de tipo alegórico, en la que un ser humano se enfrentaba a las fuerzas del bien y del mal, y debía ejercer su facultad de sindéresis –esto es, de discernimiento ético–, y resistir las tentaciones que Satán ponía en su camino.
En la obra de Hildegard, las virtudes están personalizadas, y entonan sus propios cantos. La obra entronca con la tradición de los “misterios sacros”, dramatizaciones musicalizadas de episodios axiales de la Biblia (típicamente, el periplo de los Reyes Magos, o el momento del descubrimiento de la tumba de Jesús vacía). Tenían un carácter arcaico, mágico y simbólico, eran también conocidos como Milagros o Juegos , y son los directos antecesores del teatro y la ópera renacentistas.
Pues bien, en Ordo Virtutum tenemos personajes –el ser humano y las virtudes–, un guion dramático e, incluso –¡cáiganse ustedes de espaldas!–, el uso de leitmotivs , esto es, de células melódicas que identifican a figuras, objetos y sentimientos en el curso de la obra. Siete siglos después de Hildegard, Richard Wagner haría de los leitmotivs el principal elemento estructural, el dispositivo de cohesión de sus descomunales óperas (“dramas líricos”, los llamaba él).
Música dictada por los ángeles
Aparte de su proto-ópera Ordo Virtutum , conservamos 69 piezas cortas de Hildegard. Vamos a estudiar sus características: iremos despacito, con buena letra, y sin temerle a las palabras.
Uno: era música monofónica: una sola línea melódica, sin acompañamiento, sin polifonía –interacción de varias voces independientes–.
Dos: Hildegard usaba los modos –escalas– del canto gregoriano, pero lo hacía con extrema libertad. Uno de sus rasgos distintivos eran los saltos melódicos, mimetizando el movimiento ascendente del alma que aspira a la luz.
Tres: la suya era música melismática: esto significa que una sola sílaba –menos aun: un mero fonema– era utilizada para desgranar verdaderas cataratas de notas.
Cuatro: era antifonal: dos coros que dialogan, sin jamás unir fuerzas. Uno preguntaba, y el otro respondía. Ubicados en ángulos distantes de la iglesia, estos efectos operaban como la estereofonía de las modernas grabaciones.
Quinto: era responsorial: el responsorio era la modalidad musical en la que un solista entonaba una frase melódica, y luego la feligresía, a coro, respondía, generalmente con un breve y recurrente motivo melódico.
Sexto: Hildegard cultivaba el estilo de la salmodia. La salmodia era una forma particular de musicalizar los salmos. Era silábica (a diferencia del estilo melismático, a cada sílaba correspondía una sola nota). El celebrante cantaba el primer hemistiquio –la primera mitad– de cada versículo, y la congregación cantaba a coro el segundo hemistiquio. Así pues, era una versión responsorial de los salmos.
El alma tiene piel
Hildegard von Bingen es, hoy en día, una figura venerada en el canon de la música europea. En diversas ciudades del mundo se celebran festivales dedicados a su obra, y en YouTube podemos encontrar la casi totalidad de su opus.
Su figura pertenece por igual a la historia de la ciencia, de la teología, de la cristiandad, de la literatura y de la música.
El cuerpo de la mujer es un tema constante en sus visiones y en su obra musical: Hildegard representa la implosión del éxtasis místico, del éxtasis erótico y del éxtasis estético.
Su música nos muestra cuánto de carne hay en el espíritu, y cuán espiritual puede ser la carne. Por paradójico que parezca, Hildegard nos prueba todo lo que de voluptuosidad, sensualidad y corporeidad hay en la fe y el misticismo.
Sus obras son hipnóticas, melódicamente vagarosas, profundamente espirituales: una especie de permanente caricia auditiva. No se prive de ellas, querido lector. Son la voz de un alma transida de amor y fervor místico. Para ella la belleza era, por definición, divina, y la divinidad solo podía expresarse en el lenguaje de la belleza. Gócela, vívala, descúbrala, y después hablamos.