Manuel Ortega Rodríguez
Lo que debió haber sido una celebración entre científicos el pasado miércoles 2 de abril en la Universidad de Costa Rica, se convirtió (¿inesperadamente?) en una “non-conversation” –para usar las palabras del propio conferencista– cuando varios biólogos salieron con cara de indignados por la puerta trasera del auditorio de Física-Matemáticas. El ponente invitado era Robert Laughlin, profesor de la Universidad de Stanford y Premio Nobel de Física de 1998.
Robert Laughlin impartía una charla sobre el problema del tamaño de los organismos vivos. De esta manera presenciábamos que un físico teórico dictaba una charla sobre biología. Indirectamente, también era una charla sobre la manera en la que los biólogos resuelven sus problemas.
Años antes, Laughlin había ganado el Premio Nobel por su descubrimiento teórico de un nuevo estado de la materia, pero, ese miércoles, disertaba sobre el problema biológico de cómo los organismos “deciden” cuál tamaño tener y cuándo dejan de crecer. Este es un problema no resuelto por la biología hasta el momento, presumiblemente porque no se sabe cómo hacer el experimento pertinente.
Dos errores. El estudio de sistemas complejos –como los seres vivos y el funcionamiento de la economía, por citar dos ejemplos– ha hecho que, en años recientes, numerosos físicos teóricos se hayan lanzado a resolver problemas de otras disciplinas, de una manera que acaso pueda considerarse invasiva.
Debe tomarse en cuenta que, según el nuevo enfoque, ese tipo de problemas complejos se resuelve menos mediante la depuración de consagradas técnicas experimentales que atacando el problema mediante una visión fresca, con herramientas que pueden venir de otras áreas.
Ese miércoles, todo estaba así preparado para que se diera una confrontación que ya casi es ritual para quienes tenemos la oportunidad de asistir a ese tipo de charlas. El guion es más o menos este: primero, los físicos se irritan por la falta de imaginación y la entrega incondicional conceptual de los biólogos y químicos; después, los biólogos –en particular– se enfurecen por el carácter reduccionista y groseramente sobresimplificador de la física teórica.
Así, complicadísimos procesos ocurridos en el interior de una célula son tratados con lo que los físicos llaman “modelos juguete” (bolas de billar que rebotan, perfumes que se difunden), intentos en apariencia chambones de capturar lo no capturable.
Obviamente, ninguna de las dos partes tiene razón. Resulta frustrante ver el desencadenamiento de este drama sin poder detenerlo ni explicarlo.
Imagínese tratar de convencer a un músico de tradición clásica que nunca haya escuchado el jazz , de que este tipo de música no es meramente un conjunto de desaciertos. Todo esto hace también recordar a Averroes, un personaje de un cuento de Jorge Luis Borges ( La busca de Averroes ) en el cual el protagonista es incapaz de entender el concepto de teatro griego, incluso teniéndolo enfrente.
Tradiciones y armonías. Los biólogos olvidan que, en ocasiones, como último recurso, la física ha sido la solución de problemas de la biología. Parte del problema es que los físicos no esperan invitación y se meten por la cocina. No en vano, la física ha sido llamada “ciencia imperialista” por la filósofa de la ciencia Nancy Cartwright.
Lo que no se entiende es que la física teórica –menos que una actividad científica tradicional que estudia átomos y moléculas– se está convirtiendo en una forma de resolver problemas, en una rama de la lógica y la retórica con sus propios lineamientos (parsimonia, principio de máxima ignorancia, baja resolución).
Con su sobresimplificación absurda y su enfoque casi infantil, dos físicos resolvieron en 2008 uno de los problemas de la evolución que numerosos biólogos habían fallado en descifrar. El problema era la corroboración teórica de la evolución puntuada o intermitente, y los físicos responsables son Stefan Thurner y Rudolf Hanel. Su sobresimplificación consistió en eliminar olímpicamente el criterio de aptitud biológica.
Por su parte, los físicos olvidan fácilmente que la química y la biología son dos tradiciones milenarias que han enriquecido y moldeado la manera en la que pensamos en el Occidente, más allá de las aplicaciones prácticas que tengan. La química y la biología representan simplemente otro marco conceptual para resolver problemas, ni mejor ni peor: simplemente distinto del marco de la física teórica.
En los últimos siglos, los biólogos han edificado las ideas que constituyen los ritmos, las armonías y las partituras de la vida. La conquista del mundo vivo –macroscópico y microscópico es inseparable del proceso que ha llevado a la humanidad a su “mayoría de edad”, como diría Kant.
El encuentro. La biología ha cambiado la forma en la que contemplamos el mundo y nuestro lugar en él. Sus ideas tienen aplicación cotidiana e inspiran creaciones conceptuales cibernéticas, como los algoritmos genéticos, que resuelven problemas que de otra forma no se podrían resolver. La biología está llamada a ser la ciencia del siglo XXI si es que no lo es ya.
La química es también una tradición milenaria, construida sobre la paradójica idea de explicar la variedad del mundo mediante limitados y sencillos corpúsculos concebidos alguna vez en la ciudad de Abdera.
Los químicos convirtieron la bella poesía de las humanidades griegas en algo que uno puede tocar, medir y ensamblar, inaugurando uno de los puntos de partida más prolíficos para la ciencia del siglo XX, incluidas las obsesiones de la física con partículas elementales. Esto es “magia”, y magia mayor que la que cualquier alquimista hubiera soñado.
La tabla periódica posiblemente sea el invento más ingenioso de la humanidad hecho al oeste de río Humanidades, no solo en lo práctico, sino en lo conceptual. Mientras tanto, la comunidad de físicos de entonces –compendiada por la furia de Ernst Mach– se burlaba ingenuamente de los “supuestos” átomos de los químicos.
Después de todo, las conferencias tal vez sí puedan ser una celebración. Los rostros juveniles que abarrotaban el auditorio quizá estén más preparados que nosotros –los mayores– para apreciar que, más que un certamen, estos acontecimientos han de entenderse como encuentros de culturas, en el buen sentido de la palabra.
El autor es Ph. D. en Física, catedrático de la Escuela de Física de la UCR, colaborador del Instituto de Física Teórica y profesor de Complejidad en la UCR.