James Baldwin llegó a París, a los 24 años, con $40 en el bolsillo –que le durarían tres o cuatro días– y el deseo de no volver nunca más a los Estados Unidos. Allá tenía solo dos opciones: matar o ser matado. En Francia, “no conocía a nadie ni quería conocer a nadie”. Europa le resultaba ajena, pero no tanto como su tierra natal, que no quería nada con un hombre negro y homosexual.
En 1951, tras errar por París, enamorarse y desencantarse, pudo retirarse a escribir en Leukerbad, Suiza. La familia de su amante intermitente, Lucien Happersberger, tenía un chalet en la zona y el silencio que tanto había anhelado le permitió a Baldwin concluir, tras ocho años, Go Tell It On the Mountain ( Ve y dilo en la montaña ), su primera novela.
De muchas maneras, este libro semiautobiográfico representa la proverbial muerte del padre, el rito del paso a la madurez que abrió las puertas del James Baldwin escritor, activista reticente, conciencia insatisfecha del Estados Unidos de las luchas por los derechos civiles.
Baldwin tuvo que alejarse de casa para entenderla. No toleraba la tensión que, en aquellos años, herviría hasta estallar en las grandes marchas y batallas de Rosa Parks, Martin Luther King, Malcolm X y otros. En 1948, Baldwin entró un bar vedado para negros; la mesera le pidió que saliera y él reventó un vaso contra la pared.
“Baldwin era el tipo de escritor que no podía olvidar. Él recordaba todo, y el pulso de recordar y el dolor de viejas noticias hacen el ritmo de sus primeros escritos”, dice Andrew O’Hagan en su introducción a Ve y dilo en la montaña.
Sus oraciones fusionan el lenguaje de la Biblia, la complejidad de Henry James, la suavidad de Marcel Proust, la chispa callejera de Harlem y la vehemencia del púlpito. Baldwin fue predicador en la Iglesia pentecostal en Harlem, el barrio negro de Nueva York, de los 14 a los 17 años. Su profunda decepción con la religión tuvo que ver con la incapacidad de las iglesias cristianas de confrontar el racismo y la esclavitud: “Si el concepto de Dios es de alguna utilidad, es hacernos más grandes, más libres y más amorosos. Si Dios no puede hacer eso, es hora de deshacernos de él”.
A pesar de todo, retuvo el ímpetu del predicador –sin ninguna arrogancia– y la urgencia de su vocación: debía ser testigo, ver el dolor intrínseco a la experiencia de vivir en un cuerpo negro oprimido.
Baldwin, hoy
El ascenso de Donald Trump a la Presidencia estadounidense ha tenido a analistas hurgando entre libros de antaño en busca de una respuesta. Sinclair Lewis tituló su fábula de un populista y demagogo que se alza con poder It Can’t Happen Here ( Eso no puede pasar aquí , 1935), pero bueno, aquí estamos, 2017, y sí, ocurrió allí.
El tema racial es esquivado con singular rapidez cuando se discute a Trump fuera de Estados Unidos.
Ocurre a pesar del racismo público y notorio de aliados del presidente y de las propuestas que desfavorecen a la población afroestadounidense (y pobre) de forma desproporcionada.
Escandaliza que ante la brutalidad policial y el asesinato de jóvenes negros desarmados por la Policía, sea viable todavía, para el sector más duro del conservadurismo estadounidense, culpar a las víctimas.
Hoy, dentro de la Casa Blanca, hay personajes que niegan la validez del movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan). ¿Quién dice que los negros sufren más? Se lo buscaron, se lo ganaron, les dicen.
Baldwin, quien cosechó una exitosa carrera como narrador y ensayista, no se consideraba un vocero, pero sigue siendo escuchado. Sus palabras nutren I Am Not Your Negro , de Raoul Peck, recién estrenado y nominado al Óscar como mejor largometraje documental (pronto estará en sitios de streaming ).
Se basa en ensayos y comentarios de Baldwin sobre las fantasías raciales en el cine y sus personajes negros. Es “una profunda meditación sobre la visión de Baldwin y una metahistoria de las películas estadounidenses que exige que todos nos convirtamos en testigos que escojan acabar con el racismo americano o ser devorados por completo”, escribió Salamisha Tillet en The New York Times .
No un vocero, pero sí un testigo. “En la Iglesia en la que fui criado, se suponía que debías dar testimonio de la verdad. Ahora, más adelante, te preguntas qué será la verdad, pero sabes lo que es una mentira”, decía en una entrevista.
Castigando las mentiras, publicó uno de los ensayos más conocidos y debatidos en la lengua inglesa, Down at the Cross (rebautizado The Fire Next Time , La próxima vez el fuego , tras ser reunido en un libro con tal título). El autor llegó a la portada de la revista Time . Marchó a Washington con 250.000 personas más, para escuchar la célebre proclama de I Have a Dream de Martin Luther King. Estuvo al centro de las batallas por otro país, uno que le diera cabida a gente como él.
Es una pena que su trabajo no sea más conocido hoy en español: no solo nos dibuja un sólido marco de referencia para entender el conflicto racial estadounidense, sino que, en su claridad, ilumina también los puntos comunes con nuestra propia historia de racismo.
En la montaña
Una sociedad incapaz de reconocer sus heridas abiertas está siempre al borde de la infección. En una carta abierta a Angela Davis, la activista encarcelada en los años 70 acusada de terrorismo, Baldwin escribió: “La enorme revolución en la conciencia negra que ha ocurrido en tu generación, mi querida hermana, significa el principio o el fin de América”.
Aunque Baldwin emprendiera un peregrinaje europeo para escribir, su audiencia siempre fue la estadounidense. Era un extranjero en una aldea totalmente blanca, en Suiza, y con esa distancia podía reflexionar sobre la fantasía constante del racismo (una América despoblada de negros).
Baldwin expresó con claridad que la infección del racismo puede destruir la sociedad completa: “Me imagino que una de las razones por las cuales la gente se aferra a su odio tan obstinadamente es porque siente que una vez que el odio se haya ido, se verán obligados a lidiar con el dolor”.
Esta insistencia en la memoria –que no es solo rencor– exige lucidez para entender que la esclavitud y el racismo fueron parte integral de la construcción de su nación, es su pecado original: la historia del racismo es inextricable de la historia del capitalismo americano. “Sabemos que nosotros, los negros, y no solo nosotros, los negros, hemos sido y somos víctimas de un sistema cuyo único combustible es la codicia, cuyo único dios es el beneficio”, dice.
Al narrar el pasado es fácil traicionarlo. Contar la vida propia revela tanto como oculta. Somos contradicción, y hubo muchas en Baldwin. Algunas de ellas se aprecian en Giovanni’s Room ( La habítación de Giovanni, 1956), conmovedora novela sobre un joven estadounidense y su amante italiano en París. Fue una de las primeras novelas de un autor prominente que trató la bisexualidad sin miedo y no fue castigada socialmente. De manera reveladora, el protagonista es blanco.
Baldwin no es lectura fácil. Como novelista fue perdiendo fuerza con los años, mientras que sus ensayos iban perdiendo actualidad. No obstante, se ha vuelto requisito leerlo. “Como un homosexual negro en una nación que no abrazaba a ninguno de los dos, Baldwin habría detestado el vacío de Trump, su antiintelectualismo y la incitación de las oscuras sospechas y los temores fácilmente atizados de esta nación”, escribió hace pocos días Renée Graham en el Boston Globe .
Para Baldwin –quien sin vaticinar a Trump lo había presentido–, sería inconcebible extirpar la mancha del racismo en de una discusión sobre las crisis de su cultura. La esperanza está en que las voces negras sean escuchadas: al ampliar los límites de su percepción, la sociedad puede curarse.
La sociedad estadounidense es cada vez más abierta, cada vez más personas aspiran a que el color de la piel deje de invitar a la violencia. Su cultura se repondrá a los últimos coletazos del racismo conservador porque la mayoría desea escuchar y escucharse.
No hacerlo es peligroso. En una cultura reacia a autoexaminar su racismo (y xenofobia) como la costarricense, escuchar voces como la de James Baldwin puede despertarnos de un sueño de plácida inocencia. Puede ser perturbador: como decía Baldwin, para la gente es más fácil llorar que cambiar.