En la próxima Feria Internacional del Libro nos visitará el escritor y dramaturgo mexicano Juan Villoro (1956), quien, además, es periodista y sociólogo. Merecedor de galardones como el Premio Herralde de la editorial Anagrama, con su novela El testigo (2004), y el Premio Iberoamericano de Letras 2012, ha sido profesor de literatura en universidades como Princeton (Estados Unidos), Yale (Estados Unidos) y Pompeu Fabra (España), y maestro de periodismo en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Es autor de la obra de teatro La desobediencia de Marte , que actualmente se presenta en el Teatro Helénico de la Ciudad de México; pareciera inagotable en su constante quehacer literario. Escribe en periódicos, revistas y otros medios de México y España.
El primer libro que leí de Juan Villoro fue el libro de viaje: Palmeras de la brisa rápida: Un viaje a Yucatán . Alguien me lo regaló en un encuentro de escritores en México. Con solo leer las primeras páginas, imaginé que las hojas de las palmeras se me metían por la nariz como si corriera en una moto en el mediodía de Mérida y así seguí la lectura inundada por el don que da la sinestesia.
Desde esa lectura he tratado de seguirle la pista a su trabajo a través de sus libros de cuentos, crónicas, artículos y, por supuesto, de su novela El testigo . Cada texto leído era una constatación de que Juan Villoro manejaba el lenguaje como si el lenguaje lo manejara a él (suma de logros estilísticos que considero tiene el que practica con excelente oficio las artes literarias, hablando en sentido antiguo pero certero).
Esa mezcla de nostalgia que nos heredó Kundera, tribalidad en el pensamiento de Jung, opacidad en Rulfo, desmesura que, por supuesto, nos dieron Lezama Lima y García Márquez –cada uno a su manera–, así como desenfado coloquial en Ibargüengoitia, ambigua cercanía en Carlos Fuentes, terrible orfandad en León Felipe y Camus, luminosa impunidad en el cine de Godard y Bergman y el teatro de Benedetti, entre otras herencias, es precisamente la que hace que sus personajes desplieguen la empatía con la que es posible seguir engullendo vidas y argumentos.
En la narrativa de Villoro, la estética mexicana se tira por el balcón taxqueño con su tequila, su guacamole, su striptease fucsia y su rock de botas, para saltar de allí a un Berlín todavía con muro donde asimila a Kant y sus secuaces alemanes, otorgándose una intensa memoria conceptual que afina y hace buches en la cultura española. Todo esto para seguir el viaje literario, ya con ingeniería lingüística de punta entre el Antonio de Kavafis y la vendimia de las hordas paganas y los campeonatos de fútbol, junto con todo y marcas de automóviles (vivos y muertos), electrodomésticos (vivos y muertos), donde puedan colgar la ropa interior los ideales eróticos de los antihéroes como James Dean.
Con Villoro, la literatura latinoamericana pasa de ser, como él mismo dice, la vasta oportunidad de documentar los oprobios como el machismo, la corrupción, el femicidio y la narcocultura, a ser la oportunidad, de ser (según lo define en El testigo ) “la uña absuelta de la poda”, la uña que se libra del recorte de la navaja o las tijeras, para convertirse en el testigo de una sociedad extraordinariamente viva en su detallada miscelánea de acciones, deseos, horrores y frustraciones.
Sin embargo, no todo es ficción. También es memoria de rapsoda su oficio. Epopeya posmoderna que incluye las tendencias de consumo, la historia sentimental de México como familia de familias, con Buñuel y López Portillo incluidos, como también la amarga práctica de la política en un presente con moral siempre en fuga, en el que el balón de la antigua cultura azteca es convertido en todos los balones: el del poder de los líderes, el del poder del trono y del antitrono, el del poder de los grupos: la masa crítica de buenos malos y malos buenos, y del mismo fútbol, como pintura al óleo de Napoleón, alias Maradona, con su pelota sobre la mesa, globo terráqueo que ladra para que lo saquen de allí.
Villoro también escribe teatro. Un teatro de personajes en el que conversan la filosofía y la ciencia a partes iguales. El ejercicio de la argumentación no se decide a ser exclusivo de un género porque es testigo de todas las vitrinas sociales posibles.
Escritor productivo, comunicador innato, hijo de filósofo, amante secreto de la poesía, conferencista privilegiado que sonríe con brillo rapaz en los ojos, antes de responder a las preguntas, pareciera que encontró el secreto de Chaplin al emocionar a tantos con sus alegorías visuales y de movimiento. No importa lo que suceda en el texto sino como suceda, como hacer que el silbato siga sonando en el estómago después de ser tragado por el lector.
Sonando y sonando mientras leemos. Y lo logra mezclando metáforas visuales con referencias de cultura musical, arte popular, descripción detallada de estados afectivos y sensibles como texturas de ese macro lenguaje social que habita. Es probable que la sociología le aporte el enfoque de testigo que narra y experimenta. Un testigo al que no le interesa ponerse por encima de nadie, sino más bien evidenciar quiénes estuvieron y cuál fue el motivo de cada uno para estar.
Este trabajo minucioso de descripciones concatenadas por imágenes sensibles y derroche de creatividad lingüística, es creado por el autor como si se tratara de un simple viaje en un auto, en el cual el lector apoya la frente contra el vidrio y ve el exterior. Un viaje en un auto confortable, con llantas nuevas y motor de buena cilindrada, lo que significa que el narrador posee un instrumental provisto de categorías analíticas rigurosas y renovadas que hacen posible el viaje. Un instrumental retroalimentado por lecturas previas, observaciones y razonamientos sobre el tejido de lo social son, sin duda, parte de su éxito.
Lo singular de la narrativa de Juan Villoro es que nadie ve el auto ni el instrumental con el cual está construida, solo compra el pasaje para el viaje, se sienta, recorre las imágenes y deja que las escenas lo invadan, hasta que, inesperadamente, empieza a oír el silbato y mira a un lado y a otro preguntándose qué suena y cómo hace el silbato para seguir sonando dentro de nosotros con el efecto Chaplin ya cargado. Y terminamos de leer y sigue sonando. Escritor que, sin duda, hay que leer y también escuchar.