Se admite modernamente la multiplicidad de las libertades. Sin ir más lejos, en el lenguaje de la tutela jurídica moderna hablamos de libertad individual, de libertad de determinación, de libertad de prensa, de libertad de información, de libertad de tránsito, de libertad sexual, de libertad de escogencia sexual, de libertad de pensamiento… y de muchas otras.
Al igual que lo hace el tradicional Himno a la alegría , de la Novena sinfonía beethoveniana, el lenguaje universal por excelencia –sea la música misma– acostumbra gritar a la cara de los opresores y déspotas la perennidad de los valores basados en la libertad. Lo hace muchas veces bajo la forma cantada y, en oportunidades, bajo la representación misma de la música libre.
Mozart fue un experto en enmascarar mensajes de libertad: lo hizo en el famoso coro de Nozze di Figaro –“Giovanni lieti, fiori spargete”– y en el brindis del Don Giovanni –"¡Viva la libertá, la libertá!"–, ambos expresamente restringidos por el emperador Leopoldo.
Un relato de creación. Los analistas y biógrafos verdianos han coincidido en que la vida de Giuseppe Verdi, el afamado compositor de Roncole, está llena de períodos de oscuridad, y acaso de una bien cuidada reserva en cuanto a sentimientos e intimidad. Son bien conocidas sus expresiones: “¡Jamás! ¡Jamás escribiré mis memorias! ¡Es suficiente para el mundo musical la condena a escuchar mi música! ¡Jamás los obligaré a leer mi prosa!”.
Dentro del plácido discurrir del 1840, Giuseppe Verdi se vio sacudido con el estrepitoso fracaso de Un giorno di regno, obra de corte buffo que ilustraba los tradicionales relatos de quien es “rey por un día”, al estilo mítico de Abu Hassan. El tema había sido ya abordado por Carl Maria von Weber y no tuvo anclaje dentro del público milanés.
El 5 de septiembre de 1840, la masa scaligera (de la Scala) una de las más difíciles del mundo lírico, reaccionó violentamente ante el ausente involucramiento de los cantantes principales y un libreto escasamente promisorio.
Se sabe con exactitud –pues el compositor no hizo nada por ocultarlo– que el fracaso original de la obra sumió a Verdi en un estado cercano a la depresión. No es de extrañar que tal consecuencia, sufrida también por Rossini, Donizetti y por Serguéi Rachmáninov, tuviese el poder de inmovilizar el genio creador del artista.
“ Un giorno di regno ciertamente no gustó”, expresa Verdi en un resumen enviado a Giulio Ricordi allá por 1879. “Parte de la culpa era de la música, y otro tanto de la ejecución. Mi desgracia doméstica [en pocos meses había perdido sucesivamente a su hija, su hijo y su esposa] y la amargura por el fracaso de mi trabajo me convencieron de que jamás volvería a componer”.
Empero, la fortuna acecha a la vuelta de la esquina: un hecho relatado por el propio Verdi en su reconstrucción biográfica de 1871 y acaecido durante el crudo invierno de 1840-1841, tiene la virtud de ilustrar, cual epifanía, el providencial encuentro del compositor con la rueda infinita e inconstante.
Dicho encuentro coincide con el lanzamiento de la más fulgurante carrera creativa que existe en los fastos itálicos, al menos en el terreno de la lírica. El propio compositor lo narra de la siguiente manera:
“Me encontraba sumido en la depresión y me resistía a pensar siquiera en la música, cuando, una noche de invierno, al salir de la Galería De Cristoforis, tropecé con el Maestro Merelli, que se dirigía al Teatro. La nieve caía en grandes copos blancos. A su solicitud, lo acompañé hasta su oficina en la Scala. Hablamos por el camino del libreto de Temistocle Solera sobre Nabucodonosor”.
El resto del hecho pertenece a la fantasiosa historia de la creación lírica: Verdi narra la forma en que un hábil Merelli pone en sus manos el libreto de Temistocle Solera sobre el texto bíblico del cautiverio hebreo, argumento que recomienda en todas las tonalidades y tesituras. Verdi se lleva el boceto literario hasta su casa milanesa. Pese a ello, en su corazón se agitan la angustia y la tristeza.
El compositor utilizó el texto de Solera de la misma forma en que los ingleses acostumbran leer la Biblia: abriéndola al azar. Al hacerlo, su mirada recayó sobre la frase “Va pensiero, sull’ali dorate” –equivalente a “Anda, pensamiento, sobre tus doradas alas”–, de cuya lectura sobrevino una fuerte impresión.
Verdi llegó a conocer de memoria el texto de Temistocle Solera y, a instancias de Merelli, escribió, verso por verso, la melodía de su más hermosa ópera de juventud.
Una rara forma de manejar el destino. Verdi aún no había trabado conocimiento con la obra del duque de Rivas Don Álvaro , o la fuerza del sino, pero mantuvo siempre los hados al alcance de su mano. La anterior anécdota es la prueba de ello. Empero, el maestro se empeñó en manipular al destino como un aliado: es célebre el episodio según el cual encerró bajo llave al robusto Temistocle Solera hasta que el libretista culminó la versificación de una profecía de Zacarías sobre el tema: “¡No saldrás de aquí hasta que hayas escrito la profecía!”.
Enrojecido por la cólera, Solera se sentó a la mesa de trabajo y, tras un intenso cuarto de hora, cumplió con el requerimiento del obstinado e implacable creador.
Un himno para il Risorgimento. Bartolomeo Merelli no fue capaz de discernir la importancia de un suceso, en el que la historia lo sitúa como agudo detonante. Acaso juzgó la música demasiado… revolucionaria, al igual que lo hicieron muchos de sus contemporáneos. Por lo demás, como reguero de pólvora, el público milanés atendió al estreno de una gran ópera; el éxito estaba asegurado antes del inicio.
Cuando Verdi tomó asiento en el sitial reservado al compositor –entre el primer contrabajo y el primer cello–, su amigo Merighi, consagrado violonchelista, le musitó al oído: “Maestro, daría todo lo que poseo por estar esta noche en su lugar”.
Por lo demás, la interpretación del Va pensiero dio origen a desórdenes en la sala principal de la Scala. Rossini había hecho la observación de que la pieza coral debía considerarse un aria entonada por voces agrupadas. La melodía –en tesitura central– estaba al alcance de cualquier voz, y acaso por ello el pueblo italiano comprendió instantáneamente que el drama del pueblo hebreo en cautiverio era el suyo propio. Nabucodonosor era una dimensión alegórica de la tiranía austríaca.
Al mismo tiempo, la vivacidad y la fortaleza de la melodía no se detenían en el umbral de la belleza, sino que ascendían a una altura que solo las estrellas podían pretender.
No hay duda de que, al crear su Nabucco , Verdi pretendió generar una obra lírica en la que el canto coral ocupase el sitial de honor. Solamente el sangriento personaje de la Abigaille puede competir con dignidad contra toda una conmovedora masa coral.
Según Pierre-Jean Rémy, el musicólogo francés, la tremenda princesa es, por sobre todo, un personaje político: alterna con todo un pueblo que ora, gime y canta por su liberación. Nabucco es, pues –como lo fue años más tarde Un ballo in maschera – una ópera política: un canto por las libertades…, por todas las libertades.
Los temas corales del Nabucco no pudieron gozar de un carácter más acusadamente providencial: las libertades políticas, defendidas por Cavour en el campo de la diplomacia, por Manzoni en la literatura, y por Garibaldi en el terreno de las armas, tuvieron en Verdi el señero líder de un noble pueblo que canta siempre sus alegrías y sus tristezas.
Desde sus inicios, Va pensiero fue un himno de liberación y continúa siéndolo. El pueblo que llevó a hombros los restos mortales del compositor, desde el cementerio de Milán hasta la Casa di Riposo dei Musicisti, coloreó de armonía la oración fúnebre por el más célebre de los creadores. El gigantesco coro unísono de miles de personas consagró ad aeternum una identidad que ni las tiranías, ni los dialectos, ni las divergencias políticas, han podido modificar.